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Cuando atravesaban las majestuosas puertas de hierro forjado, Ethel sintió una mezcla de desasosiego y desconcierto, como siempre, ante el súbito contraste. En el interior del recinto de la finca todo era orden, encanto y belleza, mientras que fuera se hallaba la monstruosidad del mundo real. Junto a la carretera se veía la hilera de casas de los labriegos, casuchas diminutas de dos habitaciones, con leños y cachivaches desperdigados por toda la parte delantera y un par de chiquillos sucios jugando en la cuneta. A pocos metros de allí empezaban las casas de los mineros, mejores que las viviendas de los campesinos pero anodinas y sin gracia pese a todo para el gusto estético de Ethel, mal acostumbrado por las proporciones perfectas de los ventanales, los tejados y los dinteles de Ty Gwyn. Los habitantes de aquellas zonas vestían ropas baratas que no tardaban en adquirir un aspecto informe y gastado, y estaban teñidas con tintes que enseguida perdían el color, de manera que todos los hombres iban con trajes grisáceos y las mujeres, con vestidos del mismo tono pardusco. El uniforme de doncella de Ethel era la envidia del vecindario por la cálida lana de la falda y la blusa de algodón almidonado, a pesar de que algunas de las muchachas se jactaban de que nunca serían capaces de rebajarse a trabajar como sirvientas. Sin embargo, la mayor diferencia estaba en las propias personas: fuera de Ty Gwyn todos tenían la piel llena de manchas, el pelo sucio y las uñas negras. Los hombres tosían, las mujeres se sorbían la nariz y todos los niños iban llenos de mocos. Los pobres recorrían cojeando o caminando con gran esfuerzo las mismas carreteras por las que los ricos transitaban con paso seguro y arrogante.

Los carruajes descendieron por la ladera de la colina en dirección a Mafeking Terrace. La mayoría de los habitantes del distrito abarrotaban las calles, esperando el paso de la comitiva, pero ninguno de ellos portaba ninguna bandera, y tampoco lanzaban vítores, sino que se limitaban a inclinar la cabeza y hacer una reverencia mientras la carroza real se detenía en la puerta del número 19.

Ethel bajó de un salto y habló en voz baja con sir Alan.

– Sian Evans, cinco hijos, ha perdido a su marido, David Evans, mozo de caballos. – También llamado Dai Ponis, Ethel lo había conocido en vida, pues era uno de los miembros del consejo de la Iglesia de Bethesda.

Sir Alan asintió con la cabeza y Ethel dio un paso atrás hábilmente mientras el ayuda de cámara le murmuraba la información al rey al oído. Ethel vio que Fitz la miraba y le hacía una seña de aprobación con la cabeza. La muchacha sintió que resplandecía de orgullo: estaba ayudando al rey… y el conde se mostraba muy contento con ella.

El rey y la reina se dirigieron a la puerta de la casa, cuya pintura se estaba descascarillando, pero el escalón se veía reluciente. «Nunca me habría imaginado algo así – se dijo Ethel -: el rey llamando a la puerta de la casa de un minero.» El monarca iba vestido con traje de etiqueta y sombrero de copa, pues Ethel había insistido a sir Alan diciéndole que a los habitantes de Aberowen no les gustaría ver a su rey luciendo la misma clase de traje de tweed que podían llevar ellos mismos.

La viuda acudió a abrir la puerta ataviada con sus mejores galas, tocada incluso con un sombrero. Fitz había sugerido que la visita del rey cogiese por sorpresa a los habitantes del valle, pero Ethel había desaconsejado esa posibilidad y sir Alan se había mostrado de acuerdo con ella. Durante una visita sorpresa a una familia destrozada por el dolor, la pareja real podría haberse encontrado con un puñado de hombres borrachos, mujeres semidesnudas y niños enzarzados en una pelea. Lo mejor era avisar de antemano a todo el mundo.

