A Ethel le gustaba Maud, pero decir que eran amigas era ir demasiado lejos. Maud era amable y Ethel sentía por ella una gran admiración, pero seguían siendo ama y criada. En realidad, lo que Maud estaba diciendo es que se podía confiar en Ethel.
Walter se dirigió a la doncella con la educada deferencia que empleaban las personas de su clase al tratar con los estamentos inferiores.
– Encantado de conocerla, Williams. ¿Cómo está usted?
– Gracias señor. Iré por mi abrigo.
Corrió escaleras abajo. Lo cierto es que no tenía ningunas ganas de salir a pasear durante la estancia del rey en la casa, porque habría preferido permanecer cerca para supervisar el trabajo de las criadas, pero no podía negarse.
En la cocina, la doncella de la princesa Bea, Nina, estaba preparando el té a la manera rusa para su señora. Ethel se dirigió a una doncella:
– Herr Walter ya se ha levantado – la informó -. Ya puedes limpiar la Habitación Gris. – En cuanto aparecían los huéspedes, las doncellas tenían que ir a los dormitorios a limpiar, hacer las camas, vaciar los orinales y cambiar el agua de las palanganas para el aseo. Vio a Peel, el mayordomo, contando platos -. ¿Hay movimiento arriba? – le preguntó.
– Diecinueve, veinte – dijo -. El señor Dewar ha llamado para pedir agua caliente para el afeitado y el signor Falli ha pedido café.
– Lady Maud quiere que salga con ella.
– Qué contrariedad… – exclamó Peel, disgustado -. Te necesitamos en la casa.
Ethel ya lo sabía.
– ¿Y qué quiere que haga, señor Peel? ¿Que le diga que se vaya al cuerno? – repuso con sarcasmo.
– No seas tan caradura, jovencita. Regresa lo antes posible.
Cuando volvió arriba, el perro del conde, Gelert, estaba delante de la puerta principal, jadeando con avidez ante la perspectiva de dar un paseo por el campo. Todos salieron y atravesaron los jardines del ala este en dirección al bosque.
Walter se dirigió a Ethel.
– Supongo que lady Maud ya te habrá instruido convenientemente para que te declares sufragista.
– En realidad, fue al contrario – le explicó Maud -. Williams fue la primera persona que me habló de las ideas liberales.
– Todo me lo enseñó mi padre – dijo Ethel.
La doncella sabía que, en el fondo, no querían hablar con ella. La etiqueta no les permitía estar a solas, pero dentro de su abanico de posibilidades, salir acompañados de la doncella era lo más parecido a estar solos. Ethel llamó a Gelert y se adelantó para ponerse a jugar con el perro y proporcionarles así la intimidad que tanto debían de estar deseando. Cuando se volvió a mirar atrás, vio que se habían cogido de la mano.
Maud no era de las que perdían el tiempo, pensó Ethel. Por lo que había dicho el día anterior, no había visto a Walter desde hacía diez años, y ni siquiera entonces había habido entre ellos ningún idilio, solo una atracción inconfesable. Algo debía de haber sucedido la noche anterior. Tal vez se habían quedado charlando hasta altas horas de la madrugada. Maud coqueteaba con todos los hombres – así era como les sonsacaba la información -, pero saltaba a la vista que aquello era algo más serio.
Al cabo de un momento, Ethel oyó a Walter entonar el comienzo de una canción. Maud lo imitó y luego ambos se callaron y se echaron a reír. A Maud le encantaba la música, y sabía tocar muy bien el piano, a diferencia de Fitz, que no tenía oído musical. Al parecer, Walter tenía la misma afición y facilidad para la música que ella. Poseía una agradable voz de barítono que haría las delicias de toda la congregación de la Iglesia de Bethesda, se dijo Ethel.
Se puso a pensar en su trabajo. No había visto ningún par de zapatos ya lustrados en la puerta de los dormitorios de la mansión; tendría que echar el guante a esos granujas de los limpiabotas y decirles que se apresurasen.
Se preguntó, nerviosa, qué hora sería. Si aquel paseo se prolongaba mucho más, puede que tuviese que insistir para que regresasen a la casa.
