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– ¡Apúntame con la manguera! – gritó Billy a Jones y, sin aguardar respuesta, echó a correr en dirección al túnel.

Sintió que un chorro de agua le golpeaba la espalda. El calor era insoportable; le dolía la cara y le ardía la ropa. Agarró al hombre tendido en el suelo por debajo de los brazos y tiró de él, corriendo marcha atrás. No le veía la cara, pero podía ver que se trataba de un muchacho de su misma edad.

Jones seguía manteniendo la manguera enfocada hacia Billy, sin apartarla de él, empapándole el pelo, la espalda y las piernas, pero la parte delantera de su cuerpo estaba completamente seca, y el joven percibió el olor de su propia piel chamuscándose. Chilló de dolor, pero logró sujetar con fuerza al muchacho inconsciente. Un segundo después, ya había salido de la zona del incendio. Se volvió hacia Jones y dejó que le remojara por completo; el agua que le corría por la cara era como una bendición porque, a pesar de que seguía doliéndole, el dolor era soportable.

Jones roció con agua al hombre que yacía en el suelo. Billy le dio la vuelta y vio que se trataba de Michael O’Connor, conocido como Micky el Papa, el hijo de Pat. Este le había pedido a Billy que mantuviera los ojos abiertos por si veía a su hijo.

– Jesús misericordioso, ten piedad de Pat – dijo Billy.

Se agachó y recogió a Micky. El cuerpo estaba inerte y sin fuerzas.

– Lo llevaré al pozo – anunció.

– De acuerdo – dijo Jones, mirando a Billy con una expresión extraña -. Llévalo allí, hijo.

Tommy acompañó a Billy. Este se sentía un poco mareado, pero todavía podía cargar con Micky en brazos. En la galería principal encontraron un equipo de rescate con un poni que tiraba de un pequeño tren de vagones llenos de agua. Debían de venir de la superficie, lo que significaba que la jaula funcionaba y que el rescate ya se estaba realizando de forma organizada, razonó Billy con cansancio.

Tenía razón. Cuando llegó al pozo, la jaula acababa de abrirse de nuevo y de ella salieron más equipos de rescate vestidos con ropa protectora y más vagonetas llenas de agua. Cuando los recién llegados se hubieron dispersado, dirigiéndose al foco del incendio, los heridos empezaron a subir a bordo de la jaula, transportando a los muertos y a los mineros inconscientes.

Cuando Pat el Papa envió la jaula hacia arriba, Billy se acercó a él, con Micky en brazos.

Pat miró a Billy con expresión aterrorizada, negando con la cabeza, como si con aquel gesto pudiese impedir lo inevitable.

– Lo siento mucho, Pat – dijo Billy.

Pat no quería mirar aquel cuerpo.

– No – dijo -. Ese no es mi Micky.

– Lo saqué del fuego – explicó Billy -, pero ya era demasiado tarde, eso es todo. – Y en ese momento, rompió a llorar.

La cena había sido un gran éxito, en todos los sentidos. Bea estuvo de un humor extraordinario, y aseguró que, si por ella fuese, celebraría una recepción real todas las semanas. Fitz acudió a su cama y, tal como él esperaba, ella lo recibió con los brazos abiertos. Se quedó allí hasta la mañana siguiente, cuando se escabulló de la habitación justo antes de que Nina llegase con el té.

El conde temía que el debate entre los hombres hubiese sido demasiado controvertido para una cena real, pero no tenía por qué preocuparse. El rey le dio las gracias durante el desayuno:

– Una discusión fascinante, muy reveladora, justo lo que quería. – Y Fitz se sintió muy orgulloso de sí mismo.

