En esos instantes, Maud dirigía la atención de Walter hacia un cupido de bronce. A diferencia de Fitz, ella sí entendía de esas cosas. Fitz rezó porque su hermanita se pasara toda la velada hablando de arte y no enturbiase la cena con su discurso sobre los derechos de las mujeres. Jorge V odiaba a los liberales, era un secreto a voces. Por regla general, los monarcas solían ser conservadores, pero los acontecimientos recientes habían acentuado aún más el sentimiento de animadversión del rey. Había ascendido al trono en plena crisis política y, contra su voluntad, se había visto obligado por el primer ministro liberal H. H. Asquith – con el pleno respaldo de la opinión pública – a recortar el poder de la Cámara de los Lores. La herida de aquella humillación aún seguía abierta, y Su Majestad sabía que Fitz, como par conservador de la Cámara de los Lores, había luchado con todas sus fuerzas contra la llamada reforma. Pero a pesar a ello, si a Maud se le ocurría soltarle una arenga esa noche, el rey nunca perdonaría a Fitz.
Walter ejercía como diplomático de rango inferior, pero su padre era uno de los mejores amigos del káiser. Robert también tenía buenos contactos: era amigo del archiduque Francisco Fernando, heredero al trono del Imperio austrohúngaro. Otro de los invitados que se movía en círculos selectos era el joven norteamericano, de gran estatura, que en esos precisos instantes hablaba con la duquesa. Se llamaba Gus Dewar, y su padre, un senador, era consejero personal del presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson. Fitz sintió que había hecho bien reuniendo allí a aquel grupo de jóvenes, la élite dirigente del futuro. Esperaba que fuese del agrado del rey.
Gus Dewar era un joven simpático pero un poco raro. Siempre encorvaba la espalda, como si hubiese preferido ser más bajo y no destacar tanto. No parecía muy seguro de sí, pero se mostraba agradablemente cortés con todo el mundo.
– El pueblo estadounidense está más preocupado por los problemas de la nación que por la política exterior – le decía a la duquesa -, pero el presidente Wilson es un liberal, y como tal, es más probable que simpatice con democracias como las de Francia y Gran Bretaña que con las monarquías autoritarias de Austria y Alemania.
En ese momento, se abrieron las puertas dobles, se hizo el silencio en la habitación, y el rey y la reina entraron en la sala. La princesa Bea hizo una reverencia, Fitz inclinó la cabeza y todos los demás siguieron su ejemplo. A continuación se sucedieron unos minutos de incómodo silencio, pues no estaba permitido que nadie hablase hasta que la pareja real hubiese dicho algo. Al fin, el rey se dirigió a Bea:
– Ya me alojé en esta casa hace veinte años, ¿lo sabía? – le dijo, y los demás empezaron a relajarse.
El rey era un hombre elegante, pensó Fitz mientras los cuatro mantenían una distendida charla. Llevaba la barba y el bigote muy cuidados. Empezaba a tener entradas en el cabello, pero aún conservaba el suficiente para peinárselo con una raya tan recta como una regla. El traje de etiqueta sentaba como un guante a su estilizada figura: a diferencia de su padre, Eduardo VII, no era ningún gourmet. Se relajaba con aficiones que requerían precisión: le gustaba coleccionar sellos, pegándolos meticulosamente en álbumes, un pasatiempo que suscitaba las burlas de los irrespetuosos intelectuales de Londres.
La reina era una figura que inspiraba más temor, con el pelo rizado y ceniciento y un rictus severo en los labios. Tenía un busto generoso, realzado sobremanera por el vertiginoso escote de su vestido, siguiendo la moda de rigueur. Era la hija de un príncipe alemán. En un principio, había estado comprometida con el hermano mayor de Jorge, Alberto, pero este murió de neumonía justo antes del enlace. Cuando Jorge se convirtió en el heredero al trono, también se quedó con la prometida de su hermano, una costumbre que algunos tildaron de un tanto medieval.
