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Dai abrió la verja con un ruido metálico. El pozo estaba revestido de ladrillo y olía a moho y humedad. Un saliente estrecho recorría horizontalmente el perímetro del revestimiento, al otro lado de la estructura donde se encajaba la jaula de madera. Había una escalera de hierro sujeta por abrazaderas que se adherían al ladrillo por medio de cemento. Las frágiles barandillas laterales y los estrechos peldaños no inspiraban demasiada confianza. Billy vaciló un momento, arrepintiéndose de su impulsivo y temerario arranque. Sin embargo, echarse atrás ahora sería demasiado humillante, de modo que inspiró hondo, rezó una oración en silencio y a continuación, se encaramó al saliente.

Lo recorrió hasta alcanzar el pie de la escalera. Se limpió las manos en los pantalones, se agarró a las barandillas laterales y puso los pies en los peldaños.

Comenzó el descenso. El hierro tenía un tacto áspero y rugoso, y el óxido se desprendía y se le quedaba adherido a las manos. En algunos puntos, las abrazaderas estaban sueltas, y la escalera se tambaleaba de forma inquietante bajo sus pies. La lámpara que le colgaba del cinturón emitía luz suficiente para iluminar los peldaños que tenía inmediatamente debajo, pero no el fondo del pozo, aunque no sabía si lamentarlo o agradecerlo.

Por desgracia, el descenso le dio tiempo para pensar. Repasó todos las formas posibles en que podía morir un minero; la muerte a consecuencia de la propia explosión era un final misericordiosamente rápido para los más afortunados. El metano, al arder, producía un dióxido de carbono asfixiante al que los mineros llamaban «mofeta». Muchos de ellos quedaban atrapados en los desprendimientos de roca, e incluso llegaban a perecer desangrados antes de que acudiesen los equipos de rescate. Algunos morían de sed, cuando sus compañeros se hallaban apenas a unos pocos metros de ellos, tratando desesperadamente de abrir un túnel entre los escombros.

De pronto, sintió la necesidad imperiosa de regresar, de volver a subir los peldaños en lugar de adentrarse en aquella cueva de destrucción y de caos… pero no podía hacerlo, sabiendo que Tommy bajaba justo encima de él, siguiéndolo hacia el abismo.

– ¿Estás ahí, Tommy? – gritó.

Oyó la voz de su amigo sobre él.

– ¡Sí!

Aquello logró refortalecerle el ánimo. Empezó a bajar más rápido, recuperando la confianza y la seguridad en sí mismo. No tardó en ver una luz y, al poco, oyó también unas voces. A medida que se iba aproximando al nivel principal, empezó a percibir el olor a humo.

A continuación oyó unos ruidos espeluznantes, unos chillidos y unos golpes, y trató por todos los medios de descifrar su significado. Aquello estuvo a punto de minar toda su confianza, pero decidió serenarse y hacer acopio de todo su valor: tenía que haber alguna explicación racional. Segundos más tarde se dio cuenta de que estaba oyendo los relinchos aterrorizados de los ponis y el sonido que hacían al golpear los costados de madera de los cajones donde estaban encerrados, desesperados por escapar de allí. El hecho de saber de dónde procedía no hacía que aquel ruido resultara más tranquilizador, sino que se sentía exactamente igual que los animales.

Llegó al nivel principal, avanzó a gatas por el saliente de ladrillo, abrió la verja desde dentro y aterrizó de un salto en el suelo enfangado. La escasa luz subterránea era aún menos nítida por el efecto del humo, pero veía los túneles principales.

El embarcador de la parte inferior del pozo era Patrick O’Connor, un hombre de mediana edad que había perdido una mano en un derrumbe. De profundas convicciones católicas, todos lo conocían por el inevitable apodo de Pat el Papa. Lo miró sin dar crédito a lo que veían sus ojos.

– ¡Billy de Jesús! – exclamó -. ¿De dónde carajo sales tú?

– Del filón de los cuatro pies – respondió Billy -. Hemos oído la explosión.

