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Fitz salió del comedor y Ethel lo siguió al salón, una estancia imponente decorada con el estilo gótico por el que tanta predilección sentían los victorianos como el padre de Fitz: revestimientos de madera oscura, papel de pared con abundantes motivos ornamentales y sillas de madera de roble labradas como si fueran tronos medievales. Maud ya estaba entrando por la puerta.

– Fitz, querido, ¿cómo estás? – lo saludó.

Maud era alta como su hermano, y ambos guardaban un gran parecido, pero las facciones cinceladas que hacían que el conde evocase la estatua de un dios no resultaban tan favorecedoras en el rostro de una mujer, por lo que Maud era más bien atractiva, en lugar de verdaderamente guapa. Contradiciendo la fama de anticuadas en la forma de vestir de las feministas, la joven iba ataviada según los cánones de la última moda, y llevaba una falda larga de tubo encima de unos botines abotonados, un abrigo de color azul marino con cinturón ancho y puños de varios botones, y un sombrero con una pluma clavada en la parte delantera como si fuera una bandera de regimiento.

La acompañaba tía Herm. Lady Hermia era la otra tía de Fitz. A diferencia de su hermana, que se había casado con un duque rico, Herm había contraído matrimonio con un barón despilfarrador que murió joven y en la ruina más absoluta. Diez años antes, cuando los padres de Fitz y Maud fallecieron en un intervalo de escasos meses, tía Herm se fue a vivir con ellos para cuidar principalmente de Maud, quien a la sazón tenía trece años, y aún seguía ejerciendo de señora de compañía de la joven, sin tener sobre esta ni sobre sus actos ninguna clase de autoridad.

– ¿Qué haces aquí? – le preguntó Fitz a Maud.

– Ya te dije que no le iba a hacer ninguna gracia – murmuró tía Herm.

– No podía faltar a la visita del rey – contestó Maud -. Habría sido una falta de respeto.

– No quiero que le hables al rey sobre los derechos de las mujeres – replicó Fitz con un deje de exasperación.

Ethel no creía que el conde tuviese razones para preocuparse. Pese al radicalismo de las ideas políticas de Maud, sabía cómo coquetear y apelar a la vanidad de los hombres poderosos, y era capaz de meterse en el bolsillo incluso a los amigos más conservadores de Fitz.

– Toma mi abrigo, por favor, Morrison – dijo Maud. Se desabrochó los botones y se volvió para que el lacayo la ayudara a quitárselo -. Hola, Williams, ¿cómo estás? – le preguntó a Ethel.

– Bienvenida, milady – respondió la muchacha -. ¿Desea ocupar la Suite Gardenia?

– Sí, gracias. Me encantan esas vistas.

– ¿Querrá almorzar mientras le preparo la habitación?

– Sí, por favor, me muero de hambre.

– Hoy lo estamos sirviendo al estilo club, señora, puesto que los invitados están llegando en momentos distintos.

El llamado «estilo club» hacía referencia a que se servía el almuerzo a los invitados a medida que iban entrando, como en los comedores de los clubes de caballeros o en un restaurante, en lugar de servirlo a todos los comensales a la vez. Ese día el almuerzo era más bien modesto: sopa india con especias, fiambres y pescado ahumado, trucha rellena, chuletas de cordero y un surtido de postres y quesos.

Ethel sujetó la puerta y siguió a Maud y a tía Herm al comedor principal. Los primos Von Ulrich ya estaban almorzando. Walter von Ulrich, el más joven, era un hombre apuesto y encantador, y parecía entusiasmado de estar en Ty Gwyn, mientras que Robert, por el contrario, era más quisquilloso: había enderezado el cuadro del castillo de Cardiff colgado en la pared, había pedido más almohadones y había descubierto que el tintero de su escritorio estaba seco, un descuido que hizo que Ethel se preguntase, inquieta, qué otros detalles podía haber pasado por alto.

Ambos se levantaron cuando entraron las damas. Maud se fue directa a Walter y exclamó:

– ¡Estás exactamente igual que cuando tenías dieciocho años! ¿Te acuerdas de mí?

Al joven se le iluminó el rostro.

