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– De ninguna manera – replicó Billy -. El ejército ha sido desacreditado por los hombres que nos enviaron en una misión secreta e ilegal sin el conocimiento ni el consentimiento del Parlamento. La campaña «Rusia no se toca» es el primer paso necesario para devolvernos nuestro legítimo papel como defensores de Gran Bretaña, en lugar de ser el ejército privado de una pequeña conspiración de generales y políticos de derechas.

El rostro cincelado del conde estaba congestionado de ira, y Billy se sintió muy satisfecho al verlo.

– Creo que ya hemos oído suficiente – zanjó Fitz -. El tribunal debe deliberar ahora su veredicto. – Murray murmuró algo y Fitz dijo -: Ah, sí. ¿Tiene algo que añadir el acusado?

Billy se levantó.

– Llamo como mi primer testigo al coronel, el conde Fitzherbert.

– No sea ridículo – dijo Fitz.

– Que conste en acta que el tribunal se ha negado a permitirme interrogar a un testigo, aunque estaba presente en el juicio.

– Prosiga de una vez.

– Si no se me hubiera negado mi derecho a llamar a un testigo, le habría preguntado al coronel qué relación tenía con mi familia. ¿Acaso no me guarda un rencor personal a causa del papel de mi padre como líder de los mineros? ¿Cuál fue su relación con mi hermana? ¿No la empleó como su ama de llaves y luego la despachó misteriosamente? – Billy estuvo tentado de decir más acerca de Ethel, pero eso habría sido arrastrar su nombre por el fango y, además, seguramente con la insinuación bastaba -. Le habría preguntado por su interés personal en esta guerra ilegal contra el gobierno bolchevique. ¿No es su mujer una princesa rusa? ¿No es su hijo heredero de propiedades rusas? ¿No está aquí el coronel, en realidad, para defender sus intereses económicos personales? ¿No son todas estas cuestiones la verdadera explicación de por qué ha convocado esta farsa de tribunal? Y ¿no lo descalifica eso completamente para ser juez en este caso?

Fitz lo miraba impertérrito, pero tanto Murray como Evans estaban desconcertados. No sabían nada de todos esos asuntos personales.

– No tengo más que añadir – dijo Billy -. El káiser de Alemania está acusado de crímenes de guerra. Se argumenta que declaró la guerra exhortado por sus generales y en contra de la voluntad del pueblo alemán, tal como expresaron claramente sus representantes en el Reichstag, su Parlamento. Por el contrario, se argumenta que Gran Bretaña le declaró la guerra a Alemania solo tras un debate en la Cámara de los Comunes.

Fitz fingía aburrirse, pero Murray y Evans escuchaban con atención.

– Pensemos ahora en esta guerra de Rusia – prosiguió Billy -. Jamás se ha debatido en el Parlamento británico. Sus hechos se ocultan al pueblo de Gran Bretaña bajo la pretensión de la seguridad operativa… la excusa que se da siempre para los secretos vergonzosos del ejército. Estamos luchando, pero no se ha declarado ninguna guerra. El primer ministro británico y los suyos se encuentran exactamente en la misma situación que el káiser y sus generales. Son ellos los que actúan ilegalmente… no yo. – Billy se sentó.

Los dos capitanes hicieron corrillo con Fitz. Billy se preguntó si había ido demasiado lejos. Había sentido la necesidad de ser mordaz, pero puede que hubiera ofendido a los capitanes, en lugar de ganarse su apoyo.

No obstante, parecía haber divergencia de opiniones entre los jueces. Fitz hablaba con vehemencia y Evans negaba con la cabeza. Murray parecía sentirse violento allí. Billy pensó que eso seguramente era buena señal. De todas formas, estaba más asustado que nunca. Ni cuando se había enfrentado a las ametralladoras en el Somme ni cuando había vivido una explosión en el pozo de la mina había sentido tanto miedo como el que estaba experimentando al ver su vida en manos de unos oficiales malévolos.

Por fin parecían haber llegado a un acuerdo.

