Hacia las once de la mañana, la congregación formada por un centenar de fieles aproximadamente se hallaba sentada en sus asientos, los hombres vestidos con sus mejores trajes, las mujeres con la cabeza cubierta por sombreros y los niños bien lavados y aseados a conciencia, trasteando en las filas del fondo. No había ningún ritual preestablecido: los hombres harían lo que el Espíritu Santo les impulsase a hacer, como improvisar una oración, anunciar un himno, leer un pasaje de la Biblia o pronunciar un breve sermón. Las mujeres permanecerían en silencio, por supuesto.
Aunque, en la práctica, sí se seguían ciertas pautas: la primera oración siempre la pronunciaba uno de los miembros más veteranos de la comunidad, quien entonces partía el pan y pasaba la bandeja al siguiente. Cada uno de los miembros de la congregación, excepto los niños, tomaba un pequeño pedazo y se lo comía. A continuación, se pasaba el vino, y todos bebían de la jarra, las mujeres dando pequeños sorbos y algunos de los hombres echándose unos buenos tragos. Después, todos se mantenían callados hasta que alguien sentía la necesidad de hablar.
Cuando Billy le preguntó a su padre a qué edad podía empezar a participar activamente, tomando la palabra, en el oficio, este le contestó: «No hay ninguna regla establecida. Seguimos lo que nos dicta el Espíritu Santo». Billy aplicó aquello al pie de la letra. Si le venía a la cabeza la primera frase de algún himno en algún momento de la hora que duraba el servicio, el muchacho lo interpretaba como una señal del Espíritu Santo y se levantaba para anunciar el himno. Era precoz por hacer algo así a tan temprana edad, lo sabía, pero la congregación lo aceptaba de buena gana. La historia de que Jesús se le había aparecido durante su iniciación en la galería había corrido como la pólvora en la mitad de las iglesias de los valles mineros de Gales del Sur, y todos consideraban a Billy un chico especial.
Aquella mañana, todas las plegarias iban dirigidas al consuelo de los familiares de los fallecidos, en especial de la señora de Dai Ponis, que estaba allí sentada con el rostro cubierto por un velo, acompañada de su hijo mayor, que parecía asustado. El padre de Billy pidió a Dios generosidad del corazón para perdonar la maldad de los dueños de la mina por haber burlado las leyes sobre los equipos de respiración y los sistemas de ventilación reversible. Billy sintió que se olvidaba de algo; no bastaba con pedir consuelo, lo que él quería era ayuda para comprender cómo encajaba aquella explosión en los designios de Dios.
Nunca había improvisado una oración. Muchos de los hombres rezaban con frases grandilocuentes y citas de las Escrituras, casi como si estuviesen pronunciando un sermón. Billy, por su parte, sospechaba que el Señor no se impresionaba con tanta facilidad, que siempre se conmovía más con las plegarias sencillas que nacían directamente del corazón.
Hacia el final del oficio, distintas frases y palabras empezaron a tomar forma en su cabeza, y Billy sintió el poderoso impulso de ponerles voz. Interpretando aquello como la voluntad del Espíritu Santo, decidió ponerse en pie.
Con los ojos cerrados, dijo:
– Oh, Dios, te hemos pedido esta mañana que brindes consuelo a aquellas personas que han perdido a un marido, a un padre, a un hijo, especialmente a nuestra hermana en el Señor, la señora Evans, y oramos para que los familiares abran sus corazones para recibir Tu bendición.
Otros antes que él habían dicho eso mismo. Billy hizo una pausa y a continuación, prosiguió su discurso:
– Y ahora, Señor, te pedimos que nos concedas otra bendición: otórganos el don de la comprensión. Tú, que todo lo puedes, ¿por qué permitiste que el grisú inundase la galería principal, y por qué dejaste que se prendiese fuego? ¿Cómo permites, Señor, que nos dirijan personas, los directores de Celtic Minerals, que en su afán por ganar dinero, descuiden las vidas de Tu gente? ¿Cómo es posible que las muertes de hombres buenos y la mutilación de los cuerpos que Tú mismo creaste sirvan a Tu propósito divino?
