Se golpeó contra algo. Fuerte. No había nada, pero Barbie vio que la nariz de aquel tipo se aplastaba hacia un lado y se rompía. Cayó de espaldas y luego logró sentarse con cierto esfuerzo. Miró a Barbie con ojos aturdidos e interrogantes mientras la sangre manaba de su nariz y su boca y se derramaba sobre la pechera de su camisa de trabajo. Barbie le correspondió con esa misma mirada.
JUNIOR Y ANGIE
1
Los dos niños que estaban pescando cerca del Puente de la Paz no miraron hacia arriba cuando la avioneta pasó volando por encima de ellos, pero Junior Rennie sí lo hizo. Estaba una manzana más abajo, en Prestile Street, y reconoció el sonido. Era el Seneca V de Chuck Thompson. Levantó la mirada, vio la avioneta y agachó la cabeza enseguida: la reluciente luz del sol que se filtraba entre los árboles le atravesó los ojos con un relámpago de agonía. Otro dolor de cabeza. Últimamente los padecía muy a menudo. A veces la medicación podía con ellos. Otras, sobre todo en los últimos tres o cuatro meses, no lo conseguía.
Migrañas, decía el doctor Haskell. Lo único que sabía Junior era que le dolía como si se acabara el mundo y que la luz intensa lo empeoraba, sobre todo cuando la migraña estaba incubándose. A veces pensaba en las hormigas que Frank DeLesseps y él habían achicharrado cuando eran niños. Cogían una lupa y enfocaban los rayos de sol sobre ellas mientras entraban y salían del hormiguero. El resultado era un estofado de hormigas. La diferencia era que ahora, cuando empezaba a incubar uno de sus dolores de cabeza, su cerebro era el hormiguero y sus ojos se convertían en dos lupas.
Tenía veintiún años. ¿De verdad debía resignarse a convivir con aquello hasta que cumpliera los cuarenta y cinco, que era cuando el doctor Haskell le había dicho que las migrañas a lo mejor remitían?
Puede. Pero esa mañana no iba a detenerlo un dolor de cabeza. Podría haberlo detenido el hecho de ver el 4Runner de Henry McCain o el Prius de LaDonna McCain en el camino de entrada; en ese caso a lo mejor habría dado media vuelta, habría vuelto a su casa, se habría tomado otro Imitrex y se habría acostado en su habitación con las persianas bajadas y un paño frío en la frente. Y quizá habría sentido que el dolor empezaba a disminuir a medida que la migraña descarrilaba, aunque probablemente no. En cuanto esas arañas negras conseguían meter una pata…
Volvió a levantar la mirada, esta vez entrecerrando los ojos para que no le molestara esa luz odiosa, pero el Seneca ya no estaba, incluso el rumor del motor (también exasperante, todos los sonidos eran exasperantes cuando se presentaba una de esas malas putas) se había desvanecido. Chuck Thompson con algún aspirante a héroe o heroína del aire. Y aunque Junior no tenía nada contra Chuck -apenas lo conocía-, de repente deseó con una ferocidad infantil que su alumno la cagara pero bien y estrellara la avioneta.
Preferiblemente en mitad del concesionario de coches usados de su padre.
Otro latigazo de dolor restalló dentro de su cabeza, pero aun así subió los peldaños de la entrada de los McCain. Había que hacerlo. Hacía ya mucho que había que hacerlo, joder. Angie merecía que le dieran una lección.
Pero con una lección pequeña vale. No pierdas el control.
Le respondió, como si la hubiera invocado, la voz de su madre. Esa voz pagada de sí misma a más no poder. Junior siempre ha sido un niño con muy mal carácter, pero ahora lo controla muchísimo más. ¿A que sí, Junior?
Bueno. Vale. Lo había conseguido. El fútbol americano le había ayudado, pero ya no tenía el fútbol. Ya ni siquiera tenía la universidad. Solo tenía migrañas. Y hacían que se sintiera como un hijoputa miserable.
No pierdas el control.
No. Pero pensaba hablar con ella con dolor de cabeza o sin él.
Y, como solía decirse, a lo mejor tendría que dejar que su mano hablara por él. ¿Quién sabe? Si con eso Angie se sentía peor, tal vez él conseguía sentirse mejor.
