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– Pura necesidad estratégica.

– Por supuesto.

Fitz advirtió lo inteligente que había sido Walter. Sin ser descortés, sino discretamente provocador, había azuzado a los representantes de cada nación para que confirmasen, en un lenguaje más o menos beligerante, sus ambiciones territoriales.

En esos momentos, Walter decía:

– Pero ¿qué territorios nuevos está reclamando Alemania? – Miró a su alrededor en la mesa, pero nadie contestó -. Ninguno – repuso en tono triunfal -. ¡Y el único país de Europa, aparte de Alemania, que puede decir lo mismo es Gran Bretaña!

Gus Dewar pasó la botella de oporto y dijo con su acento norteamericano:

– Supongo que tiene razón.

– Entonces – dijo Walter -, ¿por qué, mi viejo amigo Fitz, deberíamos ir a la guerra?

El lunes por la mañana, antes del desayuno, lady Maud mandó llamar a Ethel.

La joven doncella tuvo que contener un suspiro de exasperación, pues estaba extremadamente ocupada. Era temprano, pero el servicio ya llevaba rato trabajando con ahínco. Antes de que los huéspedes se despertaran, había que limpiar las chimeneas, volver a encender todos los fuegos y llenar los cajones para el carbón. Había que ordenar y ventilar los salones principales como el comedor, la sala de estar, la biblioteca, el salón de fumadores y las habitaciones más pequeñas de acceso general. Ethel estaba supervisando las flores de la sala de billar, sustituyendo las que empezaban a marchitarse, cuando la llamaron. Pese a la debilidad que sentía por la hermana de ideas radicales de Fitz, esperaba que Maud no tuviese reservada para ella ninguna tarea especialmente complicada.

Cuando Ethel entró a trabajar en la mansión de Ty Gwyn, a la edad de trece años, la familia Fitzherbert y sus huéspedes eran personajes prácticamente irreales para ella: se le antojaban los protagonistas de algún cuento, o unas tribus extrañas de la Biblia, los hititas tal vez, y lo cierto es que la aterrorizaban. La aterraba pensar en la posibilidad de cometer algún error y perder su trabajo, pero también sentía una gran curiosidad por ver a aquellas extrañas criaturas más de cerca.

Un día, una de las criadas que ayudaba en la cocina le dijo que subiera a la sala de billar y trajera el tántalo. Estaba demasiado nerviosa para preguntar qué era aquello, de modo que fue a la sala y buscó por todas partes, esperando que fuera algo evidente, como una bandeja de platos sucios, pero no vio nada cuyo sitio pudiese estar en la cocina. Ya se le empezaban a saltar las lágrimas cuando Maud entró en la habitación.

Maud era entonces una espigada muchacha de quince años, una mujer vestida con ropa de niña, malhumorada y rebelde. Hasta más tarde no le dio sentido a su vida canalizando toda su rabia y su descontento en una cruzada personal. Sin embargo, a los quince años ya poseía esa compasión inmediata que la hacía sensible a las injusticias y a la opresión.

Le preguntó a Ethel qué le pasaba. El tántalo resultó ser un recipiente de plata con decantadores de brandy y whisky. Era engañoso, porque estaba provisto de un mecanismo de cierre para impedir que los sirvientes pudiesen beber a escondidas, le explicó. Ethel se lo agradeció enormemente, con emoción. Esa sería la primera de las muchas atenciones que Maud tuvo para con ella y, con el tiempo, Ethel llegó a encariñarse tanto con aquella muchacha algo mayor, que lo cierto es que sentía por ella verdadera adoración.

Ethel subió a la habitación de Maud, llamó a la puerta y entró. La Suite Gardenia estaba decorada con papel pintado de flores de intrincado diseño, pero que ya había pasado de moda con el cambio de siglo. Sin embargo, desde el balcón mirador se veía la parte más bonita del jardín de Fitz, el paseo del ala oeste, un largo sendero recto que atravesaba los macizos de flores hasta llegar a un pabellón de verano.

Ethel comprobó contrariada que Maud se estaba calzando las botas.

