Выбрать главу

– Te veo muy contenta – le dijo -. ¿Es que te has tropezado con un saco de dinero?

A menudo se sorprendía corriendo, y no caminando, por los interminables pasillos de Ty Gwyn, y todos los días llenaba hojas y más hojas de su cuaderno con listas de la compra, calendarios de trabajo del servicio, horarios para recoger las mesas y ponerlas otra vez, y cálculos: números de fundas de almohada, jarrones, servilletas, velas, cucharas…

Aquella era su gran oportunidad. Pese a su juventud, estaba haciendo las veces de ama de llaves en ocasión de una visita real. La señora Jevons no mostraba señales de mejoría ni de que fuese a levantarse de su lecho de convalecencia, así que sobre Ethel recaía toda la responsabilidad de preparar la mansión de Ty Gwyn para dar el recibimiento que merecían el rey y la reina. En el fondo, siempre había estado segura de que era capaz de hacer las cosas mejor que nadie y destacar, siempre y cuando le diesen la posibilidad, pero en la rígida jerarquía del servicio doméstico, había escasas oportunidades de demostrar que era mejor que los demás. De pronto, se le había presentado la ocasión, y estaba decidida a aprovecharla al máximo. Después de aquello, puede que asignasen a la señora Jevons una tarea con menos responsabilidades y que nombrasen a Ethel ama de llaves, con el doble del sueldo que cobraba entonces, con un dormitorio para ella sola y su propia sala de estar en las dependencias del servicio.

Sin embargo, todavía no había llegado ese momento. Era evidente que el conde estaba satisfecho con su labor, porque al final había optado por no llamar al ama de llaves de Londres, lo que Ethel interpretó como un cumplido. Aunque… pensó la joven con verdadera aprensión, todavía había tiempo para cometer ese pequeño desliz, para ese error fatal que podía estropearlo todo: un plato de la cena sucio, un sumidero atascado, un ratón muerto en la bañera… Y entonces el conde sí se pondría furioso.

La mañana del sábado en que estaba prevista la llegada de los reyes, Ethel se encargó personalmente de supervisar todas y cada una de las habitaciones de invitados, para asegurarse de que las chimeneas estaban encendidas y de que los almohadones habían sido ahuecados. En cada cuarto había al menos un jarrón con flores, llevadas esa misma mañana del invernadero; en cada escritorio había papel de cartas con el escudo de Ty Gwyn, y habían provisto toallas, jabón y agua para el aseo personal. Al anterior conde no le gustaba la fontanería moderna, y Fitz aún no había encontrado el momento de ordenar la instalación de agua corriente en todas las habitaciones. Solo había tres retretes en una casa con cien dormitorios, de manera que en la mayoría de las habitaciones seguían haciendo falta orinales. También habían colocado flores secas aromáticas en todas ellas, elaboradas por la señora Jevons según su propia receta, para eliminar los malos olores.

Se esperaba la llegada de la comitiva real para la hora del té. El conde acudiría a recibirlos a la estación de ferrocarril de Aberowen, donde sin duda se habría formado una gran multitud, esperando poder entrever fugazmente a los soberanos, aunque no había prevista allí ninguna aparición pública de los reyes. Fitz los llevaría a la casa en su Rolls-Royce, un automóvil grande y cerrado. El ayuda de cámara del rey, sir Alan Tite, y el resto del séquito que los acompañaba en el viaje irían detrás, con el equipaje, en una serie de vehículos tirados por caballos. Delante de Ty Gwyn, un batallón de los Fusileros Galeses ya estaba formando a uno y otro lado del camino de entrada para actuar como guardia de honor.

La pareja real aparecería públicamente ante sus súbditos el lunes por la mañana. Planeaban realizar un paseo por las aldeas de los alrededores en un coche de caballos descubierto y detenerse en el ayuntamiento de Aberowen para reunirse con el alcalde y los concejales antes de dirigirse a la estación de ferrocarril.