– Buenos días, soy el rey – dijo el monarca, levantándose el sombrero educadamente -. ¿Es usted la señora Evans?

La mujer pareció quedarse perpleja un momento, porque estaba más acostumbrada a que la llamasen señora de Dai Ponis.

– He venido a transmitirle cuánto lamento la pérdida de su marido, David – dijo el rey.

La señora de Dai Ponis estaba demasiado nerviosa para sentir alguna emoción.

– Muchas gracias – dijo con rigidez.

Ethel vio que la situación era demasiado formaclass="underline" el rey estaba tan incómodo como la viuda, y ninguno era capaz de expresar lo que sentía realmente.

En ese momento, la reina tocó el brazo de la señora de Dai Ponis.

– Debe de ser muy duro para usted, querida – dijo.

– Sí, señora, lo es – respondió la viuda en un susurro, y acto seguido se echó a llorar.

La propia Ethel se secó una lágrima que le rodaba por la mejilla.

El rey se sentía incómodo, pero logró, pese a todo, estar a la altura, murmurando:

– Muy triste, muy triste…

La señora Evans lloraba desconsoladamente, pero parecía clavada al suelo, y ni siquiera volvió la cara. El dolor no tenía nada de elegante, se dijo Etheclass="underline" la cara de aquella mujer estaba colorada como un tomate, la boca abierta delataba que había perdido al menos la mitad de los dientes, y en sus sollozos se oía el aliento bronco de la desesperación.

– Llore, querida, llore – dijo la reina, al tiempo que le ofrecía su pañuelo -. Tenga, tome esto.

La señora de Dai Ponis no había cumplido todavía la treintena, pero tenía las enormes manazas hinchadas y llenas de bultos por la artritis, como si fuera una anciana. Se limpió la cara con el pañuelo de la reina, y poco a poco se fue calmando.

– Era un buen hombre, señora – dijo -. Nunca me puso la mano encima.

La reina no sabía qué decir de un hombre cuya principal virtud era que no pegaba a su mujer.

– Era amable hasta con sus ponis – añadió la señora Evans.

– Estoy convencida de que lo era – repuso la reina, pisando de nuevo terreno familiar.

Un niño pequeño salió del interior de la casa y se aferró a las faldas de su madre. El rey volvió a intentarlo.

– Tengo entendido que es madre de cinco hijos – dijo.

– Oh, señor, ¿y qué van a hacer los pobrecillos sin un padre?

– Es muy triste – repitió el rey.

Sir Alan emitió un carraspeo y el rey anunció:

– Ahora vamos a ir a ver a otras familias en la misma situación que la suya.

– Oh, señor, ha sido muy amable por venir aquí. No sabe cuánto significa eso para mí. Gracias, muchísimas gracias.

El rey se volvió para marcharse.

– Rezaré por usted esta noche, señora Evans – dijo la reina. Y a continuación siguió al rey.

Cuando subían al carruaje, Fitz entregó a la señora Evans un sobre en cuyo interior, tal como Ethel ya sabía, había cinco soberanos de oro y una nota escrita a mano en el papel de cartas azul con el escudo de Ty Gwyn, con la siguiente frase: «Es el deseo del conde Fitzherbert que acepte esto en señal de sus profundas condolencias».

Y aquello, también, había sido idea de Ethel.

Una semana después de la explosión, Billy acudió a la iglesia con su padre, su madre y el abuelo.

El templo de la Iglesia de Bethesda era una estancia encalada con las paredes desnudas, desprovistas de cuadros u otras imágenes religiosas. Las sillas estaban dispuestas en filas ordenadas a cada uno de los cuatro costados de una sencilla mesa sobre la que había una barra de pan blanco en una bandeja de porcelana de Woolworth y una jarra de jerez barato: el pan y el vino simbólicos. El oficio no recibía el nombre de «comunión» o «misa», sino sencillamente la «partición del pan».