Ethel lo leyó con el bebé en brazos, que ya había cumplido un año. Le pusieron Mildred, pero siempre la llamaban Millie. La Mildred mayor se había trasladado a Aberowen con Billy y ya estaba embarazada del primer hijo de ambos. Ethel la echaba de menos, aunque se alegraba de poder utilizar las habitaciones del piso de arriba de la casa. La pequeña Millie tenía el pelo rizado y, a pesar de su corta edad, una mirada coqueta que recordaba a Ethel a todo el mundo.
Ethel disfrutó del libro. Russell era un escritor ingenioso. Con su aristocrática indiferencia, le había pedido una entrevista a Lenin, y había pasado una hora con el gran hombre. Hablaron en inglés. Lenin le dijo que lord Northcliffe era su mejor propagandista: las historias de terror que el Daily Mail contaba sobre el modo en que los rusos habían saqueado a los aristócratas tal vez aterraban a los burgueses, pero tendrían el efecto contrario en la clase trabajadora británica.
Sin embargo, Russell dejó muy claro en el libro que los bolcheviques eran totalmente antidemocráticos. La dictadura del proletariado era una verdadera dictadura, dijo, pero los gobernantes eran intelectuales de clase media como Lenin y Trotski, que solo permitían la ayuda de los proletarios que estaban de acuerdo con sus opiniones.
– Creo que esto es muy preocupante – comentó Ethel cuando acabó el libro.
– ¡Bertrand Russell es un aristócrata! – exclamó Bernie, furioso -. ¡Es el tercer conde!
– Eso no implica que sea una mala persona. – Millie dejó de mamar y se quedó dormida. Ethel le acarició sus suaves mejillas con la punta de los dedos -. Russell es socialista. Se queja de que los bolcheviques no están poniendo en práctica el socialismo.
– ¿Cómo puede decir algo así? Han aplastado a la nobleza.
– Pero también a la prensa que estaba en su contra.
– Es una necesidad temporal…
– ¿Hasta cuándo? ¡La Revolución rusa ya tiene tres años!
– Quien algo quiere, algo le cuesta.
– Dice que hay detenciones y ejecuciones arbitrarias, y que la policía secreta tiene más poder ahora que cuando mandaba el zar.
– Pero actúan para detener a contrarrevolucionarios, no a socialistas.
– El socialismo significa libertad, incluso para los contrarrevolucionarios.
– ¡No es cierto!
– Para mí sí.
Sus gritos despertaron a Millie. La niña, que sintió la ira que reinaba en la habitación, se puso a llorar.
– ¿Ves? – dijo Ethel con resentimiento -. Mira lo que has hecho.
Cuando Grigori regresó a casa de la guerra civil, se fue al confortable apartamento en el que vivían Katerina, Vladímir y Anna, situado en el enclave del gobierno en el antiguo fuerte del Kremlin. Para su gusto, tenía demasiadas comodidades. El país entero sufría escasez de comida y combustible, pero en las tiendas del Kremlin había de sobra. En el complejo disponían de tres restaurantes con cocineros de escuela francesa y, para consternación de Grigori, los camareros daban un taconazo ante los bolcheviques, tal y como habían hecho con los antiguos nobles. Katerina dejaba a los niños en la guardería mientras iba a la peluquería. Por la noche, los miembros del Comité Central iban a la ópera en coches con chófer.
– Espero que no nos estemos convirtiendo en la nueva nobleza – le dijo una noche a Katerina en la cama.
Su mujer soltó una risa de desdén.
– Si lo somos, ¿dónde están mis diamantes?
– Bueno, ya sabes, organizamos banquetes, viajamos en primera clase en el ferrocarril, etcétera.
– Los aristócratas nunca hicieron nada útil. Todos vosotros trabajáis doce, quince, dieciocho horas al día. No se puede esperar que hurguéis en la basura en busca de ramas para quemarlas y no moriros de frío, como hacen los pobres.
– Pero entonces siempre hay una excusa para que la élite tenga sus privilegios especiales.
– Ven aquí – dijo ella -. Voy a darte un privilegio especial.
