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– Yo hablaré con tía Herm y la princesa Bea, y le escribiré a Fitz a Rusia.

– O sea que esta será la última vez que nos veamos en una temporada.

– Pues acaba de comer y vayamos a la cama.

Gus y Rosa habían quedado en el Jardín de las Tullerías. París empezaba a recobrar la normalidad, pensó Gus con alegría. El sol lucía, los árboles tenían hojas y había hombres con claveles en el ojal que se sentaban a fumar un cigarro y a ver pasar a las mujeres mejor vestidas del mundo. A un lado del parque, la rue de Rivoli bullía de coches, camiones y carros tirados por caballos; al otro, las barcazas de carga navegaban por el Sena. Tal vez el mundo se recuperara, después de todo.

Rosa estaba deslumbrante con su vestido rojo de algodón ligero y un sombrero de ala ancha. «Si supiera pintar – pensó Gus al verla -, la pintaría así.»

Él llevaba una chaqueta azul y un canotier de paja muy de moda. Nada más verlo, Rosa se echó a reír.

– ¿Qué pasa? – preguntó Gus.

– Nada. Estás muy guapo.

– Es por el sombrero, ¿verdad?

Ella reprimió otra risilla.

– Estás adorable.

– Me hace parecer estúpido. No puedo evitarlo. Los sombreros me sientan mal. Es porque tengo la misma forma que un martillo de bola.

Ella le dio un beso suave en los labios.

– Eres el hombre más atractivo de todo París.

Lo asombroso era que lo sentía de verdad. «¿Cómo he tenido tanta suerte?», pensó Gus.

La agarró del brazo.

– Vamos a pasear. – Y se la llevó hacia el Louvre.

– ¿Has visto el Tatler? – preguntó Rosa.

– ¿La revista de Londres? No, ¿por qué?

– Parece que tu íntima amiga lady Maud se ha casado con un alemán.

– ¡Oh! – exclamó -. ¿Cómo lo han descubierto?

– ¿Me estás diciendo que ya lo sabías?

– Lo suponía. Vi a Walter en Berlín en 1916 y me pidió que le llevara una carta a Maud. Supuse que eso significaba que, o estaban prometidos, o estaban casados.

– ¡Qué discreto eres! Nunca me dijiste nada.

– Era un secreto peligroso.

– Puede que aún lo sea. El Tatler se porta bien con ellos, pero otras publicaciones podrían seguir una línea diferente.

– Maud ya ha sido víctima de la prensa en otras ocasiones. Es bastante dura.

Rosa parecía avergonzada.

– Supongo que era de eso de lo que hablabais aquella noche, cuando te vi teniendo aquel tête-à-tête con ella.

– Exacto. Me estaba preguntando si tenía alguna noticia de Walter.

– Me siento boba por haber sospechado que coqueteabas.

– Te perdono, pero me reservo el derecho a recordártelo la próxima vez que me critiques injustificadamente. ¿Puedo preguntarte una cosa?

– Lo que tú quieras, Gus.

– En realidad son tres preguntas.

– Qué mal presagio. Como en un cuento popular. Si no adivino las respuestas, ¿desapareceré?

– ¿Sigues siendo anarquista?

– ¿Te molestaría?

– Supongo que me pregunto si la política podría separarnos.

– El anarquismo es la creencia de que nadie está legitimado para gobernar. Todas las filosofías políticas, desde el derecho divino de los reyes hasta el contrato social de Rousseau, intentan justificar la autoridad. Los anarquistas creen que todas esas teorías fallan, y que por tanto ninguna forma de autoridad es legítima.

– Irrefutable, en teoría. Imposible de llevar a la práctica.

– Lo pillas todo al vuelo. En efecto, todos los anarquistas se oponen a la clase dirigente, pero difieren muchísimo en su visión de cómo debería funcionar la sociedad.

– Y ¿cuál es tu visión?

– Ya no lo tengo tan claro como antes. Cubrir la información de la Casa Blanca me ha dado una perspectiva diferente de la política, pero todavía creo que la autoridad debe justificarse.