Junior llamó al timbre.
2
Angie McCain acababa de salir de la ducha. Se puso un albornoz, se anudó el cinturón y después se envolvió el pelo mojado con una toalla.
– ¡Ya va! -gritó mientras bajaba casi al trote la escalera hacia la planta baja.
Sonreía un poco. Era Frankie, estaba prácticamente segura de que sería Frankie. Las cosas por fin empezaban a arreglarse. El cabrón del pinche (guapo pero aun así cabrón) se había marchado de la ciudad o iba a marcharse, y los padres de ella no estaban. Bastaba juntar esos dos datos para captar la señal divina de que las cosas empezaban a arreglarse. Frankie y ella podrían dejar atrás toda la mierda y volver a estar juntos.
Sabía exactamente cómo tenía que hacerlo: primero abriría la puerta y luego se abriría el albornoz. Allí mismo, a plena luz del día de ese sábado por la mañana, donde cualquiera que pasara podría verla. Primero se aseguraría de que fuera Frankie, claro. No tenía la menor intención de exhibirse ante el viejo y seboso señor Wicker si llamaba a la puerta con un paquete o una carta certificada, aunque aún faltaba por lo menos media hora para el reparto del correo.
No, era Frankie. Estaba segura.
Mientras abría la puerta, su suave sonrisa se ensanchaba en un gesto risueño de bienvenida, quizá no muy afortunado, pues tenía los dientes bastante apiñados y del tamaño de pastillas de chicle gigantes. Ya tenía la mano en el nudo del albornoz. Pero no lo desató. Porque no era Frankie. Era Junior, y parecía muy enfadado…
Le había visto antes esa expresión lúgubre -muchas veces, de hecho-, pero nunca tan lúgubre desde octavo, cuando Junior le rompió el brazo al hijo de los Dupree. Ese mariquita se había atrevido a mover su culito en pompa hasta la cancha de baloncesto de la plaza del pueblo y había preguntado si podía jugar. Angie suponía que el rostro de Junior había exhibido esa misma expresión tempestuosa aquella noche en el aparcamiento del Dipper's, pero, claro, ella no había estado allí, solo se lo habían contado. Todo el mundo en Mills se había enterado. El jefe Perkins la había llamado para hablar con ella, ese Barbie de las narices estaba allí, y al final también aquello se había sabido.
– ¿Junior? Junior, ¿qué…?
Entonces Junior la abofeteó, y ahí, en gran medida, todo pensamiento cesó.
3
A esa primera no le puso muchas ganas porque estaba en el umbral y no tenía bastante espacio para coger impulso; solo había podido echar el brazo atrás a medias. Tal vez no le habría pegado (al menos no para empezar) si no le hubiera recibido con esa sonrisa -Dios, pero qué dientes, ya en el colegio le daban grima- y si no lo hubiera llamado Junior.
Claro que en el pueblo todo el mundo lo llamaba Junior, incluso él pensaba en sí mismo como en Junior, pero no se había dado cuenta de lo mucho que lo detestaba, de que lo detestaba tanto que prefería ahogarse en una papilla de gusanos antes que oír cómo salía de entre las espeluznantes lápidas que tenía por dientes esa puta que tantos problemas le había causado. Su sonido le perforó la cabeza igual que el resplandor del sol cuando levantó la vista para mirar la avioneta.
Para ser una bofetada dada a medias, no había estado mal. Angie se tambaleó hacia atrás, se dio contra el poste del pie de la escalera y la toalla se le cayó de la cabeza. Unas greñas de pelo mojado color castaño se le quedaron pegadas en las mejillas; parecía Medusa. La sonrisa había sido reemplazada por una expresión de asombro y perplejidad, y Junior vio que le caía un hilillo de sangre de la comisura de la boca. Eso estaba bien. Más que bien. Esa puta se merecía sangrar por lo que había hecho. Tantos problemas, no solo para él, sino también para Frankie y Mel y Carter…
La voz de su madre en su cabeza: No pierdas el control, cielo. Estaba muerta y ni aun así dejaba de darle consejos. Dale una lección, pero pequeña.