Fitz miró a Billy y ordenó:

– Levántese.

Billy puso de pie.

– Sargento William Williams, este tribunal lo considera culpable de la acusación. – Lo miró fijamente, como confiando ver en su cara la vergüenza de la derrota.

Pero Billy ya esperaba el veredicto de culpabilidad. Era la sentencia lo que temía.

– Queda sentenciado a diez años de trabajos forzados – dijo Fitz.

Billy no pudo seguir manteniendo la inexpresividad de su rostro. No era la pena capital, pero… ¡diez años! Cuando saliera tendría treinta años. Estarían en 1929. Mildred tendría treinta y cinco. Podría haber pasado ya la mitad de sus vidas. Su fachada de desafío se desmoronó y se le saltaron las lágrimas. Una expresión de profunda satisfacción iluminó el rostro de Fitz. – Retírese – dijo. Se llevaron a Billy custodiado para que empezara su sentencia en prisión.

Capítulo 37

Mayo y junio de 1919

El primero de mayo, Walter von Ulrich le escribió una carta a Maud y la envió en la ciudad de Versalles.

No sabía si estaba viva o muerta. No había tenido noticias suyas desde su encuentro en Estocolmo. Todavía no había servicio postal entre Alemania y Gran Bretaña, así que era la primera oportunidad que tenía de escribirle en dos años.

Walter y su padre habían viajado a Francia el día anterior junto con ciento ochenta políticos, diplomáticos y funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores, como parte de la delegación alemana de la conferencia de paz. Los ferrocarriles franceses habían reducido la marcha de su tren especial hasta hacerlos cruzar el paisaje devastado del nordeste de Francia a una velocidad de a pie.

– Como si nosotros fuéramos los únicos que dispararon obuses aquí – comentó Otto, malhumorado.

Desde París los habían llevado en autobús hasta la pequeña ciudad de Versalles y los habían dejado en el Hôtel des Réservoirs. Su equipaje fue descargado en el patio, donde de bastante mala manera les dijeron que lo entraran ellos mismos. Walter pensó que estaba claro que los franceses no iban a ser magnánimos en la victoria.

– No han ganado, eso es lo que les pasa – dijo Otto -. Puede que tampoco hayan perdido, o no del todo, porque los británicos y los norteamericanos los han salvado… pero de eso no pueden alardear mucho. Los hemos vencido, y ellos lo saben, por eso se sienten heridos en su descomedido orgullo.

El hotel era frío y lúgubre, pero los magnolios y los manzanos de fuera estaban en flor. Los alemanes tenían permiso para pasear por las tierras del gran château y visitar las tiendas. Siempre había un pequeño corrillo frente al hotel. La gente normal no era tan maligna como los funcionarios. En ocasiones los abucheaban, pero la mayoría de las veces simplemente sentían curiosidad por ver al enemigo.

Walter le escribió a Maud el primer día. No mencionó su matrimonio; no estaba convencido de que fuera seguro y, de todas formas, era difícil romper la costumbre del secretismo. Le dijo dónde estaba, describió el hotel y sus alrededores y le pidió que le contestara. Fue andando a la ciudad, compró un sello y envió la carta.

Esperaba la respuesta con anhelante impaciencia. Si seguía viva, ¿lo amaría aún? Estaba casi seguro de que sí. Sin embargo, habían pasado dos años desde que Maud lo abrazara con ansia en aquella habitación de hotel de Estocolmo. El mundo estaba lleno de hombres que habían regresado de la guerra y se habían encontrado con que sus novias o sus esposas se habían enamorado de otro durante los largos años de separación.

Unos cuantos días después, los jefes de las delegaciones fueron convocados en el hotel Trianon Palace, al otro lado del parque, donde se les hizo entrega con gran ceremonia de copias impresas del tratado de paz esbozado por los victoriosos aliados. Estaba en francés. De vuelta en el Hôtel des Réservoirs, las copias fueron entregadas a los equipos de traductores. Walter era el jefe de uno de estos. Dividió su trabajo en secciones, las repartió y se sentó a leer.