Gus no quería empezar una discusión con el padre de Rosa, pero lo cierto es que tenía sentimientos muy fuertes con respecto a la Sociedad de las Naciones.
– Yo no digo que nunca vaya a haber otra guerra – señaló en tono conciliador -, pero sí creo que las guerras serían menos frecuentes y más cortas, y los agresores obtendrían escasas recompensas.
– Y yo creo que puede que tengas razón, pero muchos votantes dicen: «Me importa muy poco el resto del mundo: a mí solo me interesa Estados Unidos. ¿No corremos el peligro de convertirnos en la policía del mundo?». Es una pregunta razonable.
Gus hizo todo lo posible por disimular su irritación. La Sociedad de las Naciones era la mayor esperanza para la paz que había tenido la humanidad en toda su historia, y corría el peligro de no llegar a ver la luz a causa de aquella estrechez de miras.
– El Consejo de la Sociedad de las Naciones – dijo – tiene que tomar decisiones unánimes para que Estados Unidos nunca se vea arrastrado a luchar en una guerra en contra de su voluntad.
– De todas maneras, no tiene ningún sentido tener la sociedad a menos que esté preparada para luchar.
Los enemigos de la Sociedad de las Naciones eran así: primero protestaban porque tendría que luchar y luego protestaban porque no tendría que hacerlo.
– ¡Esos problemas son menores en comparación con la muerte de millones de personas! – exclamó Gus.
El doctor Hellman se encogió de hombros, demasiado cortés para seguir defendiendo su punto de vista frente a un oponente tan apasionado.
– En cualquier caso – dijo -, creo que un tratado extranjero requiere el apoyo de dos tercios del Senado.
– Y ahora mismo ni siquiera contamos con la mitad – repuso Gus en tono apesadumbrado.
Rosa, encargada de escribir sobre aquel asunto para el periódico, comentó:
– Yo he contado cuarenta a favor, incluyéndolo a usted, senador Dewar. Cuarenta y tres tienen sus reservas, ocho están definitivamente en contra y cinco, indecisos.
– ¿Y qué piensa hacer el presidente? – le preguntó su padre a Gus.
– Va a dirigirse directamente a la gente, al pueblo al que representan los políticos. Tiene planeado un recorrido de dieciséis mil kilómetros por todo el país. Va a pronunciar más de cincuenta discursos en cuatro semanas.
– Un calendario agotador. Tiene sesenta y dos años y la tensión alta.
Gus advirtió que el doctor Hellman tenía algo de malicioso, pues todo cuanto decía parecía ir con segundas. Saltaba a la vista que sentía la necesidad de poner a prueba el temple del pretendiente de su hija.
– Sí, pero al final – contestó Gus -, el presidente habrá explicado al pueblo norteamericano que el mundo necesita una Sociedad de las Naciones para asegurarnos de que nunca volvamos a tener que intervenir en una guerra como la que acaba de terminar.
– Rezo a Dios por que tengas razón.
– Si hace falta explicar las complejidades políticas al ciudadano de a pie, Wilson es la persona idónea.
Se sirvió champán con el postre.
– Antes de que empecemos, me gustaría decir algo – anunció Gus. Sus padres parecían perplejos, pues él nunca pronunciaba discursos -. Doctor y señora Hellman, saben que amo a su hija, que es la muchacha más maravillosa del mundo. Ya sé que es muy anticuado, pero me gustaría pedirles permiso… – Extrajo del bolsillo una pequeña cajita roja de piel -… permiso para ofrecerle este anillo de compromiso.
Abrió la caja, que contenía un anillo de oro con un único diamante de un quilate. No era un anillo ostentoso, pero era un diamante blanco puro, el color más atractivo, de corte redondo brillante, y tenía un aspecto fabuloso.
Rosa dio un respingo.
El doctor Hellman miró a su mujer y ambos sonrieron.
– Por supuesto, cuenta con nuestro permiso – dijo.
Gus rodeó la mesa y se arrodilló junto a la silla de Rosa.
– ¿Quieres casarte conmigo, Rosa? – le preguntó.
– ¡Claro que sí, Gus, amor mío! ¡Mañana mismo, si quieres!