La llegada del resto de los huéspedes estaba prevista a mediodía. Peel se encontraba en el salón, asignando a las doncellas que debían conducirlos a sus habitaciones y a los mozos que debían subir el equipaje. Los primeros en llegar fueron los tíos de Fitz, el duque y la duquesa de Sussex. El duque era primo hermano del rey, y había sido invitado a fin de que este se sintiera más cómodo, en un entorno más familiar. La duquesa era la tía de Fitz y, al igual que la mayor parte de la familia, sentía un profundo y apasionado interés por la política, hasta el extremo de que en su casa de Londres celebraba una tertulia frecuentada por los miembros del gabinete ministerial.

La duquesa informó a Ethel acerca de que el rey Jorge V estaba un poco obsesionado con los relojes, y que no le gustaba nada ver que distintos relojes en una misma casa anunciasen una hora diferente. Ethel maldijo para sus adentros, pues en Ty Gwyn había más de un centenar de relojes. Tomó prestado el reloj de bolsillo de la señora Jevons y se dispuso a recorrer toda la casa para ajustar la hora.

Cuando entró en el comedor pequeño, se encontró con el conde. Este estaba de pie ante el ventanal, y parecía consternado. Ethel se paró a observarlo un momento. Era el hombre más guapo que había visto en su vida; era como si aquella tez pálida, iluminada por la tenue luz invernal, estuviese cincelada en mármol blanco. Tenía la mandíbula cuadrada, los pómulos prominentes y la nariz griega. Su cabello era negro y los ojos verdes, una combinación poco frecuente. No llevaba barba ni bigote, ni siquiera patillas. Con una cara tan hermosa como esa, pensó Ethel, ¿para qué taparla con pelo?

Él la sorprendió mirándolo.

– Acabo de saber que al rey le gusta tener cestos de naranjas en la habitación – exclamó -. ¡Y no hay una maldita naranja en toda la casa!

Ethel frunció el ceño. Ni uno solo de los tenderos de Aberowen tendría naranjas fuera de temporada, pues sus clientes no podían permitirse semejantes lujos. Ocurriría lo mismo en todas las demás poblaciones de los valles del sur de Gales.

– Si pudiera usar el teléfono, tal vez podría hablar con un par de fruterías de Cardiff – repuso ella -. Puede que tengan naranjas en esta época del año.

– Pero ¿cómo haremos para que nos las manden hasta aquí?

– Les pediré que coloquen una cesta en el tren. – Consultó el reloj que había estado ajustando -. Con un poco de suerte, las naranjas llegarán a la vez que el rey.

– Eso es – dijo él -. Eso es lo que haremos. – La miró directamente -. Eres asombrosa – exclamó -. No estoy seguro de haber conocido alguna vez a una muchacha como tú.

Ethel le sostuvo la mirada. A lo largo de las dos semanas anteriores, él se había dirigido a ella de forma muy similar a aquella, en un tono extremadamente familiar, con cierta intimidad, y eso le había hecho sentir extraña, le había provocado una especie de incómoda euforia, como si algo peligrosamente emocionante estuviese a punto de suceder. Era como ese momento en los cuentos de hadas en el que el príncipe entra en el castillo encantado.

El chirrido de unas ruedas fuera, en el camino de entrada, rompió el hechizo. Se oyó una voz familiar.

– ¡Peel! ¡Cuánto me alegro de verte!

Fitz miró por la ventana e hizo una mueca.

– ¡Oh, no! – exclamó -. ¡Es mi hermana!

– Bienvenida a casa, lady Maud – repuso la voz de Peel -, aunque lo cierto es que no la esperábamos.

– Al conde se le olvidó invitarme, pero he venido de todos modos.

Ethel contuvo una sonrisa. Fitz adoraba a su díscola hermanita, pero le resultaba difícil tratar con ella. Sus opiniones políticas eran alarmantemente liberales: era una sufragista, una activa militante del movimiento que propugnaba la concesión del voto a la mujer. A Ethel, Maud le parecía maravillosa, justo la clase de mujer independiente que a ella le habría gustado ser.