El día anterior, los alemanes habían presentado su contrapropuesta: más de un centenar de páginas rigurosamente argumentadas que se basaban en los Catorce Puntos de Wilson. Esa mañana, la prensa francesa estaba que echaba humo. Indignados hasta más no poder, dijeron que el documento era un monumento a la insolencia y una payasada detestable.
– Nos acusan de arrogancia… ¡los franceses! – exclamó Walter -. ¿Cómo es ese dicho de un puchero?
– Apártate que me tiznas, dijo la sartén al cazo – contestó Maud.
Walter se tumbó de lado y empezó a jugar con el vello púbico de ella. Era oscuro, rizado y exuberante. Maud se había ofrecido a recortárselo, pero él le dijo que le gustaba tal como estaba.
– ¿Qué vamos a hacer? – preguntó -. Es romántico verse en un hotel y acostarse por la tarde, como dos amantes ilícitos, pero no podemos seguir así para siempre. Tenemos que decirle al mundo que somos marido y mujer.
Maud estaba de acuerdo. También ella esperaba con impaciencia el día que pudiera dormir con él todas las noches, aunque no lo decía: le daba un poco de vergüenza lo mucho que le gustaba disfrutar del sexo con él.
– Podríamos formar un hogar, simplemente, y dejar que sacaran sus propias conclusiones.
– No me sentiría cómodo con eso – dijo Walter -. Parecería que los dos nos avergonzamos.
Ella sentía lo mismo. Quería anunciar su felicidad a los cuatro vientos, no ocultarla. Estaba orgullosa de Walter: era guapo, valiente y tenía una inteligencia fuera de lo común.
– Podríamos volver a casarnos – propuso -. Nos prometemos, lo anunciamos, organizamos una ceremonia, y nunca le diremos a nadie que ya llevábamos casados casi cinco años. No es ilegal casarse dos veces con la misma persona.
Walter lo meditó bien.
– Mi padre y tu hermano se opondrían. No podrían detenernos, pero sí hacérnoslo todo muy desagradable… lo cual marchitaría la felicidad de la ocasión.
– Tienes razón – dijo ella, entristecida -. Fitz diría que puede que algunos alemanes sean hombres de bien, pero que de todas maneras a nadie le gusta que se casen con su hermana.
– De modo que debemos anunciarles un hecho consumado.
– Podemos contárselo, y luego lo publicamos en la prensa – dijo Maud -. Diremos que es un símbolo del nuevo orden mundial. Un matrimonio angloalemán al mismo tiempo que el tratado de paz.
Él parecía dudarlo.
– ¿Cómo podríamos conseguirlo?
– Hablaré con el director de la revista Tatler. Me tienen en estima; les he proporcionado muchísimo material.
Walter sonrió y dijo:
– Lady Maud Fitzherbert siempre va vestida a la última moda.
– ¿Qué dices?
Walter cogió su billetera de la mesilla de noche y sacó un recorte de periódico.
– La única fotografía que tenía de ti – dijo.
Maud se la arrebató. Estaba desgastada por los años y su color se había desvanecido hasta quedar arenoso. Miró la foto con atención.
– Es de antes de la guerra.
– Y ha estado conmigo desde entonces. Como yo, ha sobrevivido.
Los ojos de Maud se llenaron de lágrimas y la imagen se emborronó más aún.
– No llores – dijo él, abrazándola.
Maud apretó su rostro contra el torso desnudo de Walter y siguió llorando. Había mujeres que lloraban por cualquier cosa, pero ella nunca había sido de esas. En ese momento, sin embargo, gimoteaba sin poder contenerse. Lloraba por los años perdidos, por los millones de jóvenes que yacían en su tumba y por el desperdicio estúpido e inútil que había supuesto la guerra. Estaba derramando todas las lágrimas reprimidas durante cinco años de autocontrol.
Cuando terminó y se le secaron los ojos, lo besó con avidez y volvieron a hacer el amor.
