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– Del futuro – dijo, en voz baja y con un tono íntimo -. Del tuyo, el mío y el de la pequeña Daisy. Estoy en problemas, lo sé… Pero tú también.

Ella no quería escucharlo.

– Yo no tengo ningún problema. – Se volvió y miró hacia el cuerpo.

Lev acercó una silla y se sentó a su lado.

– El negocio que has heredado está condenado. Se viene abajo, apenas tiene valor.

– ¡Mi padre era muy rico! – dijo, indignada.

– Era propietario de bares, hoteles y un negocio de venta de bebidas alcohólicas al por mayor. Todos pierden dinero, y solo hace dos semanas que ha entrado en vigor la Ley Seca. Tuvo que cerrar cinco bares. Dentro de poco no quedará nada. – Lev dudó y, entonces, recurrió al argumento más fuerte que tenía -: No puedes pensar solo en ti. Debes tener en cuenta cómo vas a criar a Daisy.

Aquello pareció desconcertarla.

– ¿El negocio se va a pique de verdad?

– Ya oíste lo que me dijo tu padre durante el desayuno, antes de ayer.

– No lo recuerdo bien.

– Bueno, pues no te fíes solo de mi palabra, por favor. Compruébalo tú misma. Pregúntaselo a Norman Niall, el contable. Pregúntaselo a quien quieras.

Olga lo miró gravemente y decidió tomárselo en serio.

– ¿Por qué has venido a decirme esto?

– Porque se me ha ocurrido un modo de salvar el negocio.

– ¿Cómo?

– Importando alcohol de Canadá.

– Eso es ilegal.

– Sí. Pero es tu única esperanza. Sin bebida, no tienes negocio.

Olga negó con la cabeza.

– Puedo cuidar de mí misma.

– Por supuesto – dijo él -. Puedes vender esta casa por una buena cifra, invertir los beneficios y trasladarte a un pequeño apartamento con tu madre. Seguramente te quedaría una herencia que os permitiría seguir adelante, a Daisy y a ti, durante unos años, aunque deberías meditar sobre la posibilidad de buscar trabajo…

– ¡No puedo trabajar! – replicó ella -. Nunca me he preparado para realizar ningún oficio. ¿Qué podría hacer?

– Oh, pues mira, podrías trabajar de dependienta en unos grandes almacenes, o en una fábrica…

Lev no hablaba en serio, y Olga lo sabía.

– No digas tonterías – le espetó.

– Entonces, solo te queda una opción. – Estiró un brazo para tocarla.

Ella se apartó.

– ¿Por qué te importa lo que me ocurra?

– Porque eres mi esposa.

Olga lo miró, extrañada.

Lev puso su cara más sincera.

– Sé que no te he tratado bien, pero antes nos queríamos.

Olga soltó un gruñido de desdén.

– Y tenemos una hija de la que preocuparnos.

– Pero vas a ir a la cárcel.

– A menos que digas la verdad.

– ¿A qué te refieres?

– Olga, viste lo que ocurrió. Tu padre me atacó. Mírame la cara: tengo un ojo morado que lo demuestra. Tuve que defenderme. Debía de tener problemas de corazón. Quizá ya llevaba un tiempo enfermo, lo que explicaría por qué no logró preparar los negocios para la Ley Seca. De todos modos, murió a causa del esfuerzo que hizo para agredirme, no por los golpes que le di en defensa propia. Lo único que debes hacer es contarle la verdad a la policía.

– Ya les he dicho que lo mataste.

Lev se animó: estaba progresando.

– No pasa nada – la tranquilizó -. Cuando declaraste estabas muy alterada, afectada por el dolor. Ahora que estás más calmada, te has dado cuenta de que la muerte de tu padre fue un horrible accidente, causado por su mal estado de salud y su arrebato de ira.

– ¿Me creerán?

– Un jurado sí. Pero si contrato a un buen abogado ni tan siquiera habrá juicio. ¿Cómo va a haberlo si el único testigo jura que no fue homicidio?

– No lo sé. – Cambió de tema -: ¿Cómo vas a vender el alcohol?

