– Eso es absurdo. Era el moderador del grupo de discusión bolchevique de la fábrica Putílov en 1914. Fue uno de los primeros representantes del Sóviet de Petrogrado. ¡Es más bolchevique que yo!
– ¿Es eso cierto? – preguntó Pinski, con un deje de amenaza.
Grigori no le hizo caso.
– Traédmelo.
– Ahora mismo, camarada.
Al cabo de unos minutos apareció Konstantín. Estaba sucio, sin afeitar y olía a pocilga. Magda rompió a llorar y lo abrazó.
– Tengo que hablar con el prisionero en privado – le dijo Grigori a Pinski -. Llévanos a tu despacho.
Pinski negó con la cabeza.
– Mi humilde oficina…
– No discutas – dijo Grigori -. A tu despacho. – Era una forma de realzar su poder. Tenía que mantener dominado a Pinski.
Subieron a una oficina del piso superior con vistas al patio interior. Pinski se apresuró a guardar un puño de acero en un cajón.
Grigori miró por la ventana y vio que amanecía.
– Espera fuera – le ordenó a Pinski.
Se sentaron y Grigori le preguntó a Konstantín:
– ¿Qué demonios está sucediendo?
– Vinimos a Moscú cuando se trasladó el gobierno – le explicó su amigo -. Creía que me nombrarían comisario político. Pero fue un error. Aquí no tengo apoyo político.
– Entonces, ¿qué has hecho hasta ahora?
– Busqué un trabajo normal. Estoy en la fábrica Tod, haciendo partes de motores, ruedas dentadas, pistones y cojinetes.
– Pero ¿por qué cree la policía que eres un contrarrevolucionario?
– La fábrica elige a un representante para el Sóviet de Moscú. Uno de los ingenieros anunció que se presentaría como candidato menchevique. Organizó un mitin y fui a escucharlo. Solo asistieron una docena de personas. No hablé, me fui a la mitad y no lo voté. Ganó el candidato bolchevique, por supuesto. Pero, después de las elecciones, todos los que asistimos al mitin menchevique fuimos despedidos. Entonces, la semana pasada, nos detuvieron.
– No podemos hacer esto – dijo Grigori, con desesperación -. Ni tan siquiera en nombre de la revolución. No podemos detener a trabajadores por el mero hecho de que escuchen un punto de vista distinto.
Konstantín lo miró extrañado.
– ¿Has estado fuera?
– Por supuesto – respondió Grigori -. Luchando contra los ejércitos contrarrevolucionarios.
– Entonces por eso no sabes lo que está sucediendo.
– ¿Te refieres a que ya ha ocurrido antes?
– Grishka, sucede a diario.
– No puedo creerlo.
– Anoche recibí un mensaje – intervino Magda -, de una amiga que está casada con un policía, en el que me decía que Konstantín y los demás serían fusilados a las ocho en punto de la mañana.
Grigori miró su reloj de pulsera del ejército. Ya eran casi las ocho.
– ¡Pinski! – gritó.
El policía entró.
– Detén la ejecución.
– Me temo que es demasiado tarde, camarada.
– ¿Quieres decir que esos hombres ya han sido fusilados?
– Aún no. – Pinski se acercó a la ventana.
Grigori hizo lo mismo. Konstantín y Magda permanecieron a su lado.
Abajo, en el patio cubierto de nieve, se había reunido ya el pelotón de fusilamiento bajo la tenue luz de los primeros rayos del día. Frente a los soldados, había una docena de hombres con los ojos vendados, que tiritaban de frío a causa de la ropa fina que llevaban. Una bandera roja ondeaba sobre ellos.
Mientras Grigori miraba, los soldados levantaron los fusiles.
Grigori gritó:
– ¡Paraos ahora! ¡No disparéis! – Pero su voz quedó amortiguada por la ventana, y nadie lo oyó.
Al cabo de un instante, se oyó el estruendo de unos disparos.
Los condenados cayeron al suelo. Grigori miró fijamente la escena, aterrado.
Alrededor de los cuerpos desplomados, unas manchas de sangre tiñeron la nieve; de un rojo brillante a juego con la bandera que ondeaba encima.
