Estaba nervioso, porque lo que más deseaba en este mundo era que a su madre le gustase Rosa. Sin embargo, la mujer tenía una opinión demasiado idealizada de lo atractivo que resultaba su hijo para las mujeres, y siempre había encontrado defectos a todas las chicas a las que él había mencionado a lo largo de su vida. Ninguna era lo bastante buena para él, sobre todo socialmente. Si hubiese querido casarse con la hija del rey de Inglaterra, seguramente su madre le habría dicho: «Hijo mío, ¿es que no puedes encontrar una chica americana de buena familia?».
– Lo primero que te llamará la atención de ella es que es muy guapa – dijo Gus durante el desayuno esa mañana -. En segundo lugar, verás que solo tiene un ojo. Al cabo de unos minutos, te darás cuenta de que es muy lista, y cuando llegues a conocerla mejor, entenderás que es la muchacha más maravillosa del mundo.
– Estoy segura de que así será – dijo su madre, con su apabullante falta de sinceridad habitual -. ¿Quiénes son sus padres?
Rosa llegó poco después de mediodía, cuando la madre de Gus estaba durmiendo la siesta y el padre todavía no había vuelto de la ciudad. Gus le enseñó la casa y los alrededores.
– ¿Te das cuenta de que provengo de una familia más bien humilde? – preguntó ella, nerviosa.
– Te acostumbrarás a esto enseguida – dijo él -. Además, tú y yo no vamos a vivir rodeados de todos estos lujos, aunque es muy posible que nos compremos una casita elegante en Washington.
Jugaron al tenis. La partida no estaba muy igualada: Gus, con aquellas piernas y aquellos brazos tan largos, era demasiado bueno para ella, y la joven no sabía calcular con la necesaria precisión las distancias. Sin embargo, se enfrentó a su contrincante con una gran resolución, yendo a por cada pelota, y llegó a ganar algún set. Además, con aquel vestido de tenis blanco con el dobladillo a la altura de la pantorrilla, siguiendo la última moda, la joven estaba tan atractiva que Gus tuvo que hacer un gran esfuerzo para concentrarse en los golpes.
Para cuando llegó la hora del té, estaban sudando a mares.
– Haz acopio de todas tus reservas de tolerancia y buena voluntad – dijo Gus al otro lado de la puerta de la sala de estar -. Mamá puede ser una esnob insoportable.
Sin embargo, la madre de Gus estaba absolutamente encantadora; dio dos besos a Rosa en las mejillas y dijo:
– Pero qué aspecto tan sano tenéis los dos, así, tan acalorados después del ejercicio. Señorita Hellman, me alegro mucho de conocerla y espero que nos hagamos grandes amigas.
– Es usted muy amable – dijo Rosa -. Sería un privilegio ser su amiga.
La madre de Gus estaba muy complacida con aquel cumplido: sabía que era una grand dame de la alta sociedad de Buffalo, y consideraba muy apropiado que las mujeres más jóvenes le presentasen sus respetos. Rosa lo había adivinado de inmediato. Una chica muy lista, pensó Gus. Y generosa, además, teniendo en cuenta que, en el fondo, odiaba la autoridad bajo cualquiera de sus formas.
– Conozco a Fritz Hellman, su hermano – dijo la mujer. Fritz tocaba el violín en la Orquesta Sinfónica de Buffalo, y la madre de Gus estaba en la junta -. Tiene mucho talento.
– Gracias. Estamos muy orgullosos de él.
La madre de Gus siguió charlando de cosas triviales y Rosa dejó que llevara la voz cantante en la conversación. Gus no pudo evitar acordarse de la última vez que había llevado a casa a una chica con la que pensaba casarse: Olga Vyalov. La reacción de su madre en aquella ocasión había sido distinta: se había mostrado cortés y amigable, pero Gus sabía que no estaba siendo del todo sincera. Ese día parecía hablar con franqueza.
