Por entonces, con un poco de suerte, ya estaría fuera del país.
Había ido a Canadá con Marga en varias ocasiones. Toronto estaba solo a ciento cincuenta kilómetros, tres horas en un coche rápido. Les gustaba registrarse en el hotel como señor y señora Peters y salir por la ciudad, de tiros largos, sin tener que preocuparse de que los viera alguien que pudiera decírselo a Josef Vyalov. Lev no tenía pasaporte estadounidense, pero conocía varios pasos fronterizos en los que no había punto de control.
Llegó a Toronto a mediodía y se registró en un hotel tranquilo.
Pidió un bocadillo en la cafetería y se sentó un rato para analizar su situación. Lo buscaban por asesinato. No tenía hogar y no podía ir a visitar a ninguna de sus dos familias sin arriesgarse a que lo detuvieran. Tal vez nunca volvería a ver a sus hijos. Tenía cinco mil dólares en la faltriquera y un coche robado.
Pensó en cómo había alardeado ante su hermano tan solo diez meses antes. ¿Qué pensaría Grigori de él ahora?
Se comió el bocadillo y luego vagó por el centro de la ciudad. Se sentía deprimido. Entró en una licorería y compró una botella de vodka para llevársela a la habitación. Quizá esa noche se emborracharía. Se dio cuenta de que el whisky de centeno costaba cuatro dólares. En Buffalo, las pocas botellas que circulaban, valían diez; en la ciudad de Nueva York, quince o veinte. Lo sabía porque había intentado comprar alcohol ilícito para los clubes nocturnos.
Volvió al hotel y compró un poco de hielo. La habitación estaba sucia, tenía unos muebles descoloridos y daba al patio trasero de unas tiendas de mala muerte. Cuando empezó a anochecer, más pronto de lo que estaba acostumbrado ya que se encontraba más al norte, se dio cuenta de que nunca se había sentido tan deprimido en toda su vida. Se le pasó por la cabeza la posibilidad de salir a buscar una chica, pero se vio incapaz de hacerlo. ¿Iba a huir de todos los lugares en los que había vivido? Tuvo que irse de Petrogrado por culpa de un policía muerto, se fue de Aberowen escapando por los pelos de unos hombres a los que había timado a las cartas; ahora había huido de Buffalo como fugitivo.
Tenía que hacer algo con el Packard. La policía de Buffalo podía enviar una descripción por telegrama a Toronto. Debía cambiar la matrícula o cambiar el coche. Pero le faltaban las fuerzas.
A buen seguro Olga se alegraba de haberse librado de él. Se quedaría con toda la herencia. Sin embargo, el imperio Vyalov perdía valor cada día que pasaba.
Se preguntó si podría traer a Canadá a Marga y su bebé. ¿Estaría ella dispuesta a hacerlo? Estados Unidos era su sueño, tal y como había sido el de Lev. Canadá no era el destino anhelado de las cantantes de club nocturno. Tal vez lo seguiría a Nueva York o a California, pero no a Toronto.
Iba a echar de menos a sus hijos. Cuando pensó en la idea de que Daisy fuera a crecer sin él, se le saltaron las lágrimas. Estaba a punto de cumplir cuatro años: quizá se olvidaría de él por completo. Como mucho, guardaría un vago recuerdo. No recordaría el bocadillo más grande del mundo.
Después del tercer vaso de vodka cayó en la cuenta de que era una víctima lastimosa de la injusticia. No había querido matar a su suegro. Josef lo había atacado primero. De todos modos, en realidad no lo había matado: había muerto de una especie de ataque o infarto. Había sido mala suerte. Pero nadie iba a creerlo. Olga era el único testigo y tendría sed de venganza.
Se sirvió otro vodka y se tumbó en la cama. «Al diablo con todo», pensó.
Mientras se sumía en un sueño inquieto y alcohólico, pensó en las botellas del escaparate de la tienda. «Canadian Club, 4 $», decía el cartel. Sabía que ahí había algo importante, pero de momento no sabía exactamente qué.
