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Jim Rennie sacudió la cabeza para que esa imagen desapareciera, pero seguía allí cuando dejó de hacerlo.

– ¿Qué es eso? -preguntó Randolph. El asombro le había suavizado la voz.

Dinsmore, el granjero, se colocó delante de él.

– Ese tipo -señaló a Ernie Calvert- tenía a Seguridad Nacional al teléfono, y este tipo -señaló a Rennie con un gesto teatral de tribunal, pero a Rennie no le importó lo más mínimo- le ha quitado el teléfono ¡y ha colgado! No tendría que haberlo hecho, Pete. Porque no ha habido ninguna colisión. La avioneta no estaba ni mucho menos cerca del suelo. Yo lo he visto. Estaba cubriendo las plantas por si llegan las heladas y lo he visto todo.

– Yo también lo he visto… -empezó a decir Rory, y esta vez fue su hermano Ollie el que le dio una colleja. Rory se puso a lloriquear.

Alden Dinsmore dijo:

– Se ha estrellado contra algo. Contra lo mismo que el camión. Está ahí, se puede tocar. Ese joven, el cocinero, ha dicho que deberían decretar una zona de exclusión aérea, y llevaba razón. Pero el señor Rennie -señalaba de nuevo a Rennie, como si se creyera un puñetero Perry Mason en lugar de un tipo que se ganaba el pan colocando ventosas en las tetas a las vacas- no ha querido ni hablar con ellos. Ha colgado así y punto.

Rennie no se rebajó a negarlo.

– Estás perdiendo el tiempo -le dijo a Randolph. Acercándose un poco más y hablando apenas en un susurro, añadió-: El jefe está al llegar. Te aconsejo que aceleres y controles el lugar de los hechos antes de que lo tengas aquí. -Dirigió al granjero una mirada fría y breve-. Ya interrogarás más tarde a los testigos.

Sin embargo, fue Alden Dinsmore, exasperante hasta la desesperación, quien dijo la última palabra.

– Ese tal Barber tenía razón. Él tenía razón y Rennie se equivoca.

Rennie apuntó mentalmente tomar medidas contra Alden Dinsmore en un futuro. Tarde o temprano los granjeros acudían a los concejales con el sombrero en la mano -en busca de una exención, una recalificación de terrenos, cualquier cosa-, y cuando el señor Dinsmore se viera en una de esas encontraría poco consuelo, si Rennie tenía algo que decir al respecto. Y normalmente así era.

– ¡Que controles el lugar de los hechos! -le dijo a Randolph.

– Jackie, aparta de ahí a esa gente -dijo el ayudante del jefe de policía señalando hacia los mirones que contemplaban el desastre desde el lado del camión maderero-. Establece un perímetro.

– Señor, me parece que esa gente en realidad está en Motton…

– No me importa, apártalos de ahí. -Randolph miró por encima del hombro a Duke Perkins, que estaba saliendo del coche patrulla del jefe de policía, un coche que Randolph suspiraba por ver en el camino de entrada de su casa. Y allí lo vería algún día, con la ayuda de Big Jim Rennie. Dentro de otros tres años, como mucho-. Los del departamento de policía de Castle Rock te lo agradecerán cuando lleguen, créeme.

– Pero ¿y…? -Señaló la mancha de humo, que seguía extendiéndose. Vistos a través de ella, los árboles, llenos de los colores de octubre, parecían de un gris oscuro y uniforme, y el cielo era de una malsana tonalidad azul amarillenta.

– No te acerques a eso -dijo Randolph, y después se fue a ayudar a Hank Morrison a establecer el perímetro del lado de Chester's Mills, aunque antes tenía que poner a Perk al tanto de todo.

