– Si nos negáramos a mantener relaciones comerciales con todos aquellos que utilizan sus embajadas de Londres con fines propagandísticos, no nos quedarían muchos socios. ¡Venga, Fitz, hacemos negocios con los caníbales de las islas Salomón!
Fitz no estaba muy seguro de que fuera cierto, ya que los caníbales de las islas Salomón no tenían mucho que ofrecer, pero pasó la cuestión por alto.
– ¿Tan grave es nuestra situación que tenemos que tratar con esos asesinos?
– Me temo que sí. He hablado con muchos hombres de negocios y me han asustado bastante con sus perspectivas sobre los próximos dieciocho meses. No están llegando pedidos. Los clientes no compran. Podríamos estar a punto de entrar en la peor época de desempleo que todos hayamos conocido jamás. Pero los rusos quieren comprar… y pagan con oro.
– ¡Yo no aceptaría su oro!
– Ah, pero Fitz – dijo Lloyd George -, usted ya tiene de sobra.
Hubo fiesta en Wellington Row, cuando Billy llevó a su esposa a Aberowen.
Era un sábado soleado y, por una vez, no llovía. A las tres de la tarde Billy y Mildred llegaron a la estación con las niñas de Mildred, las nuevas hijastras de Billy, Enid y Lillian, de ocho y siete años. Para entonces los mineros habían salido del pozo, se habían dado su baño semanal y se habían puesto sus trajes de domingo.
Los padres de Billy esperaban en la estación. Habían envejecido y parecían haber encogido, ya no sobresalían entre la gente que los rodeaba. Papá le estrechó la mano a Billy y dijo:
– Estoy orgulloso de ti, hijo. Te enfrentaste a ellos, tal y como te enseñé.
Billy estaba contento, aunque no se consideraba uno más de los éxitos en la vida de su padre.
Los padres de Billy habían conocido a Mildred en la boda de Ethel. David le estrechó la mano y la madre la besó.
– Es un placer verla de nuevo, señora Williams. ¿Puedo llamarla mamá? – preguntó Mildred.
Era lo mejor que podría haber dicho, y Cara se sentía encantada. Billy estaba convencido de que su padre llegaría a quererla, siempre que ella se abstuviera de decir palabras malsonantes.
Las preguntas insistentes de los parlamentarios en la Cámara de los Comunes, alimentadas con la información de Ethel, habían obligado al gobierno a anunciar la reducción de las condenas de varios soldados y marineros sometidos a consejos de guerra en Rusia acusados de amotinamiento y otros delitos. La pena de cárcel de Billy se había reducido a un año y lo habían liberado y desmovilizado. De modo que se casó con Mildred en cuanto pudo.
Aberowen le resultaba un lugar extraño. No había cambiado mucho, pero sus sentimientos eran distintos. Era una ciudad pequeña y gris, y las montañas que la rodeaban parecían muros destinados a retener a la gente. Ya no estaba seguro de que fuera su hogar. Como le sucedió cuando se puso el traje antes de partir a la guerra, le parecía que, a pesar de que todavía encajaba, ya no se sentía a gusto. Se dio cuenta de que nada de lo que sucediera allí cambiaría el mundo.
Subieron la cuesta de Wellington Row y vieron las casas decoradas con banderitas: la Union Jack, el Dragón Galés y la bandera roja. Había también un gran cartel que cruzaba la calle y decía: «Bienvenido a casa, Billy Doble». Todos los vecinos habían salido a la calle. Había mesas con jarras de cerveza y teteras, y bandejas con pasteles, tartas y bocadillos. Cuando vieron a Billy cantaron «We’ll Keep a Welcome in the Hillsides».
Billy lloró.
Le dieron una pinta de cerveza. Una multitud de jóvenes admiradores se arremolinó en torno a Mildred. Para ellos era una mujer exótica, con sus vestidos de Londres, su acento cockney y un sombrero con una gran ala que ella misma había adornado con flores de seda. Incluso cuando hacía gala de sus mejores modales no podía evitar decir cosas atrevidas como: «No podía dejar que se me pudriera en el pecho».
