Josef se sentó. Al volver de la guerra, Lev se había dado cuenta de lo mucho que había cambiado su suegro: había engordado, y el traje de rayas le apretaba. Jadeaba por el mero esfuerzo de bajar las escaleras. El músculo se había convertido en grasa, el pelo negro se había encanecido y su tez rosada se había teñido de un rojo enfermizo.
Polina llegó de la cocina con una cafetera y le sirvió una taza a Josef, que abrió el Buffalo Advertiser.
– ¿Qué tal van los negocios? – preguntó Lev.
No era una pregunta vana. La Ley Volstead había entrado en vigor la medianoche del 16 de enero, e ilegalizó la producción, el transporte y la venta de las bebidas alcohólicas. El imperio Vyalov se sustentaba en bares, hoteles y en la venta al por mayor de bebidas alcohólicas. La Ley Seca era la serpiente del paraíso de Lev.
– Estamos muriendo – dijo Josef con una sinceridad muy poco habitual en él -. He cerrado cinco bares en una semana, y lo peor aún ha de llegar.
Lev asintió.
– Estoy vendiendo sucedáneo de cerveza en los clubes, pero nadie lo quiere. – La ley permitía la venta de cerveza que tuviera menos de un 0,5 por ciento de alcohol -. Tienes que beber cuatro litros para que te suba un poco.
– Podemos vender licor casero bajo mano, pero no tenemos muchas existencias y, de todos modos, la gente tiene miedo de comprar.
Olga se sorprendió. Sabía muy poco sobre los negocios de su padre.
– Pero, papá, ¿qué vas a hacer?
– No lo sé – confesó Josef.
Aquello era otro cambio. En los viejos tiempos, Josef habría actuado con previsión para evitar la crisis. Sin embargo, hacía tres meses que se había aprobado la ley y su suegro no había hecho nada para prepararse para la nueva situación. Lev había esperado que sacara un conejo de la chistera. Entonces empezó a darse cuenta, con consternación, de que no iba a suceder.
La situación era preocupante. Lev tenía una esposa, una amante y dos hijos, y todos vivían de los negocios de Vyalov. Si el imperio se derrumbaba, Lev tendría que tramar algo.
Polina avisó a Olga de que tenía una llamada de teléfono y salió al pasillo. Lev la oyó hablar.
– Hola, Ruby – dijo -. Te has levantado pronto. – Hubo una pausa -. ¿Qué? No puedo creerlo. – Se hizo un gran silencio y Olga rompió a llorar.
Josef alzó la vista del periódico y preguntó:
– ¿Qué demonios…?
Olga colgó con fuerza y regresó al comedor. Con los ojos arrasados en lágrimas señaló a Lev y dijo:
– Cabrón.
– ¿Qué he hecho? – preguntó él, aunque temía saber la respuesta.
– Maldito… maldito cabrón.
Daisy empezó a berrear.
– Olga, cariño, ¿qué te pasa? – inquirió Josef.
– ¡Ha tenido un bebé! – respondió Olga.
– Oh, mierda – dijo Lev, en voz baja.
– ¿Quién ha tenido un bebé? – preguntó Josef.
– La puta de Lev. La que vimos en el parque. Marga.
Josef se puso rojo.
– ¿La cantante del Monte Carlo? ¿Ha tenido un hijo de Lev?
Olga asintió, sollozando.
Josef se volvió hacia Lev.
– Eres un hijo de puta.
– Intentemos mantener la calma – dijo Lev.
Josef se puso en pie.
– Dios mío, creía que te había enseñado una maldita lección.
Lev echó la silla hacia atrás y se puso en pie. Se apartó de Josef, con los brazos estirados en actitud defensiva.
– Cálmate, Josef, joder – dijo.
– No te atrevas a decirme que me calme – replicó Josef.
Con una agilidad sorprendente se abalanzó sobre él y arremetió con su puño rollizo. Lev no fue lo bastante rápido para esquivar el golpe y recibió un puñetazo en el pómulo izquierdo. Le dolió mucho y retrocedió, tambaleándose.
Olga agarró a Daisy, que seguía chillando, y se dirigió hacia la puerta.
– ¡Parad! – gritó.