– Es fácil. No te preocupes de ello.

Se volvió para mirarlo a la cara.

– No te creo. Solo lo dices para que cambie la declaración.

– Ponte el abrigo y te enseñaré una cosa.

Era un momento tenso. Si lo acompañaba, la tenía en el bote.

Al cabo de un instante Olga se puso en pie.

Lev reprimió una sonrisa triunfal.

Salieron del salón. Ya en la calle, abrió las puertas traseras de la camioneta.

Olga permaneció en silencio durante un buen rato. Entonces dijo:

– ¿Canadian Club? – Lev se dio cuenta de que su tono había cambiado. Era más realista. La consternación quedó en segundo plano.

– Cien cajas. Las he comprado a tres dólares la botella. Aquí puedo sacar diez… más aún si lo servimos directamente en tus bares.

– Tengo que pensarlo.

Era una buena señal. Estaba dispuesta a aceptar, pero no quería precipitarse.

– Lo entiendo, pero no hay tiempo – dijo Lev -. Me busca la policía, tengo una camioneta llena de whisky ilegal y debo saber tu decisión de inmediato. Siento presionarte, pero ya ves que no tengo elección.

Olga asintió, pensativa, pero no dijo nada.

– Si me dices que no – prosiguió Lev -, venderé el whisky, ganaré dinero y desaparecer. Entonces, estarás sola. Te deseo buena suerte y me despido de ti para siempre, sin resentimientos. Lo entendería.

– ¿Y si digo que sí?

– Iremos a la policía de inmediato.

Hubo un largo silencio.

Al final, Olga asintió.

– De acuerdo.

Lev apartó la mirada para que no le viera el rostro. «Lo has logrado – dijo para sí -. Te has sentado con ella en la sala donde se encuentra el cuerpo de su padre, y la has recuperado.»

«Perro.»

– Tengo que ponerme un sombrero – dijo Olga -. Y tú necesitas una camisa limpia. Debemos causar buena impresión.

Era fantástico. Se había puesto de su lado.

Regresaron a la casa y se prepararon. Mientras la esperaba, Lev llamó al Buffalo Advertiser y pidió por Peter Hoyle, el director. Una secretaria le preguntó el motivo de su llamada.

– Dígale que soy el hombre a quien buscan por el asesinato de Josef Vyalov.

Al cabo de un instante, una voz gritó:

– Aquí Hoyle. ¿Quién es usted?

– Lev Peshkov, el yerno de Vyalov.

– ¿Dónde está?

Lev no hizo caso de la pregunta.

– Si envía a un periodista a los escalones de la comisaría central de policía dentro de media hora, haré una declaración para su periódico.

– Ahí estaremos.

– ¿Señor Hoyle?

– ¿Sí?

– Envíe también a un fotógrafo. – Colgó.

Olga y Lev se sentaron en la parte delantera de la camioneta, que estaba descubierta, y se dirigieron al almacén que Josef tenía junto al río. Había cajas de cigarrillos amontonadas en las paredes. En el despacho situado al fondo, encontraron a Norman Niall, el contable de Vyalov, y al grupo habitual de matones. Lev sabía que Norman era muy poco honrado pero puntilloso. El hombre estaba sentado en la silla, tras el escritorio de su difunto jefe.

Todos se sorprendieron al ver a Lev y a Olga.

– Olga ha heredado el negocio. A partir de ahora, lo dirigiré yo – dijo Lev.

Norman no se levantó de la silla.

– Eso ya lo veremos – replicó.

Lev lo fulminó con la mirada y no abrió la boca.

– El testamento debe ser validado – añadió.

Lev negó con la cabeza.

– Si esperamos a que se lleven a cabo los formalismos, no quedará nada del negocio. – Señaló a uno de los matones -. Ilya, sal ahí fuera, echa un vistazo a la camioneta y dile a Norm lo que hayas visto.

Ilya obedeció. Lev dio la vuelta al escritorio y se quedó junto a Norman. Esperaron en silencio hasta que volvió el matón.