Después de hacer el amor, Grigori permaneció despierto. A pesar de sus dudas, no podía reprimir un sentimiento de secreta satisfacción al ver que su familia vivía tan bien. Katerina había engordado. Cuando la conoció era una chica de veinte años voluptuosa; ahora era una madre rolliza de veintiséis. Vladímir tenía cinco años y estaba aprendiendo a leer y a escribir en la escuela, junto con los hijos de los demás nuevos gobernantes de Rusia; Anna, a la que llamaban Ania, era una niña traviesa de tres años con el cabello rizado. Su hogar había pertenecido a una de las damas de honor de la zarina. Era un piso cálido, seco y espacioso, que tenía un dormitorio para los niños y también cocina y sala de estar; en el pasado, en Petrogrado, habría servido de alojamiento para veinte personas. Había una alfombra frente al fuego, cortinas en las ventanas, tazas de porcelana para el té y un óleo del lago Baikal sobre la chimenea.
Al final Grigori se durmió y se despertó a las seis cuando alguien llamó a la puerta. La abrió y encontró a una mujer esquelética, vestida con harapos, que le resultaba familiar.
– Siento molestarlo tan pronto, excelencia – dijo, utilizando la forma antigua y respetuosa de tratamiento.
La reconoció enseguida, era la mujer de Konstantín.
– ¡Magda! – exclamó, asombrado -. Estás muy distinta, ¡pasa! ¿Qué sucede? ¿Vives en Moscú ahora?
– Sí, nos hemos trasladado aquí, excelencia.
– No me llames así, por el amor de Dios. ¿Dónde está Konstantín?
– En la cárcel.
– ¿Qué? ¿Por qué?
– Por contrarrevolucionario.
– ¡Es imposible! – dijo Grigori -. Deben de haber cometido un grave error.
– Sí, señor.
– ¿Quién lo ha detenido?
– La Cheka.
– La policía secreta. Bueno, trabajan para nosotros. Averiguaré lo que ha sucedido. Lo investigar inmediatamente después del desayuno.
– Por favor, excelencia, se lo suplico, haga algo ahora. Van a fusilarlo dentro de una hora.
– ¡Diablos! – exclamó Grigori -. Espera mientras me visto.
Se puso el uniforme. Aunque no tenía insignias de rango, era de mucha mejor calidad que el de los soldados rasos, y lo distinguía claramente como comandante.
Al cabo de unos minutos, Magda y él abandonaron el complejo del Kremlin. Estaba nevando. Recorrieron la corta distancia que los separaba de la plaza Lubianka. El cuartel de la Cheka era un enorme edificio barroco de ladrillo amarillo, que antiguamente habían sido las oficinas de una compañía aseguradora. El guardia de la puerta hizo el saludo militar a Grigori, que empezó a gritar en cuanto puso un pie en el edificio.
– ¿Quién manda aquí? ¡Traedme al oficial de servicio! Soy el camarada Grigori Peshkov, miembro del Comité Central Bolchevique. Deseo ver al prisionero Konstantín Vorotsintsev de inmediato. ¿A qué esperáis? ¡Poneos manos a la obra! – Había descubierto que aquella era la forma más rápida de hacer las cosas, aunque le traía a la mente el horrible recuerdo del comportamiento irascible de un noble malcriado.
Los guardias echaron a correr, presas del pánico, y entonces Grigori se llevó una gran sorpresa. El oficial de servicio bajó al vestíbulo. Grigori lo conocía. Era Mijaíl Pinski.
Grigori se horrorizó. Pinski había sido un matón y un animal que había pertenecido a la policía zarista: ¿era ahora un matón y un animal al servicio de la revolución?
Pinski esbozó una sonrisa empalagosa.
– Camarada Peshkov – dijo -. Qué honor.
– No dijiste eso cuando te di un puñetazo por molestar a una pobre campesina – replicó Grigori.
– Cómo han cambiado las cosas, camarada… para todos.
– ¿Por qué habéis detenido a Konstantín Vorotsintsev?
– Por llevar a cabo actividades contrarrevolucionarias.