– Voy a salir a dar un paseo, y tienes que hacerme de carabina – dijo -. Ayúdame con el sombrero y cuéntame todos los chismes, anda.

Ethel no tenía tiempo para aquellas cosas, pero lo cierto es que estaba intrigada, además de molesta. ¿Con quién iba Maud a dar un paseo, dónde estaba tía Herm, su carabina habitual, y por qué se estaba poniendo un sombrero tan elegante solo para dar una vuelta por el jardín? ¿Era posible que todo aquello tuviese algo que ver con algún hombre?

Mientras colocaba los alfileres para sujetar el sombrero en el pelo oscuro de Maud, Ethel dijo:

– Esta mañana se ha armado un verdadero escándalo abajo. – A Maud le encantaba oír chismes del mismo modo que al rey le encantaba coleccionar sellos -. Morrison no se ha ido a dormir hasta las cuatro de la madrugada; es uno de los lacayos… el alto con el bigote rubio.

– Sé quién es Morrison. Y sé con quién ha pasado la noche. – Maud se calló, vacilante.

Ethel aguardó un momento y luego preguntó: – ¿Y no me lo vas a decir?

– Es que te vas a escandalizar.

Ethel sonrió.

– Pues razón de más.

– Pasó la noche con Robert von Ulrich. – Maud miró a Ethel en el reflejo del espejo del tocador -. ¿Te has quedado horrorizada?

Ethel estaba fascinada con aquella revelación.

– ¡Caramba! Nunca lo habría… Sabía que Morrison no parecía demasiado interesado en las mujeres, pero no creía que fuese uno de… «esos», no sé si me entiendes…

– Pues verás, Robert sí es uno de «esos», desde luego, y lo pillé lanzándole miraditas a Morrison varias veces durante la cena.

– ¡Y delante del rey, además! ¿Cómo sabes lo de Robert?

– Walter me lo dijo.

– ¡Pero qué clase de caballero le cuenta una cosa así a una dama! Desde luego, la gente lo cuenta todo… ¿Qué chismes circulan por Londres?

– El señor Lloyd George es la comidilla de todo el mundo.

David Lloyd George era el canciller del Exchequer, y estaba a cargo de las finanzas del país. De origen galés, era un brillante orador de izquierdas. El padre de Ethel decía que Lloyd George debería haberse afiliado al Partido Laborista. Durante la huelga minera de 1912, había llegado a hablar incluso de nacionalizar las minas.

– ¿Y qué dicen de él? – preguntó Ethel.

– Que tiene una amante.

– ¡No! – Esta vez Ethel estaba verdaderamente escandalizada -. ¡Pero si es baptista!

Maud se echó a reír.

– ¿Y sería menos escandaloso si fuera anglicano?

– ¡Sí…! – Ethel se contuvo a tiempo para no añadir «por supuesto» -. ¿Y quién es ella?

– Frances Stevenson. Entró a trabajar como institutriz de su hija, pero es una mujer muy lista, tiene una titulación en lenguas clásicas, y ahora es su secretaria personal.

– Eso es terrible.

– Él la llama «Conejito».

Ethel estuvo a punto de ruborizarse. No sabía qué decir ante aquello. Maud se levantó y Ethel la ayudó a ponerse el abrigo.

– ¿Y su mujer, Margaret? – quiso saber la doncella.

– Vive aquí, en Gales, con los cuatro hijos de ambos.

– Tenían cinco, pero uno se les murió. Pobre mujer.

Maud estaba lista. Recorrieron el pasillo y bajaron por la majestuosa escalera central. Walter von Ulrich las aguardaba en el vestíbulo, arropado por un abrigo largo y oscuro. Lucía un bigote corto y tenía unos vivarachos ojos azules. Mostraba un aspecto arrebatador con aquella vestimenta abotonada hasta arriba, al más puro estilo alemán; era la clase de hombre capaz de hacer una reverencia, dar un taconazo y luego guiñarte un ojo, pensó Ethel. De modo que era por eso por lo que Maud no quería que lady Hermia fuese su carabina…

– Williams vino a trabajar a la casa cuando yo era una niña, y somos amigas desde entonces.