Bea estaba en su elemento. Iba vestida de forma arrebatadora en seda rosa y, con un efecto perfectamente estudiado, sus tirabuzones rubios parecían un tanto alborotados, como si acabase de interrumpir un beso ilícito. Conversaba animadamente con el rey. Intuyendo que las charlas superficiales no eran del agrado de Jorge V, la princesa estaba contándole cómo Pedro el Grande había creado la armada rusa, y el monarca asentía con gesto de interés genuino.
Peel se asomó por la puerta del comedor con una expresión expectante en el rostro cubierto de pecas. Captó la atención de Fitz y le hizo una señal muy elocuente. Fitz se dirigió a la reina:
– ¿Desea que pasemos a cenar, su majestad?
Ella le ofreció el brazo. Detrás de ellos, el rey entrelazó el suyo con el de Bea y el resto de los comensales formaron parejas conforme al protocolo. Cuando todos estuvieron listos, entraron en el comedor en procesión.
– Qué bonita… – murmuró la reina al ver la mesa.
– Gracias, majestad – contestó Fitz, y exhaló un imperceptible suspiro de alivio.
Bea había hecho un trabajo maravilloso: había tres arañas de luces colgadas a escasa altura encima de la alargada mesa, cuyos reflejos destellaban en las copas de cristal distribuidas en el sitio de cada comensal. La totalidad de la cubertería era de oro, al igual que los saleros y los pimenteros, y aun las minúsculas cerilleras para los fumadores. El mantel blanco estaba cubierto de rosas procedentes del invernadero y, para conferir un último toque espectacular al conjunto, Bea había colocado delicadas hojas de helecho que descendían desde las arañas hasta las pirámides de uvas sobre las bandejas doradas.
Todos tomaron asiento, el obispo bendijo la mesa y Fitz se tranquilizó. Las reuniones que empezaban bien casi siempre transcurrían sin incidencias; por lo general, el vino y la comida hacían que los asistentes estuvieran menos dispuestos a encontrar defectos.
El menú comenzaba con los hors d’oeuvres rusos, un guiño a la tierra natal de Bea: blinis con caviar y nata, tostadas con pescado ahumado, galletitas saladas con arenques en vinagre, todo regado con el champán Perrier-Jouët de 1892, tan delicioso y suave como Peel había prometido. Fitz no apartaba la mirada del mayordomo, y este no le quitaba la vista de encima al rey. En cuanto Su Majestad soltaba los cubiertos, Peel retiraba su plato, y esa era la señal para que los lacayos se llevaran el resto. El comensal que todavía siguiese disfrutando del plato tenía que dejarlo en señal de deferencia.
A continuación, sirvieron la sopa, un pot-au-feu acompañado de un oloroso jerez de Sanlúcar de Barrameda. El pescado era lenguado, regado con un maduro Meursault Charmes que sabía a gloria. Para los medallones de cordero galés, Fitz había escogido el Château Lafite de 1875, pues el de 1870 todavía no estaba listo para su consumo. Siguió corriendo el vino tinto con el parfait de hígado de oca que sirvieron después y con el último plato de carne: hojaldre relleno de codorniz con uvas.
Nadie se comía todo aquello: los hombres seleccionaban lo que les gustaba y hacían caso omiso del resto, mientras que las mujeres picoteaban de uno o dos platos. Muchas de las viandas regresaban a la cocina intactas.
Hubo ensalada, un postre, surtido de aperitivos salados, fruta y petits fours. Finalmente, la princesa Bea alzó una discreta ceja en dirección a la reina, quien respondió con un asentimiento casi imperceptible. Ambas se pusieron en pie, todos los demás las imitaron y las damas abandonaron la sala.
Los hombres volvieron a tomar asiento, los lacayos llevaron cajas de cigarros y Peel depositó un decantador de oporto Ferreira de 1847 a la derecha del rey. Fitz aspiró agradecido el humo de un cigarro. Las cosas habían ido bien. El rey era célebre por su escasa afición a la vida social, pues solo se sentía cómodo entre sus viejos compañeros de sus felices días en la Marina. Sin embargo, aquella noche se había mostrado muy afable y todo había ido como la seda. Hasta las naranjas habían llegado a tiempo.