Gus extrajo el anillo de la caja y lo deslizó en el dedo de la joven.
– Gracias – dijo él.
Y su madre se echó a llorar.
La tarde del miércoles 3 de septiembre, a las siete, Gus estaba a bordo del tren del presidente cuando salió de la estación Union de Washington, DC. Wilson iba vestido con un blazer azul, pantalones blancos y sombrero de paja. Iba acompañado por su esposa, Edith, así como por Cary Travers Grayson, su médico personal. A bordo del tren viajaban también veintiún periodistas, entre los que se encontraba Rosa Hellman.
Gus estaba seguro de que Wilson podía ganar aquella batalla, pues siempre le había gustado el contacto directo con los votantes. Además, había ganado la guerra, ¿verdad?
El tren viajó toda la noche hasta llegar a Columbus, Ohio, donde el presidente dio su primer discurso del recorrido. Desde allí prosiguió la ruta hacia Indianápolis, realizando visitas relámpago en algunas poblaciones del camino, y al llegar a la ciudad, esa misma noche se dirigió a una multitud de veinte mil personas.
Sin embargo, Gus se había quedado un tanto descorazonado al término de la primera jornada. Los discursos de Wilson no habían sido brillantes, y su tono era apagado. Había empleado notas, y eso que siempre se le daba mejor cuando improvisaba, sin tener que recurrir a ellas, y cuando entraba en los tecnicismos del tratado que tantos quebraderos de cabeza habían dado a los participantes de París, el presidente parecía irse por las ramas y perdía la atención de su público. Sufría un dolor de cabeza, eso Gus lo sabía, tan fuerte que a veces se le nublaba la visión.
El joven estaba muy preocupado. No era solo que su amigo y mentor estuviese enfermo, es que había muchas cosas importantes en juego: el futuro de Estados Unidos y del mundo dependía de lo que sucediese a lo largo de las semanas siguientes, y solo el compromiso personal de Wilson podía salvar la Sociedad de las Naciones de sus intransigentes oponentes.
Después de la cena, Gus se dirigió al coche cama de Rosa. Era la única mujer periodista de la comitiva, de modo que disponía de un compartimiento para ella sola. Era casi tan partidaria de la sociedad como Gus, pero dijo:
– Es difícil encontrar algo positivo que decir de lo de hoy.
Se tumbaron un rato en su litera, besándose y acariciándose, luego se dieron las buenas noches y se despidieron. La fecha prevista para su boda era en octubre, después del viaje del presidente. A Gus le habría gustado que fuese antes aún, pero los padres de ambos querían tiempo para encargarse de los preparativos, y la madre de él había mascullado algo acerca de unas prisas indecentes, de modo que el joven había acabado cediendo.
Wilson trabajaba incansablemente tratando de mejorar su discurso, aporreando las teclas de su vieja máquina de escribir Underwood mientras las interminables praderas del Medio Oeste desfilaban por la ventanilla del tren. Sus intervenciones mejoraron a lo largo de las jornadas siguientes, y Gus le aconsejó que intentase hacer que el tratado resultase relevante para cada ciudad. Wilson les dijo a los principales comerciantes de San Luis que el tratado era necesario para la construcción del comercio internacional. En Omaha proclamó que el mundo sin el tratado sería como una comunidad con disputas sobre la propiedad sin resolver, con todos los granjeros apostados en las cercas de sus fincas revólver en mano. En lugar de dar largas explicaciones, trataba de hacer entender los puntos principales con frases cortas y claras.
Gus también recomendó que Wilson apelase a los sentimientos de la gente. Aquello no era meramente un asunto político, dijo, sino que afectaba directamente a los sentimientos que tenían sobre su país. En Columbus, Wilson habló de los muchachos de caqui. En Sioux Falls, dijo que quería compensar el sacrificio de las madres que habían perdido a sus hijos en el campo de batalla. Rara vez se rebajaba a emplear el lenguaje insidioso para referirse a la oposición, pero en Kansas City, hogar del cáustico senador Reed, comparó a sus oponentes con los bolcheviques. Y proclamó el atronador mensaje, una y otra vez, de que si el proyecto de la Sociedad de las Naciones fracasaba, habría otra guerra.