– Me parece que nunca nos pelearemos por eso.

– Bien. ¿Siguiente pregunta?

– Cuéntame lo de tu ojo.

– Nací así. Podría operarme para abrirlo. Detrás del párpado no tengo más que una masa de tejido inútil, pero podría llevar un ojo de cristal. Sin embargo, nunca se cerraría. Supongo que este es el mal menor. ¿Te incomoda?

Gus dejó de caminar y se volvió para mirarla de frente.

– ¿Puedo darle un beso?

Ella dudó.

– Está bien.

Se inclinó y le dio un beso en el párpado cerrado. El tacto contra sus labios no tenía nada de extraño. Era igual que darle un beso en la mejilla.

– Gracias – le dijo.

– Nadie lo había hecho nunca – repuso ella en voz baja.

Él asintió. Suponía que podía ser una especie de tabú.

– ¿Por qué has querido hacerlo? – le preguntó Rosa.

– Porque me gustas toda tú, y quiero asegurarme de que lo sepas.

– Ah. – Se quedó callada un rato, y él se dio cuenta de que estaba embargada por la emoción; pero entonces sonrió y recuperó ese tono burlón que tanto le gustaba -. Bueno, si hay alguna otra cosa extraña que quieras besar, házmelo saber.

Gus no estaba muy seguro de cómo responder a ese ofrecimiento vagamente incitante, así que lo archivó para futuras reflexiones.

– Tengo una pregunta más.

– Dispara.

– Hace cuatro meses te dije que te quería.

– No se me ha olvidado.

– Pero tú no me has dicho lo que sientes por mí.

– ¿No es evidente?

– A lo mejor, pero me gustaría que me lo dijeras. ¿Me quieres?

– Oh, Gus, ¿no lo entiendes? – Su rostro se transformó, parecía angustiada -. No soy lo bastante buena para ti. Tú eras el mejor partido de Buffalo, y yo la anarquista tuerta. Se supone que debes enamorarte de una chica elegante, guapa y rica. Yo soy hija de un médico… mi madre era doncella. No soy la persona adecuada, digna de tu amor.

– ¿Me quieres? – preguntó él con tranquila insistencia.

Rosa se puso a llorar.

– Claro que sí, bobo, te quiero con todo mi corazón.

La abrazó.

– Pues eso es lo único que importa – dijo.

Tía Herm dejó el Tatler.

– Ha sido muy poco apropiado por tu parte casarte en secreto – le dijo a Maud. Después sonrió con complicidad -. Pero ¡qué romántico!

Estaban en el salón de la casa de Fitz en Mayfair. Bea la había redecorado después del final de la guerra siguiendo el nuevo estilo art déco, con sillas de aspecto utilitario y baratijas modernistas de plata de Aspreys. Con Maud y tía Herm estaban Bing Westhampton, el granuja amigo de Fitz, y la mujer de este. La temporada de Londres estaba en pleno apogeo y ellos se disponían a ir a la ópera en cuanto Bea estuviese lista. La princesa les estaba dando las buenas noches a Boy, que ya tenía tres años y medio, y a Andrew, de dieciocho meses.

Maud cogió la revista y volvió a mirar el artículo. No es que la fotografía le gustara demasiado. Había imaginado que retrataría a dos personas enamoradas. Por desgracia, semejaba una escena de una película sentimental. Walter parecía depredador, sosteniéndole la mano y mirándola a los ojos como un perverso Lothario, y ella la ingenua a punto de caer víctima de sus artimañas.

Sin embargo, el texto era justo lo que había esperado. El redactor recordaba a los lectores que lady Maud había sido «la moderna sufragista» de antes de la guerra que había fundado la publicación The Soldier’s Wife para luchar por los derechos de las mujeres que se habían quedado en casa y había ido a la cárcel por protestar en defensa de Jayne McCulley. Decía que Walter y ella habían tenido intención de anunciar su compromiso de la manera habitual, pero que el estallido de la guerra se lo había impedido. Su precipitado matrimonio secreto quedaba retratado como un intento desesperado por hacer lo correcto en unas circunstancias que se salían de lo normal.