Josef lanzó otro puñetazo con la izquierda.
Hacía mucho tiempo que Lev no se había visto envuelto en una pelea, pero había crecido en los suburbios de Petrogrado, y aún tenía reflejos. Bloqueó el golpe de Josef, se acercó a él y le asestó dos puñetazos en la barriga, primero con la izquierda y luego con la derecha. Josef se quedó sin respiración. Entonces Lev le asestó varios directos en la cara, y le golpeó en la nariz, en la boca y en los ojos.
Josef era un hombre fuerte y un matón, pero la gente le tenía demasiado miedo para contraatacar, y había perdido práctica para defenderse. Se tambaleó y levantó los brazos en un débil intento de protegerse de los golpes de su yerno.
El instinto callejero de Lev no le permitía parar mientras el agresor se mantuviera en pie, y siguió arremetiendo contra Josef, golpeándolo en el tronco y en la cabeza, hasta que el hombre mayor tropezó con una silla, se vino abajo y cayó sobre la moqueta.
La madre de Olga, Lena, entró corriendo en el comedor, gritó y se arrodilló junto a su marido. Polina y la cocinera se asomaron por la puerta de la cocina, con cara de asustadas. Josef tenía el rostro magullado y ensangrentado, pero se apoyó en un codo y apartó a Lena. Entonces, cuando intentó levantarse, dio un grito y cayó de nuevo.
Se quedó pálido como la cera y dejó de respirar.
– Dios mío – masculló Lev.
– ¡Josef, oh, mi Joe, abre los ojos! – Lena rompió a llorar.
Lev le palpó el pecho a su suegro. El corazón no latía. Le agarró la muñeca y no le encontró el pulso.
«Ahora sí que me he metido en una buena», pensó.
Se puso en pie.
– Llama a una ambulancia, Polina.
La mujer salió al pasillo y cogió el teléfono.
Lev miró el cuerpo. Tenía que tomar una gran decisión, y tenía que hacerlo rápido. ¿Quedarse ahí, defender su inocencia, fingir pena e intentar salir indemne? No. Las probabilidades eran muy escasas.
Tenía que huir.
Subió corriendo al piso de arriba y se quitó la camisa. Había regresado de la guerra con mucho oro, gracias al whisky que les había vendido a los cosacos. Lo había convertido en poco más de cinco mil dólares, había metido los billetes en la faltriquera y la había guardado en el fondo de un cajón. En esos momentos se estaba poniendo la faltriquera, la camisa y la chaqueta.
Se puso el abrigo. Encima del armario había un viejo talego que contenía su pistola semiautomática Colt 45, modelo 1911, de oficial del ejército estadounidense. Guardó el arma en el bolsillo del abrigo. Metió una caja de munición y unas cuantas mudas de ropa interior en el talego y bajó.
En el comedor, Lena le había puesto un cojín a Josef bajo la cabeza, pero el hombre parecía más muerto que antes. Olga estaba al teléfono, en el pasillo, y decía:
– ¡Dense prisa, por favor, creo que podría morir!
«Demasiado tarde, nena», pensó Lev.
– La ambulancia tardará demasiado en llegar. Voy a buscar al doctor Schwarz – dijo. Nadie preguntó por qué llevaba el talego.
Se fue al garaje y puso en marcha el Packard Twin Six de Josef. Salió de la finca y se enfiló hacia el norte.
No iba a buscar al doctor Schwarz.
Se dirigió hacia Canadá.
Lev conducía rápido. Al dejar atrás el barrio residencial del norte de Buffalo, intentó calcular de cuánto tiempo disponía. Sin duda, los enfermeros de la ambulancia llamarían a la policía. En cuanto esta llegara a casa de los Vyalov, descubriría que Josef había muerto en una pelea. Olga no dudaría en decirles quién había noqueado a su padre: si no odiaba a Lev antes, seguro que entonces sí. A partir de ese momento, lo buscarían por homicidio.
En el garaje de los Vyalov acostumbraba a haber tres coches: el Packard, el Ford T de Lev y un Hudson azul utilizado por los matones de Josef. Aquellos inútiles no tardarían en deducir que Lev había huido en el Packard. Al cabo de una hora, calculó, la policía empezaría a buscar el coche.