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– Perdone la interrupción. Por favor, prosiga.

– Los dos pozos han resultado dañados, pero los equipos de extinción de incendios han logrado controlar el fuego, con ayuda de nuestro sistema de aspersión, y han evacuado a los hombres. – Consultó su reloj -. Según el último recuento, hace dos horas, han sido rescatados doscientos quince.

– Parece que ha logrado hacer frente a la emergencia con mucha eficacia, Jones.

– Muchas gracias, su majestad.

– ¿Están los doscientos quince vivos?

– No, señor. Ocho han muerto, y otros cincuenta tienen heridas de consideración. Van a necesitar un médico.

– Santo cielo… – exclamó el rey -. Cuánto lo siento…

Mientras Jones explicaba las medidas que se estaban tomando para localizar y rescatar a los cinco mineros restantes, Peel se deslizó en la habitación y se acercó a Fitz. El mayordomo iba ataviado con el uniforme vespertino, listo para servir la cena. Hablando en voz muy baja, dijo:

– Por si resulta de su interés, milord…

– ¿Qué? – susurró Fitz.

– La doncella Williams acaba de regresar de la bocamina. Al parecer, su hermano ha actuado como una especie de héroe. ¿Cree el señor que al rey le gustaría oír la historia de sus propios labios…?

Fitz se quedó pensativo un momento. Williams estaría muy alterada, y cabía la posibilidad de que dijese algo inconveniente en presencia del monarca. Por otra parte, al rey seguro que le gustaría hablar con alguien afectado directamente por la tragedia. Decidió correr el riesgo.

– Majestad – dijo -: una de mis sirvientas acaba de regresar de la mina y puede que traiga noticias más recientes. Su hermano se encontraba en el interior del pozo cuando se produjo la explosión. ¿Desea interrogarla?

– Sí, sí, por supuesto – contestó el rey -. Que venga aquí, por favor.

Al cabo de un momento, Ethel Williams entró por la puerta. Tenía el uniforme manchado de polvo de carbón, pero se había lavado la cara. Hizo una reverencia y el rey preguntó:

– ¿Cuáles son las últimas noticias?

– Majestad, hay cinco hombres atrapados en la sección de Carnation a causa de un derrumbe. El equipo de rescate está abriéndose paso entre los escombros, pero todavía no han podido extinguir el fuego.

Fitz advirtió que la actitud del monarca hacia Ethel era algo distinta. Si apenas había mirado a Perceval Jones y se había dedicado a tamborilear con el dedo en el brazo de la silla mientras lo escuchaba, a Ethel, en cambio, la miraba fijamente, y parecía mucho más interesado en ella. Con un tono de voz más grave, preguntó:

– ¿Qué dice su hermano?

– La explosión de grisú prendió fuego al polvo de carbón, y eso es lo que está ardiendo. El fuego sorprendió a muchos de los hombres en sus lugares de trabajo, y algunos han muerto asfixiados. Mi hermano y los demás no han podido salvarles la vida porque en la mina no había aparatos de respiración.

– Eso no es cierto – protestó Jones.

– Pues yo tengo entendido que sí – lo contradijo Gus Dewar. Como siempre, el estadounidense se mostraba un poco retraído, pero hizo un esfuerzo por hablar en tono insistente -. He hablado con algunos de los hombres que salían del pozo y me han contado que parece ser que los armarios marcados con el cartel de «aparato respirador» estaban vacíos. – Su tono era de indignación contenida.

Ethel Williams intervino:

– Y no han podido apagar el fuego porque no había agua suficiente en los depósitos subterráneos del interior de la mina. – En sus ojos destellaba un brillo furioso que Fitz encontraba absolutamente irresistible, y el conde sintió cómo se le aceleraba el corazón.

– ¡Pero si hay un camión de bomberos! – se defendió Jones.

Gus Dewar volvió a hablar.

– Una vagoneta de carbón llena de agua y una bomba de mano.

Ethel Williams siguió relatando los hechos.

– Deberían haber podido invertir el sentido de la ventilación, pero el señor Jones no ha modificado la maquinaria tal como exige la ley.

Jones parecía indignado.