Reflexionando sobre el tema mientras daba unas chupadas a su cigarro de después del desayuno, Fitz descubrió que, en el fondo, la idea de entrar en guerra no le disgustaba. La noche anterior, movido por una especie de acto reflejo, la había calificado de tragedia, cuando lo cierto era que no sería una mala cosa del todo. La guerra lograría unir a toda la nación contra un enemigo común y sofocaría las hogueras del malestar social. Ya no habría más huelgas, y todo el mundo consideraría hablar de republicanismo como un gesto antipatriótico. Puede que hasta las mujeres dejaran de exigir el sufragio. Y en el aspecto más personal, tenía que confesar que le atraía la perspectiva de una guerra, pues sería su oportunidad de ser útil, de demostrar su valor, de servir a su país, de hacer algo a cambio de las riquezas y los privilegios con los que se había visto colmado durante toda su vida.

La noticia de la explosión en la mina, que llegó a media mañana, vino a agriar el buen sabor de boca que había dejado la recepción. Solo uno de los invitados se acercó hasta Aberowen, Gus Dewar, el norteamericano. No obstante, todos tenían la sensación, muy poco habitual para ellos, de estar lejos del centro de atención. Sobre el almuerzo planeó continuamente un ambiente sombrío y lúgubre, y los actos de entretenimiento de la tarde quedaron cancelados. Fitz temía que el rey estuviese disgustado con él, a pesar de que el conde nada tenía que ver con el funcionamiento de la mina. No era director ni accionista de Celtic Minerals, sino que se limitaba a ceder en concesión los derechos de explotación a la empresa, que le pagaba una regalía por tonelada, de modo que estaba seguro de que ninguna persona razonable podía responsabilizarlo por lo ocurrido. Aun así, la nobleza no podía entregarse a pasatiempos mundanos y frívolos mientras había hombres atrapados en el subsuelo, en especial cuando el rey y la reina se hallaban de visita en la zona. Eso significaba que leer y fumar eran las únicas actividades que estaban permitidas. Sin duda la pareja real se aburriría soberanamente.

Fitz estaba muy enfadado. Los hombres morían a todas horas: soldados que perecían en el campo de batalla, marineros que se hundían con sus barcos, trenes que sufrían accidentes, hoteles llenos de huéspedes que se incendiaban hasta quedar reducidos a cenizas… ¿Por qué tenía que ocurrir una catástrofe en la mina justo cuando el rey pasaba unos días de descanso en su casa?

Poco antes de la cena, Perceval Jones, alcalde de Aberowen y director de Celtic Minerals, llegó a la mansión para informar al conde de lo ocurrido y Fitz le preguntó a sir Alan Tite si creía que al rey le gustaría asistir al relato del director de la compañía. «Por supuesto que sí», fue la respuesta, y Fitz se sintió aliviado; así al menos el monarca tendría algo que hacer.

Condujeron a Jones hasta la pieza de recibo, un espacio informal con sillas de tapicería suave, macetas de palmeras y un piano. Llevaba el mismo frac negro que sin duda se habría puesto para ir a la iglesia esa mañana. Un hombre menudo y pretencioso, parecía un pájaro pavoneándose, ataviado con aquel chaleco cruzado gris.

El rey iba vestido con traje de etiqueta.

– Está bien que haya venido – dijo sin más preámbulos.

– Tuve el honor de estrechar la mano de Su Majestad en 1911 – dijo Jones -, cuando vino a Cardiff para la investidura del príncipe de Gales.

– Me alegro de que volvamos a vernos, aunque lamento que sea en tan dramáticas circunstancias – repuso el rey -. Cuénteme lo sucedido en un lenguaje sencillo, como si se lo estuviera relatando a uno de sus compañeros directores mientras están sentados tranquilamente tomando una copa en su club.

«Muy inteligente», pensó Fitz, pues ayudaba a crear el ambiente adecuado… a pesar de que nadie le había ofrecido ninguna copa a Jones y el rey no le había invitado a sentarse.

– Su Majestad es muy amable. – Jones hablaba con acento de Cardiff, más marcado que la entonación de los valles -. Había doscientos veinte hombres en el interior de la mina cuando tuvo lugar la explosión, una cifra inferior al número habitual, porque se trata del turno especial de los domingos.

– ¿Conoce la cifra exacta? – preguntó el rey.

– Oh, sí, majestad, anotamos el nombre de todos los hombres que bajan al pozo.