El 16 de junio, el Cadillac azul de Fitz recogió a Walter en el hotel y lo llevó al centro de París. Maud había decidido que la revista Tatler querría una fotografía de ellos dos. Walter llevaba puesto un traje de tweed confeccionado en Londres antes de la guerra. Le venía demasiado ancho en la cintura, pero todos los alemanes iban por ahí con ropa que les quedaba grande.
Walter había montado un pequeño departamento de los servicios secretos en el Hôtel des Réservoirs, y desde allí hacían un seguimiento de los periódicos franceses, británicos, estadounidenses e italianos, además de recopilar todos los chismes de los que se enteraba la delegación alemana. Sabía que había enconadas discusiones entre los aliados sobre las contrapropuestas alemanas. Lloyd George, un político que pecaba de flexible, estaba dispuesto a reconsiderar el borrador de tratado. Pero el primer ministro francés, Clemenceau, decía que ya había sido bastante generoso y resoplaba de indignación ante cualquier insinuación de enmienda. Sorprendentemente, Woodrow Wilson también se mostraba obstinado. Creía que el borrador era un acuerdo justo, y siempre que tomaba una decisión hacía oídos sordos a cualquier crítica.
Los aliados también estaban negociando tratados de paz para los socios de Alemania: Austria, Hungría, Bulgaria y el Imperio otomano. Estaban creando nuevos países como Yugoslavia y Checoslovaquia, y repartiéndose Oriente Próximo en zonas británicas y francesas. También discutían sobre si firmar la paz con Lenin. La gente estaba cansada de la guerra en todos los países, pero quedaban unos cuantos hombres poderosos que aún insistían en luchar contra los bolcheviques. El diario británico Daily Mail había descubierto una conspiración de financieros judíos internacionales que apoyaban al régimen de Moscú: una más de las inverosímiles fantasías de ese periódico.
En el tratado para Alemania, Wilson y Clemenceau habían invalidado la posición de Lloyd George, y ese mismo día, algo antes, el equipo alemán del Hôtel des Réservoirs había recibido un impaciente mensaje que les daba tres días para aceptar.
Walter, sentado en la parte de atrás del coche de Fitz, pensaba en el futuro de su país con pesimismo. Sería como una colonia africana, se dijo, donde los primitivos habitantes no trabajan más que para enriquecer a sus amos extranjeros. No querría educar a sus hijos en un lugar así.
Maud lo esperaba en el estudio del fotógrafo, maravillosa, con un vaporoso vestido veraniego que, según le dijo, era de Paul Poiret, un modisto tan famoso que incluso Walter había oído hablar de él.
El fotógrafo tenía un fondo pintado en el que se veía un jardín repleto de flores, pero Maud decidió que era de mal gusto, así que posaron frente a las cortinas del comedor, que por suerte eran lisas. Al principio se colocaron uno al lado del otro, sin tocarse, como dos desconocidos. El fotógrafo propuso que Walter se arrodillara frente a Maud, pero aquello resultaba demasiado sentimental. Al final encontraron una postura que les gustó a todos: ellos dos dándose la mano y mirándose a los ojos en lugar de a la cámara.
El hombre prometió que al día siguiente ya tendrían listas las copias de la fotografía.
Se fueron a comer a la fonda.
– Los aliados no pueden ordenar a Alemania que firme y ya está – dijo Maud -. Eso no es una negociación.
– Es lo que han hecho.
– ¿Qué pasará si os negáis?
– No lo han dicho.
– Y ¿qué vais a hacer?
– Unos cuantos de la delegación vuelven a Berlín esta noche para consultar con nuestro gobierno. – Suspiró -. Me temo que me han elegido para acompañarlos.
– Entonces, este es el momento para hacer nuestro anuncio. Volveré a Londres mañana, después de recoger las fotografías.
– Está bien – accedió él -. Yo se lo contaré a mi madre en cuanto llegue a Berlín. Ella se lo tomará bien. Después se lo diré a mi padre. Con él será otra cosa.