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Se detuvo y se irguió un instante sobre las patas traseras. Ya no veía tan bien como antes, pero sí lo suficiente para distinguir a un humano que caminaba en dirección a ella por el arcén contrario.

La marmota decidió que avanzaría todavía un poco más. A veces los humanos dejaban tras de sí cosas buenas para comer.

Era un animal viejo, y gordo. En sus tiempos había saqueado más de uno y más de dos cubos de la basura, y conocía el camino hasta el vertedero de Chester's Mills tan bien como los tres túneles de su madriguera; en el vertedero siempre había cosas ricas que comer. Avanzaba con el complacido bamboleo de los ancianos, vigilando al humano que caminaba por el otro lado de la carretera.

El hombre se detuvo. La marmota se dio cuenta de que la había visto. A su derecha, justo delante de ella, había un abedul caído. Se escondería ahí debajo, esperaría a que el hombre pasara y luego buscaría algo suculento que…

Los pensamientos de la marmota llegaron hasta ahí, y pudo dar tres pasitos bamboleantes más a pesar de que había quedado partida por la mitad. Después se desplomó en el borde de la carretera. La sangre salía a chorros y borbotones; las tripas se desparramaron sobre la tierra; las patas traseras dieron dos rápidas sacudidas, después quedaron inmóviles.

Lo último que pensó antes de esa oscuridad que a todos nos llega, a marmotas y humanos por igual, fue:

¿Qué ha pasado?

3

Todas las agujas del panel de mandos cayeron inertes.

– ¿Qué narices…? -dijo Claudie Sanders.

Se volvió hacia Chuck. Tenía los ojos muy abiertos, pero en ellos no había pánico, solo desconcierto. No había tiempo para el pánico.

Chuck ni siquiera llegó a ver el panel de mandos. Vio el morro del Seneca arrugándose hacia él. Después vio cómo se desintegraban las dos hélices.

No hubo tiempo de ver más. No hubo tiempo de nada. El Seneca explotó por encima de la carretera 119 y se precipitó sobre los campos como una lluvia de fuego. También llovieron pedazos de cuerpos. Un antebrazo humeante (de Claudette) aterrizó con un golpetazo junto a la marmota tan limpiamente seccionada.

Era 21 de octubre.

BARBIE

1

Barbie empezó a sentirse mejor en cuanto pasó por delante del Food City y dejó atrás el centro. Al ver el cartel que decía ESTÁ SALIENDO DEL PUEBLO DE CHESTER'S MILL ¡VUELVA MUY PRONTO!, se sintió aún mejor. Se alegraba de estar ya en marcha, y no solo porque en Mills le hubiesen dado una paliza. Lo que le animaba era simplemente el hecho de poner tierra de por medio. Había estado por lo menos dos semanas paseándose por ahí bajo su propia nube negra antes de que lo apalearan en el aparcamiento del Dipper's.

– En el fondo no soy más que un trotamundos -dijo, y se echó a reír-. Un trotamundos camino de Big Sky, Montana. -Joder, y ¿por qué no? ¡Montana! O Wyoming. La jodida Rapid City, en Dakota del Sur. Cualquier lugar menos ese pueblo.

Oyó un motor que se acercaba, se volvió -caminando hacia atrás- y levantó el pulgar. Lo que vio fue una bonita combinación: una furgoneta Ford vieja y sucia con una joven rubia y atractiva al volante. Rubio ceniza, su rubio favorito. Barbie le dedicó su sonrisa más seductora. La chica que conducía la furgoneta le correspondió con una de las suyas y, madre de Dios, si tenía más de diecinueve años Barbie habría sido capaz de tragarse el cheque de su última paga del Sweetbriar Rose. Demasiado joven para un caballero de treinta veranos, sin duda, pero perfectamente legal, como habrían dicho en los días de su campechana juventud en Iowa.

La furgoneta disminuyó la marcha, él echó a andar hacia ella… y entonces el vehículo volvió a acelerar. La chica le dedicó una mirada fugaz cuando lo pasó de largo. Su rostro aún sonreía, pero había en él arrepentimiento. «Se me ha ido la olla por un momento -decía esa sonrisa-, pero la sensatez ha vuelto a imponerse.»