Capítulo 41
11-12 de noviembre de 1923
Maud durmió durante el día y se despertó a media tarde, cuando Walter volvió con los niños a casa de la catequesis dominical. Eric tenía tres años y Heike, dos; tenían un aspecto tan adorable vestidos con su mejor ropa que Maud pensó que el corazón le iba a estallar de amor.
Nunca había sentido algo como aquello. Ni tan siquiera su pasión arrebatadora por Walter había sido tan abrumadora. Los niños también le hacían sentir una mezcla de desesperación y ansiedad. ¿Sería capaz de alimentarlos y evitar que pasaran frío, y protegerlos de los disturbios y de la revolución?
Les dio pan con leche caliente para hacerlos entrar en calor, y luego empezó a prepararse para la noche. Walter y ella habían organizado una pequeña fiesta familiar para celebrar el cumpleaños del primo de Walter, Robert von Ulrich, que cumplía treinta y ocho años.
Robert no había muerto en la guerra, a pesar de los temores de sus padres, ¿o eran acaso sus esperanzas? Sea como fuere, Walter no se había convertido en el Graf Von Ulrich. Robert fue encerrado en un campo para prisioneros de guerra de Siberia. Cuando los bolcheviques firmaron la paz con Austria, Robert y su compañero, Jörg, tuvieron que caminar, hacer dedo y montarse en trenes de mercancías para volver a casa. Tardaron un año, pero lo consiguieron, y cuando llegaron Walter les encontró un apartamento en Berlín.
Maud se puso el delantal. En la diminuta cocina de su pequeña casa preparó una sopa con repollo, pan duro y nabos. También hizo un pastel, aunque tuvo que compensar la escasez de ingredientes con más nabos.
Había aprendido a cocinar y muchas cosas más. Una bondadosa vecina, una anciana, se apiadó de la apabullada aristócrata y le enseñó a hacer la cama, a planchar una camisa y a limpiar la bañera. Para Maud todo aquello fue un duro golpe.
Vivían en una casa de clase media, en la ciudad. No habían podido reformarla y tampoco podían permitirse los sirvientes a los que Maud estaba acostumbrada, y tenían muchos muebles de segunda mano que ella aborrecía, aunque jamás lo decía.
Habían albergado grandes esperanzas de que llegarían tiempos mejores, pero, de hecho, las cosas no habían sino empeorado: la carrera de Walter en el Ministerio de Asuntos Exteriores estaba en un punto muerto debido a su matrimonio con una inglesa; no le habría importado cambiar de trabajo, pero teniendo en cuenta el caos económico imperante podía considerarse afortunado por el mero hecho de tener empleo. Y la insatisfacción de los primeros tiempos de Maud parecía algo trivial ahora, después de cuatro años de pobreza. Los remiendos de la tapicería eran las cicatrices de los juegos de los niños, las ventanas rotas se tapaban con cartón y la pintura se descascarillaba por todas partes.
Sin embargo, Maud no se arrepentía de nada. Podía besar a Walter siempre que quería, meterle la lengua en la boca, desabrocharle los pantalones y hacer el amor con él en la cama, en el sofá o incluso en el suelo, lo que compensaba todo lo demás.
Los padres de Walter acudieron a la fiesta y llevaron medio jamón y dos botellas de vino. Otto había perdido su finca familiar, Zumwald, que ahora pertenecía a Polonia. Su ahorros habían quedado en nada por culpa de la inflación. Sin embargo, cultivaba patatas en el gran jardín de su casa de Berlín y aún le quedaba mucho vino de antes de la guerra.
– ¿Cómo ha logrado encontrar jamón? – preguntó Walter con incredulidad. Por lo general aquellos lujos solo podían comprarse con dólares estadounidenses.
– Lo he cambiado por una botella de champán añejo – respondió Otto.
Los abuelos pusieron a dormir a sus nietos. Otto les contó un cuento popular. Por lo que pudo oír Maud, trataba sobre una reina que ordenó decapitar a su hermano. Se estremeció, pero no metió baza. Luego Susanne les cantó nanas con su voz aflautada y los niños se quedaron dormidos, sin que, al parecer, les afectara el sangriento relato de su abuelo.