Gus se encargaba de las relaciones con los reporteros que iban a bordo del tren y con la prensa local cada vez que el tren se detenía. Cuando Wilson hablaba sin un discurso redactado previamente, su taquígrafo elaboraba una transcripción inmediata que Gus se encargaba de distribuir. También persuadió a Wilson para que acudiese al vagón cafetería de vez en cuando a charlar de manera informal con los periodistas.
Funcionó. El público respondía cada vez mejor. La cobertura de la prensa seguía siendo poco entusiasta, pero el mensaje de Wilson se repetía de forma constante, aun en los periódicos que se oponían abiertamente a él. Y los informes procedentes de Washington sugerían que la oposición se estaba debilitando.
Sin embargo, para Gus era evidente el desgaste que la campaña le estaba causando al presidente. Sus dolores de cabeza eran ya casi continuos, dormía mal, no podía digerir comida normal y el doctor Grayson le administraba líquidos. Sufrió una infección de garganta que se convirtió en algo similar al asma, y empezó a tener problemas para respirar. Intentó dormir incorporado.
Todo aquello se le ocultaba a la prensa, incluida Rosa. Wilson seguía dando discursos, aunque su voz era débil. Miles de personas lo vitorearon en Salt Lake City, pero parecía demacrado, y apretaba las manos con fuerza repetidas veces, en un ademán extraño que a Gus le evocaba un hombre moribundo.
Entonces, la noche del 25 de septiembre, ocurrió lo que se temía. Gus oyó a Edith llamar al doctor Grayson. Se puso un batín y acudió al coche cama del presidente.
Lo que vio allí le dejó horrorizado y consternado: Wilson tenía un aspecto espantoso. Apenas podía respirar y sufría una especie de tic facial. A pesar de todo, él quería seguir adelante, pero Grayson se mostró inflexible, insistiendo en que debía cancelar el resto de la gira por el país, y al final Wilson cedió.
A la mañana siguiente, Gus anunció ante la prensa, con gran pesar, que el presidente había sufrido una grave crisis nerviosa. Despejaron las vías del ferrocarril para cubrir con mayor rapidez los tres mil kilómetros del trayecto de vuelta a Washington. Se anularon todos los compromisos presidenciales para las dos semanas siguientes, en detrimento, principalmente, de la reunión que debía mantener con los senadores favorables al tratado a fin de planear la estrategia para la defensa de la ratificación.
Esa noche, Gus y Rosa estaban en el compartimiento de ella, mirando por la ventanilla con aire desconsolado. La gente se aglomeraba en cada estación para ver pasar al presidente. El sol se ocultó, pero la muchedumbre seguía acudiendo para presenciar el paso del tren presidencial en la penumbra. Gus se acordó entonces del tren de Brest a París, y de la multitud silenciosa apostada junto a las vías en plena noche. De eso hacía menos de un año, pero sus esperanzas ya habían quedado rotas.
– Hemos hecho todo cuanto hemos podido – dijo Gus -. Pero hemos fracasado.
– ¿Estás seguro?
– Cuando el presidente estaba haciendo campaña, aún teníamos posibilidades, pero con Wilson enfermo, es imposible que el Senado ratifique el tratado.
Rosa le tomó la mano.
– Lo siento – dijo -. Por ti, por mí, por el mundo… – Hizo una pausa y luego añadió -: ¿Qué vas a hacer?
– Me gustaría incorporarme a un bufete de abogados de Washington especializado en derecho internacional. A fin de cuentas, tengo algo de experiencia en eso.
– Estoy segura de que ahora todos se pelearán por ofrecerte trabajo. Y puede que algún futuro presidente requiera tu ayuda.
Gus sonrió. A veces Rosa tenía una opinión desmesuradamente elevada de él.
– ¿Y tú?
– A mí me encanta lo que hago. Espero poder seguir cubriendo la Casa Blanca.
– ¿Te gustaría tener hijos?
– ¡Sí!
– Y a mí también. – Gus se puso a mirar por la ventanilla con aire pensativo -. Solo espero que Wilson se equivoque con respecto a ellos.
– ¿Con respecto a nuestros hijos? – Percibió la nota de solemnidad en su voz y preguntó en tono asustado -: ¿A qué te refieres?
– Dice que tendrán que luchar en otra guerra mundial.
– No lo quiera Dios… – exclamó Rosa con vehemencia.
En el exterior, se había hecho noche cerrada.
Capítulo 39
Enero de 1920
Daisy estaba sentada a la mesa del comedor de la casa campestre de la familia Vyalov en Buffalo. Llevaba un vestido rosa. La gran servilleta de lino que le habían puesto alrededor del cuello la cubría casi por completo. Estaba a punto de cumplir cuatro años y Lev la adoraba.
– Voy a hacer el bocadillo más grande del mundo – dijo Lev, y ella soltó una risita. Cortó dos trocitos de pan de un centímetro de lado, los untó de mantequilla con cuidado, añadió una pizca del huevo revuelto que Daisy no quería comer y juntó los dos pedacitos de pan -. Le falta un grano de sal – dijo. Se echó un poco de sal en el plato y, con gran delicadeza, cogió un único grano con la punta del dedo y lo puso en el bocadillo -. ¡Ahora ya me lo puedo comer! – exclamó.
– Lo quiero yo – dijo Daisy.
– ¿De verdad? ¿Pero no es un bocadillo de tamaño gigante para papás?
– ¡No! – respondió ella, entre risas -. ¡Es un bocadillo pequeño para niñas!
– Ah, vale – dijo Lev, y se lo metió en la boca a Daisy -. No querrás otro, ¿verdad?
– Sí.
– Pero ese era muy grande.
– ¡No lo era!
– Bueno, supongo que tendré que hacerte otro.
A Lev todo le iba viento en popa. Su situación era incluso mejor de lo que le había contado a Grigori diez meses atrás cuando coincidieron en el tren de Trotski. Llevaba una vida muy cómoda en la casa de su suegro. Dirigía tres clubes nocturnos de Vyalov, ganaba un buen sueldo más extras con los sobornos de los proveedores. Le había puesto un lujoso piso a Marga e iba a verla casi a diario. La muchacha se había quedado embarazada al cabo de una semana de su regreso, y acababa de dar a luz a un chico, a quien llamaron Gregory. Lev había logrado mantenerlo todo en secreto.
Olga entró en el comedor, le dio un beso a Daisy y se sentó. Lev adoraba a Daisy, pero no sentía nada por Olga. Marga era más atractiva y divertida. Y había muchas chicas más, tal y como había averiguado cuando Marga estaba en los últimos meses de embarazo.
– ¡Buenos días, mamá! – dijo Lev alegremente.
Daisy imitó a su padre y repitió las mismas palabras.
– ¿Te está dando de comer papá? – preguntó Olga.
En aquellos días hablaban así, a través de la niña. Habían mantenido relaciones sexuales unas cuantas veces desde que Lev había regresado de la guerra, pero no tardaron en caer de nuevo en su habitual indiferencia, y volvieron a dormir en habitaciones separadas; a los padres de Olga les dijeron que era porque Daisy se despertaba de noche, aunque raras veces lo hacía. Olga tenía la mirada de una mujer decepcionada, y a Lev no le importaba demasiado.
Josef entró en el comedor.
– ¡Aquí está el abuelo! – exclamó Lev.
– Buenos días – dijo Josef secamente.
– El abuelo quiere un bocadillo – intervino Daisy.
– No – replicó Lev -. Son demasiado grandes para él.
A Daisy le encantaba que su padre dijera cosas que estaban mal claramente.
– No lo son – replicó la niña -. ¡Son demasiado pequeños!