Barbie creyó que la conocía de algo, pero era imposible decirlo con seguridad; los domingos por la mañana el Sweetbriar era siempre una casa de locos. Sin embargo, le parecía haberla visto allí con un tipo mayor, seguramente su padre, los dos con la cara semienterrada en una sección dominical del Times. De haber podido hablar con ella mientras pasaba de largo, Barbie le habría dicho: «Si te fiabas de mí para que te preparase una salchicha con huevos, bien podrías haberte fiado para llevarme unos kilómetros en el asiento del copiloto».

Pero, claro, no tuvo oportunidad, así que se limitó a levantar la mano en un breve saludo que daba a entender «ningún problema». Las luces de freno de la furgoneta parpadearon, como si la chica lo hubiera reconsiderado. Después se apagaron y aceleró.

Durante los días siguientes, cuando las cosas empezaron a ir de mal en peor en Chester's Mills, Barbie reviviría una y otra vez ese pequeño instante bajo el cálido sol de octubre. Pensaría en ese segundo parpadeo de duda de las luces de freno… como si la chica al final lo hubiera reconocido. Es el cocinero del Sweetbriar Rose, estoy casi segura. Quizá debería…

Sin embargo, ese «quizá» era un abismo por el que se habían precipitado hombres mejores que él. Si ella de verdad lo hubiera reconsiderado, todo habría cambiado a partir de entonces en la vida de Barbie. Porque ella había conseguido escapar; él jamás volvió a ver ni a la rubia atractiva, ni la vieja furgoneta Ford F-150. Debió de cruzar los límites de Chester's Mills unos minutos (o incluso segundos) antes de que la frontera se cerrara de golpe. Si él hubiera ido con ella, estaría fuera sano y salvo.

A menos, claro está, pensaría más tarde, cuando no había manera de conciliar el sueño, que hubiese perdido demasiado tiempo recogiéndome. En tal caso, aun así, yo no estaría aquí. Y ella tampoco. Porque el límite de velocidad en ese tramo de la 119 es de ochenta kilómetros por hora. Y a ochenta kilómetros por hora…

En ese punto siempre pensaba en la avioneta.

2

La avioneta lo sobrevoló justo después de que él pasara por Coches de Ocasión Jim Rennie, un lugar por el que Barbie no sentía ningún aprecio. No es que hubiera comprado allí una tartana (hacía más de un año que no tenía coche, el último lo había vendido en Punta Gorda, Florida). Era solo que Jim Rennie Jr. fue uno de los tíos de aquella noche en el aparcamiento del Dipper's. Un chico que tenía algo que demostrar, y lo que no pudiera demostrar por sí solo lo demostraría formando parte de un grupo. Así era como hacían negocios los Jim Junior del mundo, por lo que Barbie había podido comprobar.

Sin embargo, eso había quedado atrás. Coches de Ocasión Jim Rennie, Jim Junior, el Sweetbriar Rose (¡Las almejas rebozadas son nuestra especialidad! Siempre enteras. Nunca en trozos), Angie McCain, Andy Sanders. Todo, incluido el Dipper's. Nuestras estupendas palizas servidas en el aparcamiento, especialidad de la casa. Todo había quedado atrás. Y ¿qué tenía delante? Pues las puertas de América. Adiós, pueblucho de Maine; hola, Big Sky.

Qué diablos, tal vez bajara otra vez hacia el sur. Por muy bonito que fuera ese día en concreto, el invierno acechaba a solo una o dos páginas del calendario. El sur tenía buena pinta. Nunca había estado en Muscle Shoals, y le gustaba cómo sonaba. «Piélagos de Músculo» era pura poesía, joder, y la idea de ir allí lo ilusionó tanto que, cuando oyó el ruido de la avioneta, miró al cielo y, lleno de entusiasmo, le dedicó un gran saludo al viejo estilo. Esperó un movimiento de alabeo en respuesta, pero no lo hubo, y eso que el Seneca volaba a velocidad de tortuga y a muy poca altitud. Barbie supuso que serían turistas disfrutando de las vistas -era un día ideal para ellos, con los árboles encendidos- o tal vez fuera algún chaval sacándose la licencia de vuelo, demasiado preocupado por no cagarla para molestarse en contestar a terrícolas como Dale Barbara. Sin embargo, les deseó un buen día. Tanto si eran turistas como si era un chaval a seis semanas aún de su primer vuelo en solitario, Barbie les deseó un buen día. Era una mañana agradable, y cada paso que lo alejaba de Chester's Mills la hacía aún mejor. En Mills había demasiados gilipollas y, además, viajar era bueno para el alma.