Le había preguntado a su madre por la familia Vyalov el día anterior. Habían enviado a Lev Peshkov a Siberia como intérprete del ejército. Olga no acudía a demasiadas reuniones sociales y parecía entregada en cuerpo y alma a la educación de su hijita. Josef había presionado al padre de Gus, el senador, para que enviase más ayuda militar a los rusos blancos.
– Parece ser que cree que los bolcheviques van a perjudicar los negocios familiares de los Vyalov en Petrogrado – le había dicho su madre.
– Es lo mejor que he oído decir sobre los bolcheviques – había contestado Gus.
Después del té, subieron a cambiarse. A Gus le turbaba la idea de pensar que Rosa estaba duchándose en la habitación de al lado. Nunca la había visto desnuda. Habían pasado horas apasionadas en su habitación del hotel de París, pero no habían llegado a mantener relaciones sexuales.
– Siento ser tan anticuada – le había dicho ella entonces, disculpándose -, pero me parece que deberíamos esperar. – En el fondo no era ninguna anarquista, ciertamente.
Los padres de Rosa estaban invitados a cenar. Gus se puso un esmoquin corto y bajó las escaleras. Preparó un whisky escocés para su padre pero no para él, pues presentía que necesitaría tener la cabeza bien despejada esa noche.
Rosa bajó ataviada con un vestido negro, con un aspecto absolutamente arrebatador. Sus padres llegaron a las seis en punto. Norman Hellman apareció vestido de rigurosa etiqueta, con frac, un atuendo no del todo adecuado para una cena familiar, aunque tal vez no tuviese ningún esmoquin. Era un hombre más bien bajito con una sonrisa encantadora, y Gus se dio cuenta de inmediato de que Rosa se parecía a él. Se bebió un par de martinis bastante rápido, el único indicio de que seguramente estaba nervioso, pero luego rechazó seguir tomando más alcohol. La madre de Rosa, Hilda, era una auténtica belleza, y tenía unas manos preciosas de dedos largos y finos. Costaba imaginársela trabajando como sirvienta. Al padre de Gus le gustó inmediatamente.
Cuando se sentaron a cenar, el doctor Hellman preguntó:
– Y dime, Gus, ¿cuáles son tus planes respecto a tu carrera profesional?
Tenía todo el derecho a hacerle aquella pregunta, pues era el padre de la mujer a la que amaba, pero lo cierto es que Gus no tenía una respuesta muy clara.
– Trabajaré para el presidente mientras me necesite – dijo.
– Ahora mismo tiene una tarea muy delicada entre manos.
– Es cierto. El Senado está planteando muchos problemas para aprobar el tratado de paz de Versalles. – Gus intentó que sus palabras no sonaran demasiado amargas -. Al fin y al cabo, fue Wilson quien consiguió persuadir a los europeos para que formaran la Sociedad de las Naciones, así que ahora me cuesta creer que sean los propios norteamericanos los que vayan a dar la espalda a la idea.
– El senador Lodge es un alborotador incorregible.
A Gus le parecía que el senador Lodge era un hijo de puta egocéntrico.
– El presidente decidió no llevarse a Lodge consigo a París, y ahora Lodge se está cobrando su venganza.
El padre de Gus, que era un viejo amigo tanto del presidente como del senador, dijo:
– Woodrow creó la Sociedad de las Naciones como parte del tratado de paz, pensando que, puesto que sería imposible que rechazásemos el tratado, no tendríamos más remedio que aceptar la sociedad. – Se encogió de hombros -. Lodge lo mandó al diablo.
– Para ser justos con Lodge – comentó el doctor Hellman -, creo que el pueblo americano tiene razón al preocuparse por el Artículo Diez. Si nos incorporamos a una sociedad que garantiza la protección de sus miembros frente a una agresión, estamos comprometiendo a las fuerzas estadounidenses a participar en conflictos desconocidos en el futuro.
La respuesta de Gus fue muy rápida.
– Si la sociedad es fuerte, nadie se atreverá a desafiarla.
– Yo no estoy tan seguro de eso como tú.