– No se podía…

Fitz lo interrumpió:

– Tranquilícese, Jones, no estamos ante ninguna comisión de investigación; Su Majestad solo pretende obtener las impresiones de la gente.

– En efecto – dijo el rey -, pero hay una cuestión acerca de la cual tal vez podría usted aconsejarme, Jones.

– Será para mí un honor…

– Tenía previsto visitar Aberowen y algunos de los pueblos de los alrededores mañana por la mañana, así como ir a verlo a usted en su ayuntamiento, pero dadas las circunstancias, una visita de la comitiva real, con toda su fastuosidad, por la comarca no me parece una idea muy oportuna.

Sir Alan, sentado detrás del hombro izquierdo del monarca, negó con la cabeza y murmuró:

– Imposible.

– Por otra parte – siguió diciendo el rey -, tampoco me parece adecuado marcharme sin dar ninguna muestra pública de mi preocupación ante el desastre. El pueblo podría pensar que nos resulta indiferente.

Fitz supuso que había discrepancias entre las intenciones del rey y los deseos de sus asistentes personales, quienes seguramente querían cancelar la visita, pensando que era la opción menos arriesgada, mientras que el rey sentía la necesidad de realizar algún gesto.

Se produjo un silencio mientras Perceval sopesaba las ventajas y los inconvenientes del asunto.

Cuando al fin habló, se limitó a decir:

– Es una cuestión peliaguda.

Ethel Williams intervino entonces.

– ¿Podría hacer una sugerencia?

Peel se mostró horrorizado.

– ¡Williams! – exclamó -. ¡Habla solo cuando se dirijan a ti!

Fitz estaba estupefacto por la impertinencia de la doncella en presencia del rey, de modo que intentó conservar el tono tranquilo de su voz cuando dijo:

– Tal vez más tarde, Williams.

Sin embargo, el rey sonrió. Para alivio de Fitz, parecía muy impresionado con Ethel.

– No, no importa. Oigamos lo que esta jovencita tiene que proponernos – dijo.

Eso era todo cuanto Ethel necesitaba. Sin más preámbulos, le espetó:

– La reina y Su Majestad deberían visitar a las familias de los fallecidos. Nada de comitivas reales, solo un carruaje con caballos negros. Eso significaría mucho para ellas, y todo el mundo pensaría que es un soberano maravilloso. – Se mordió el labio y se quedó en silencio.

Esa última frase contravenía todas las normas del protocolo, pensó Fitz, angustiado; el rey no necesitaba que la gente pensase que era maravilloso.

Sir Alan estaba horrorizado.

– Nunca se ha hecho nada semejante – repuso, alarmado.

Pero el rey parecía intrigado ante aquella idea.

– Visitar a los familiares de los fallecidos… – dijo en tono reflexivo. Se volvió hacia su ayuda de cámara -. ¡Cielos! Me parece que eso es fundamental, Alan: acompañar a mi pueblo en su sufrimiento. Nada de comitiva real, solo un carruaje. – Se dirigió a la doncella -: Muy bien, Williams – dijo -. Gracias por darme su opinión.

Fitz lanzó un suspiro de alivio.

Al final, hubo más de un carruaje, por supuesto. El rey y la reina iban delante con sir Alan y una dama de honor; Fitz y Bea los seguían en el segundo, junto al obispo, mientras que un puñado de sirvientes encima de una carreta tirada por un poni cerraba la comitiva. A Perceval Jones le habría gustado formar parte del séquito, pero Fitz rechazó semejante posibilidad. Tal como Ethel había señalado, al verlo, los familiares de los fallecidos se le habrían arrojado a la yugular.

Hacía mucho viento, y una lluvia fría azotaba el lomo de los caballos mientras recorrían al trote el largo camino de entrada de Ty Gwyn. Ethel ocupaba el tercer vehículo. Gracias al trabajo de su padre, la muchacha conocía a todas las familias mineras de Aberowen, y era la única persona de la mansión que sabía los nombres de las víctimas mortales y los heridos. Había dado instrucciones a los cocheros, y su labor consistiría en recordarle al ayuda de cámara del rey quién era quién. En ese momento, la doncella tenía los dedos cruzados; había sido idea suya, y si algo salía mal todos le echarían la culpa.