– Pues claro, aunque debo decir que tú sí que has cambiado desde que tenías trece…

Ambos se estrecharon la mano y luego Maud le dio sendos besos en las mejillas, como si fueran parientes.

– Estaba completamente loca por ti a esa edad – confesó con asombrosa sinceridad.

Walter sonrió.

– Tú a mí también me tenías robado el corazón.

– ¡Pero si siempre te comportabas como si tuviera la peste!

– Tenía que disimular mis sentimientos delante de Fitz, que te protegía como un perro guardián.

Tía Herm se puso a toser, indicando de ese modo su desaprobación ante aquel arrebato de intimidad.

– Tía, te presento a herr Walter von Ulrich, un viejo compañero de escuela de Fitz que venía aquí en vacaciones. Ahora trabaja en el cuerpo diplomático de la embajada alemana en Londres.

– Les presento a mi primo, el Graf Robert von Ulrich. – Ethel sabía que Graf era el término en alemán que designaba a los condes -. Es agregado militar de la embajada austríaca.

En realidad eran primos segundos, le había explicado Peel en tono de confidencia a Etheclass="underline" los abuelos de ambos eran hermanos, el menor de los cuales se casó con una rica heredera alemana y abandonó Viena para irse a vivir a Berlín, razón por la que Walter era alemán, mientras que Robert era austríaco. A Peel le gustaba dejar esa clase de cosas muy claras.

Todos se sentaron. Ethel retiró la silla de tía Herm.

– ¿Quiere un poco de sopa de especias, lady Hermia? – le preguntó.

– Sí, por favor, Williams.

Ethel le hizo una seña a un lacayo, quien se dirigió al aparador donde se hallaba la sopa, en un recipiente especial para que no se enfriara. Tras comprobar que las recién llegadas se hallaban a gusto, Ethel desapareció discretamente para preparar sus habitaciones. Cuando cerraba la puerta a su espalda, oyó decir a Walter von Ulrich:

– Me acuerdo de lo mucho que te gustaba la música, Maud. Justo estábamos hablando del ballet ruso. ¿Qué opinas de Diaguilev?

No había muchos hombres que preguntasen a una mujer su parecer. Eso le gustaría a Maud. Mientras Ethel se apresuraba a bajar los escalones para ir en busca de dos doncellas que hiciesen las habitaciones, pensó: «Ese alemán es todo un encanto».

El Salón Escultórico de Ty Gwyn era una antesala del comedor, y los invitados solían reunirse allí antes de la cena. Fitz no sentía un gran interés por el arte, pues en realidad, todas aquellas piezas las había reunido su abuelo, pero las esculturas daban a sus huéspedes algo de qué hablar mientras aguardaban el momento de la cena.

Al tiempo que conversaba con su tía, la duquesa, Fitz miró angustiado a su alrededor a los hombres vestidos de rigurosa etiqueta y a las mujeres con sus vestidos escotados y sus tiaras. El protocolo exigía que todos los invitados estuviesen presentes en la sala antes de que el rey y la reina hiciesen su entrada. Pero ¿dónde estaba Maud? ¿No iría a provocar un incidente? No, ahí estaba, con un traje de seda púrpura y con los diamantes de su madre, charlando animadamente con Walter von Ulrich.

Fitz y Maud siempre habían estado muy unidos. El padre de ambos había sido un héroe distante, y su madre, la infeliz seguidora incondicional de su marido; los dos hermanos habían obtenido el cariño y el afecto que necesitaban el uno del otro, y a la muerte de sus progenitores, ambos se habían unido más aún, compartiendo su dolor. En aquel trance, Fitz tenía dieciocho años, y había tratado por todos los medios de proteger a su hermanita de aquel mundo implacable y cruel. Ella, a su vez, le había mostrado su adoración absoluta. Con el paso de los años, al llegar a la edad adulta, Maud se había convertido en una joven independiente, capaz de pensar por sí misma, mientras que él continuaba creyendo que, como cabeza de familia, todavía ejercía algún tipo de autoridad sobre ella. Sin embargo, su afecto mutuo había demostrado ser más fuerte que sus diferencias… por el momento.