Jackie se aproximó a la gente que estaba junto al camión maderero. La muchedumbre crecía a medida que los que llegaban daban parte por el móvil. Algunos habían apagado a pisotones algún pequeño fuego de los matorrales, lo cual estaba bien, pero luego se habían quedado merodeando, mirando como embobados. La agente recurrió a los gestos propios de quien espanta el ganado, los mismos de los que se valía Hank en el lado de Mills, y entonó su mismo mantra:

– Váyanse, señores, esto ya se ha acabado, aquí no hay nada que ver, nada que no hayan visto ya, despejen la calzada para permitir el paso de los camiones de bomberos y la policía, váyanse, despejen la zona, márchense a casa, váy…

Había chocado contra algo. Rennie no tenía ni idea de con qué, pero sí vio el resultado. El borde del sombrero de la agente fue lo primero que se topó con aquello. Se dobló y le cayó por la espalda. Un instante después sus insolentes peras -un par de puñeteros proyectiles, es lo que eran- quedaron aplastadas. Luego se le torció la nariz, que expulsó un chorro de sangre que salpicó sobre algo… y empezó a resbalar en goterones, como la pintura en una pared.

La agente cayó sobre su almohadillado trasero con expresión de asombro.

El granjero de las narices metió entonces su cuchara:

– ¿Lo ve? ¿Qué le había dicho?

Randolph y Morrison no lo habían visto. Perkins tampoco; los tres estaban conversando junto al capó del coche del jefe. A Rennie se le pasó por la cabeza la fugaz idea de acercarse a Wettington, pero ya lo estaban haciendo otros y, además, seguía demasiado cerca de aquello con lo que había chocado, fuera lo que fuese. Así que lo que hizo fue correr hacia los hombres, semblante adusto, barriga dura, proyectando la autoridad de quien sabe cómo poner las cosas en su sitio. De camino le dedicó una mirada fulminante al granjero Dinsmore.

– Jefe -dijo, metiéndose entre Morrison y Randolph.

– Big Jim -dijo Perkins, asintiendo-. Veo que no has perdido ni un momento.

Seguramente era una pulla, pero Rennie, pez viejo, no mordió el anzuelo.

– Me temo que aquí pasa algo más de lo que parece a primera vista. Creo que será mejor que alguien se ponga en contacto con Seguridad Nacional. -Hizo una pausa y adoptó una expresión apropiadamente grave-. No diré que esto sea cosa de los terroristas… pero tampoco diré lo contrario.

3

Duke Perkins miraba más allá de Big Jim. Ernie Calvert y Johnny Carver, que trabajaba en Gasolina & Alimentación Mills, estaban ayudando a Jackie a levantarse. La mujer parecía aturdida y le sangraba la nariz, pero por lo demás estaba bien. Sin embargo, había algo en todo aquello que le daba mala espina. Desde luego, los accidentes en los que se producían víctimas mortales transmitían hasta cierto punto esa sensación, pero allí había algo más que no cuadraba.

Para empezar, la avioneta no había intentado aterrizar. Había demasiados fragmentos y estaban diseminados en un área demasiado extensa. Y los curiosos. También en ellos se percibía algo extraño. Randolph no se había dado cuenta, pero Duke Perkins sí. Deberían haber formado un gran grupo diseminado. Era lo que hacían siempre, como para ofrecerse consuelo al encontrarse frente a la muerte. En cambio esos no habían formado un solo grupo, sino dos, y el del otro lado del cartel que marcaba el límite municipal de Motton estaba tremendamente cerca del camión, que seguía ardiendo. No es que hubiera peligro, por lo que juzgó… pero ¿por qué no se movían hacia aquí?

Los primeros camiones de bomberos doblaron a toda velocidad la curva que había al sur. Eran tres. Duke se alegró de ver que el segundo de la fila llevaba CUERPO DE BOMBEROS DE CHESTER'S MILL CAMIÓN N.° 2 escrito en letras doradas en el lateral. La muchedumbre retrocedió un poco más hacia la espesa maleza para dejarles sitio. Duke volvió a prestarle atención a Rennie.

– ¿Qué ha pasado aquí? ¿Lo sabes?

Rennie abrió la boca para contestar, pero, antes de que pudiera decir nada, Ernie Calvert le quitó la palabra.

– Hay una barrera que cruza la carretera. No se ve, pero está ahí, jefe. El camión se ha estrellado contra ella. La avioneta también.

– ¡Es cierto, maldita sea! -exclamó Dinsmore.

– La agente Wettington también ha chocado con ella -dijo Johnny Carver-. Por suerte, iba más despacio. -Rodeaba a Jackie con un brazo; parecía aturdida.