Miró atrás, pero esta vez no vio a Walter ni a Maud por ninguna parte. ¿Se habrían detenido? ¿Y si habían seguido otro camino? Permaneció inmóvil uno o dos minutos, pero no podía quedarse allí a esperar de brazos cruzados toda la mañana, de modo que volvió sobre sus pasos a través del bosque.
Los vio al cabo de un momento. Estaban abrazados, besándose apasionadamente. Walter tenía las manos en el trasero de Maud, y la estaba apretando contra sí. Ambos se besaban con la boca abierta, y Ethel oyó que Maud lanzaba un gemido.
Los estuvo observando, preguntándose si algún día un hombre la besaría a ella de aquella manera. Llewellyn el Manchas la había besado en la playa durante una excursión de la iglesia, pero no había sido con la boca abierta ni se habían apretado el uno contra el otro, y desde luego el beso no le había arrancado a Ethel ningún gemido. El pequeño Dai Chuletas, el hijo del carnicero, le había metido la mano por debajo de la falda en el cine Palace de Cardiff, pero ella se la apartó de un manotazo al cabo de unos segundos. Le había gustado mucho Llewellyn Davies, hijo de un maestro, quien le había hablado del gobierno liberal y le había dicho que sus pechos eran como pajarillos recién nacidos en el nido, muy cálidos y suaves, pero se marchó a estudiar a la universidad y nunca le había escrito. Con ellos había sentido curiosidad, y el deseo de explorar e ir más allá, pero no había llegado a sentir pasión de verdad. Tenía envidia de Maud.
En ese momento, Maud abrió los ojos, vio a Ethel y se separó bruscamente de Walter.
De pronto, Gelert empezó a aullar y se puso a caminar en círculos con el rabo entre las patas. ¿Qué le pasaba al animal?
Al cabo de unos segundos, Ethel sintió una especie de temblor en el suelo, como si estuviera pasando un tren expreso, a pesar de que la línea del ferrocarril terminaba a un kilómetro y medio de allí.
Maud arrugó la frente y abrió la boca para decir algo, pero entonces se oyó un restallido como de un trueno.
– ¿Se puede saber qué ha sido eso? – preguntó Maud. Ethel lo sabía.
Lanzó un grito y echó a correr.
Billy Williams y Tommy Griffiths habían parado para descansar.
Estaban trabajando en un yacimiento llamado del «carbón de cuatro pies», por su espesor, que solo estaba a seiscientos metros de profundidad, no tan abajo como el nivel principal. El filón estaba dividido en cinco secciones, cada una de ellas bautizadas con el nombre de los distintos hipódromos británicos y, concretamente, los muchachos se encontraban en Ascot, la más cercana al tiro ascendente. Ambos trabajaban como mozos, como ayudantes de los mineros más experimentados. El minero empleaba su mandril, un pico de hoja recta, para extraer el carbón de la capa externa de la veta y su ayudante lo introducía, con ayuda de una pala, en una vagoneta con ruedas. Habían empezado a trabajar a las seis de la mañana, como siempre, y en esos momentos, después de un par de horas, estaban haciendo una pausa para descansar, sentados en el suelo húmedo con la espalda apoyada en la pared del túnel, dejando que el soplo suave del sistema de ventilación les refrescase la piel, mientras iban dando sorbos del té tibio y dulzón que contenían sus botellas.
Ambos habían nacido el mismo día de 1898, y les faltaban seis meses para cumplir los dieciséis años. La diferencia en su desarrollo físico, tan embarazosa para Billy cuando este tenía trece años, había desaparecido por completo; ahora los dos eran unos muchachos de espalda ancha y brazos musculosos, que se afeitaban una vez a la semana a pesar de que en realidad no lo necesitaban. Iban vestidos únicamente con pantalones cortos y con botas, y tenían el cuerpo tiznado de negro con una mezcla de sudor y carbonilla. Bajo la tenue luz de la lámpara, ambos brillaban como si fueran sendas estatuas de ébano de un dios pagano. Tan solo las gorras estropeaban el efecto.