Cuando se despertó a la mañana siguiente tenía la boca seca y le dolía la cabeza, pero sabía que el Canadian Club, a cuatro dólares la botella, podía ser su salvación.
Limpió el vaso y se bebió el hielo fundido que había en el fondo del cubo. Al tercer vaso ya tenía un plan.
Después de tomar zumo de naranja, café y unas aspirinas, se sintió mejor. Pensó en los peligros que lo aguardaban. Sin embargo, nunca había dejado que los riesgos lo disuadieran de algo. «Si lo hubiera permitido – pensó -, sería como mi hermano.»
Su plan tenía un gran inconveniente. Dependía de la reconciliación con Olga.
Se dirigió en coche a un barrio de mala muerte y entró en un restaurante barato que estaba sirviendo desayunos a trabajadores. Se sentó a una mesa con un grupo de hombres que parecían pintores y les dijo:
– Necesito cambiar mi coche por un camión. ¿Conocéis a alguien que podría estar interesado?
– ¿Es legal? – preguntó uno de los hombres.
Lev puso su sonrisa más encantadora.
– Dame un descanso, amigo – dijo -. Si fuera legal, ¿lo estaría vendiendo aquí?
No encontró a nadie interesado en aquel restaurante ni en los siguientes lugares donde probó suerte, pero acabó en un taller mecánico dirigido por un padre y un hijo. Intercambió el Packard por una camioneta Mack Junior de dos toneladas, con dos ruedas de recambio. Fue un trato sin papeles y sin dinero. Era consciente de que lo estaban timando, pero el mecánico sabía que estaba desesperado.
Esa misma tarde, fue a ver a un mayorista de bebidas alcohólicas, cuya dirección había encontrado en la guía telefónica de la ciudad.
– Quiero cien cajas de Canadian Club – dijo -. ¿Cuánto pides?
– Por esa cantidad, treinta y seis dólares la caja.
– Trato hecho. – Lev sacó el dinero -. Voy a abrir una taberna a las afueras de la ciudad, y…
– No hacen falta explicaciones, amigo – dijo el mayorista. Señaló hacia la ventana. En el terreno que había al lado, un grupo de albañiles estaba empezando una obra -. Mi nuevo almacén, cinco veces más grande que este. Bendita sea la Ley Seca.
Lev se dio cuenta de que no era el primero que había tenido aquella brillante idea.
Pagó al hombre y cargaron el whisky en la camioneta Mack.
Al día siguiente, Lev regresó a Buffalo.
Lev aparcó la camioneta llena de whisky en la calle, frente a la casa Vyalov. La tarde invernal daba paso al anochecer. No había coches en la entrada. Esperó un rato, en tensión, a la expectativa, listo para huir, pero no vio actividad.
Con los nervios a flor de piel, bajó de la camioneta, se dirigió a la puerta principal y entró utilizando su llave.
La casa estaba casi en silencio. Podía oír la voz de Daisy arriba y los murmullos de Polina. No se oía nada más.
Se deslizó con rapidez sobre la gruesa moqueta, cruzó el vestíbulo y echó un vistazo en el salón. Todas las mesas estaban pegadas a la pared. En el centro había una tarima cubierta con seda negra, sobre la que descansaba un ataúd de caoba negra pulida, con agarraderas de latón reluciente. En el féretro reposaba el cadáver de Josef Vyalov. La muerte había suavizado las duras facciones del hombre, y parecía inofensivo.
Olga estaba sentada a solas junto al cuerpo. Llevaba un vestido negro. Se encontraba de espaldas a la puerta.
Lev entró en el salón.
– Hola, Olga – dijo en voz baja.
Su mujer abrió la boca para gritar, pero él se la tapó con una mano para evitarlo.
– No hay nada de lo que preocuparse – le dijo -. Solo quiero hablar. – Lentamente, apartó la mano.
No gritó.
Lev se relajó un poco. Había salvado el primer obstáculo.
– ¡Mataste a mi padre! – exclamó, enfadada -. ¿De qué quieres hablar?
Lev respiró hondo. Tenía que manejar la situación de forma adecuada. No podía valerse únicamente de su encanto. Tendría que utilizar también el cerebro.