Tommy apareció en ese momento detrás de Billy y dijo:

– ¿Qué ha pasado, Pat?

– Creo que la explosión debe de haber sido en el otro extremo de este nivel, en Tisbe – dijo Pat -. El ayudante del capataz y los demás han ido a ver qué ha pasado. – Hablaba en tono tranquilo, pero había un brillo de desesperación en su mirada.

Billy se aproximó al teléfono y accionó la manivela. Al cabo de un momento, oyó la voz de su padre.

– Williams al aparato, ¿quién es?

Billy no se paró a preguntarse por qué un representante sindical estaba respondiendo al teléfono del capataz de la mina; en una emergencia, podía pasar cualquier cosa.

– Papá, soy yo, Billy.

– Gracias a Dios Todopoderoso… ¡estás bien! – exclamó su padre, con la voz quebrada. Acto seguido, volvió a recobrar su entereza habitual -. Cuéntame lo que sabes, muchacho.

– Tommy y yo estábamos en el filón de los cuatro pies. Hemos bajado por Píramo hasta el nivel principal. Creemos que la explosión ha sido por la zona de Tisbe, y hay algo de humo, no mucho, pero la jaula no funciona.

– El mecanismo del cabrestante ha quedado dañado por la onda expansiva ascendente – dijo el padre con voz serena -, pero estamos tratando de repararlo y estará arreglado dentro de unos minutos. Procura reunir al máximo número de hombres en el fondo del pozo para que podamos empezar a subirlos en cuanto la jaula vuelva a funcionar.

– De acuerdo.

– El pozo Tisbe ha quedado completamente inutilizado, así que asegúrate de que nadie intenta escapar por ahí, porque podrían quedar atrapados por el fuego.

– Es verdad.

– Hay aparatos respiradores de oxígeno en la puerta de la oficina de los ayudantes.

Billy ya lo sabía, pues se trataba de una innovación reciente, reclamada por el sindicato y obligatoria tras la aprobación de la Ley de Minas de Carbón de 1911.

– El aire no está contaminado ahora mismo – dijo.

– Puede que no donde te encuentras tú, pero más adentro puede estar peor.

– Tienes razón. – Billy colgó el aparato.

Repitió a Tommy y a Pat lo que había dicho su padre. Pat señaló una hilera de armarios nuevos.

– La llave debería estar en la oficina.

Billy corrió a la oficina de los ayudantes del capataz, pero no vio ninguna llave. Supuso que alguien debía de llevarlas colgadas del cinturón. Miró de nuevo la hilera de armarios, cada uno de ellos con una etiqueta donde se leía: APARATO RESPIRADOR. Estaban hechos de hojalata.

– ¿Hay alguna palanqueta, Pat? – dijo.

El operario tenía una caja de herramientas para reparaciones de poca envergadura, y le dio un destornillador de aspecto resistente. Billy abrió rápidamente el primer armario.

Estaba vacío.

Billy se quedó boquiabierto, incrédulo.

– ¡Nos han engañado! – exclamó Pat.

– Cerdos capitalistas… – murmuró Tommy.

Billy abrió otro armario, que también resultó estar vacío. Abrió los demás con brutalidad furiosa, ansioso por denunciar la falta de escrúpulos de Celtic Minerals y Perceval Jones.

– Ya nos las arreglaremos sin ellos – dijo Tommy, que estaba impaciente por ponerse en marcha.

Sin embargo, Billy trataba de decidir cuáles eran las mejores opciones. Dirigió la vista hacia la vagoneta de incendios, el penoso sucedáneo que la dirección de la mina había encontrado para paliar la falta de un camión de bomberos en condiciones: una vagoneta llena de agua equipada con una bomba manual. No era inútil del todo, porque Billy la había visto en funcionamiento después de lo que los mineros llamaban un «destello», cuando una pequeña cantidad de grisú entraba en combustión, brevemente, y se arrojaban todos al suelo. El destello a veces incendiaba el polvo de carbón de las paredes de la galería, que entonces debían ser rociadas con agua.