Hizo otra pausa de nuevo. Era consciente de que no estaba bien ir con exigencias a Dios, como si estuviese negociando con el patrón de la empresa, de manera que añadió:
– Sabemos que el sufrimiento de los habitantes de Aberowen tiene que desempeñar algún papel en Tu plan para la eternidad. – Se le ocurrió que seguramente era mejor dejarlo ahí, pero no pudo reprimir el impulso de proseguir -: Pero, señor, no vemos cómo, así que, por favor, ilumínanos.
Terminó diciendo: – En el nombre de Jesucristo Nuestro Señor.
– Amén – respondió la congregación al unísono.
Esa tarde, todos los habitantes de Aberowen habían sido invitados a ver los jardines de Ty Gwyn, y el acontecimiento implicaba mucho trabajo para Ethel.
Habían colgado un anuncio en los pubs el sábado por la noche, y el mensaje se había leído en las iglesias y los templos después del culto del domingo por la mañana. Los jardines estaban espectacularmente hermosos con motivo de la visita del rey, pese a la estación invernal, y el conde Fitzherbert deseaba compartir aquella belleza con sus vecinos, según rezaba la invitación. El conde llevaría corbata negra y le gustaría que los visitantes luciesen un detalle similar en señal de respeto por los muertos. A pesar de que, por razones evidentes, sería impropio celebrar un ágape, se servirían algunos refrigerios.
Ethel había ordenado la instalación de tres toldos en el césped de los jardines del ala este. En uno de ellos había una docena de barriles de cerveza de malta de quinientos litros de capacidad, que habían sido transportados en tren desde la fábrica de cerveza Crown de Pontyclun. Para los abstemios, muy numerosos en Aberowen, en el siguiente toldo había mesas de caballetes con vasijas de té gigantescas y centenares de tazas y platos. En el tercer toldo, el más pequeño, se ofrecía jerez a la exigua clase media de la ciudad, entre los que se contaban el párroco anglicano, los dos médicos y el capataz de la mina, Maldwyn Morgan, a quien ya todo el mundo llamaba Morgan «Se ha ido a Merthyr».
Por fortuna, hacía un día espléndido, frío pero seco, con unas pocas nubes blancas de aspecto inofensivo en un cielo azul intenso. Acudieron cuatro mil personas, casi la totalidad de la población de la ciudad, y casi todos llevaban una corbata, un lazo o un brazalete negros en señal de duelo. Se paseaban entre los arbustos, se asomaban a los ventanales que daban al interior de la casa y pisoteaban el césped.
La princesa Bea optó por quedarse en su habitación, pues no se trataba de la clase de acto social en el que quisiera prodigarse. Según la propia experiencia de Ethel, todos los componentes de las clases altas de la sociedad solían ser personas muy egoístas, pero Bea había elevado aquel egoísmo a la categoría de arte. Concentraba todas sus energías en complacer sus propios antojos y en salirse siempre con la suya. Incluso cuando ofrecía una recepción o una fiesta – algo que se le daba estupendamente – lo hacía movida únicamente por su afán de hacer gala ante los demás de todo su encanto y hermosura.
Fitz decidió recibir a los asistentes en el esplendor gótico-victoriano del Gran Salón, con su enorme perro tumbado en el suelo junto a él, como si fuera una alfombra de piel. Llevaba el traje de tweed de color marrón que lo hacía parecer más accesible, aunque lo combinaba con una camisa de cuello duro y corbata negra. «Está más guapo que nunca», pensó Ethel.
La doncella era la encargada de llevar ante él a los familiares de los muertos y los heridos, en grupos de tres o cuatro personas, para que el conde pudiese ofrecer su más sentido pésame a todos los habitantes de Aberowen afectados por la tragedia. Hablaba con cada uno de ellos con su don de gentes habitual, y todos se despedían sintiéndose especiales.