El abuelo parecía mayor, y caminaba encorvado, pero aún tenía la cabeza en su sitio. Se ocupó de Enid y Lillian, les dio unos caramelos que sacó de los bolsillos del chaleco y les enseñó cómo era capaz de hacer desaparecer un penique.
Billy tuvo que hablar con todas las familias de sus compañeros muertos: Joey Ponti, Jones el Profeta, Llewellyn el Manchas y los demás. Se reencontró con Tommy Griffiths, a quien había visto por última vez en Ufa, Rusia. El padre de Tommy, Len, el ateo, estaba demacrado por culpa del cáncer.
Billy iba a bajar de nuevo a la mina el lunes, y todos los mineros querían explicarle los cambios que había habido bajo tierra desde que se había ido: se habían abierto nuevos túneles que se ahondaban aún más en la mina, había más luces eléctricas y mejores medidas de seguridad.
Tommy se subió a una silla y pronunció un discurso de bienvenida, y luego tomó la palabra Billy.
– La guerra nos ha cambiado a todos – dijo -. Recuerdo cuando la gente decía que Dios había puesto a los ricos en la tierra para gobernarnos a nosotros, a la gente inferior. – La frase fue recibida con risas de desdén -. Muchos hombres dejaron de llamarse a engaño cuando tuvieron que luchar bajo las órdenes de unos oficiales de clase alta a los que ni tan siquiera se les debería confiar la organización de una excursión de domingo de un grupo de catequesis. – Los demás veteranos asintieron en un gesto cómplice -. La guerra se ganó gracias a hombres como nosotros, hombres de a pie, sin educación pero no estúpidos.
Todos se mostraron de acuerdo, y se oyeron varios «tiene razón» y «sí».
– Ahora podemos votar, y también una parte de las mujeres, aunque no todas, tal y como os dirá enseguida mi hermana Eth. – Hubo una pequeña ovación por parte de las mujeres -.
Este es nuestro país, y debemos tomar el control de él, tal y como han hecho los bolcheviques en Rusia y los socialdemócratas en Alemania. – Los hombres lo vitorearon -. Tenemos un partido de la clase trabajadora, el Partido Laborista, y somos suficientes para lograr que nuestro partido forme gobierno. Lloyd George nos jugó una mala pasada en las última elecciones, pero no volverá a salirse con la suya.
Alguien gritó:
– ¡No!
– Ahora voy a deciros por qué he vuelto. Los días de Perceval Jones como parlamentario por Aberowen están a punto de llegar a su fin. – Hubo una ovación -. ¡Quiero ver que un candidato laborista nos represente en la Cámara de los Comunes! – Billy miró a su padre, que estaba rebosante de alegría -. Gracias por vuestra fantástica bienvenida. – Bajó de la silla y todo el mundo aplaudió con entusiasmo.
– Buen discurso, Billy – lo felicitó Tommy Griffiths -. Pero ¿quién va a ser el candidato laborista?
– ¿Sabes qué, Tommy? – dijo Billy -. Te doy tres oportunidades para que lo adivines.
El filósofo Bertrand Russell fue a Rusia ese año y escribió un breve libro titulado Teoría y práctica del bolchevismo, que estuvo a punto de provocar el divorcio de los Leckwith.
Russell se mostró en contra de los bolcheviques con gran vehemencia. Y, lo que es peor aún, lo hizo desde un punto de vista de izquierdas. A diferencia de los críticos conservadores, él no afirmaba que el pueblo ruso no tuviera derecho a deponer al zar, a repartir las tierras de los nobles entre los campesinos y a dirigir sus propias fábricas. Al contrario, se mostraba conforme con todo aquello. Sin embargo, atacó a los bolcheviques, no por tener los ideales equivocados, sino por tener los ideales correctos pero ser incapaces de vivir de acuerdo con ellos. De modo que sus conclusiones no podían desecharse de plano por ser propaganda.
Bernie lo leyó primero. Como todos los bibliotecarios, no soportaba que la gente escribiera en los libros, pero en este caso hizo una excepción, y garabateó las páginas con comentarios iracundos, subrayó frases y escribió «¡Sandeces!» o «¡Argumento inválido!» con lápiz en los márgenes.