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– Con razón perdieron la guerra.

– Pese a todo, los rusos poseen el ejército más numeroso del mundo: seis millones de hombres, según algunos cálculos, contando a los reservistas. Pero ¿cuán eficientes serían… en una guerra europea, pongamos por caso?

– No he vuelto desde que me casé – contestó Fitz -. No estoy seguro.

– Nosotros tampoco. Ahí es donde entra usted; me gustaría que realizase algunas pesquisas durante su estancia en el país.

Fitz estaba muy sorprendido.

– Pero estoy convencido de que nuestra embajada sabría encargarse de algo así.

– Por supuesto. – C se encogió de hombros -. Pero a los diplomáticos siempre les interesa mucho más la política que los asuntos militares.

– Sí, es cierto, pero debe de haber algún agregado militar.

– Alguien ajeno a los círculos habituales como usted mismo podría aportar una visión más fresca y mucho más diáfana… de modo similar a la manera en que su grupo de Ty Gwyn supo facilitar al rey una información que este no habría podido obtener del Foreign Office. Pero si no se cree capaz…

– No me estoy negando a hacerlo – se apresuró a decir Fitz. Al contrario, se sentía muy halagado por el hecho de que quisiesen asignarle una misión por su país -. Es solo que me sorprende que las cosas se hagan de este modo.

– Somos un departamento más bien nuevo con escasos recursos. Mis mejores informadores son viajeros inteligentes con suficiente formación militar para entender lo que están presenciando.

– Muy bien.

– Me interesa saber, sobre todo, si tiene la impresión de que entre los oficiales del ejército ruso se ha producido algún cambio desde 1905. ¿Se han modernizado o siguen aferrándose a las viejas ideas de siempre? Se reunirá con la flor y nata de la comandancia en San Petersburgo, porque su mujer está emparentada con la mitad de ellos.

Fitz estaba pensando en la última vez que Rusia había participado en una guerra.

– La razón principal de su derrota ante Japón fue porque la red ferroviaria rusa no consiguió hacer entrega de los suministros a sus tropas en el plazo necesario.

– Pero desde entonces han estado intentando mejorar la red de ferrocarril, con el dinero que les ha prestado Francia, su aliada.

– ¿Y han hecho muchos progresos?

– Ese es el asunto clave. Usted viajará en tren. ¿Son puntuales los trenes? Mantenga los ojos bien abiertos. Las vías, ¿siguen siendo vías únicas o dobles? Los generales alemanes tienen un plan de emergencia en caso de guerra basado en un cálculo de cuánto se tardaría en movilizar al ejército ruso. Si estalla una guerra, muchas cosas van a depender de la precisión de ese horario de trenes.

Fitz se sentía tan entusiasmado como un niño, pero se forzó a sí mismo a hablar en tono solemne.

– Averiguaré todo cuanto pueda.

– Gracias. – C consultó su reloj.

Fitz se levantó y se estrecharon la mano.

– ¿Cuándo se marchan exactamente? – preguntó C.

– Salimos mañana – dijo Fitz -. Adiós.

Grigori Peshkov vio a su hermano menor, Lev, aceptando dinero del norteamericano alto. El atractivo rostro de Lev traslucía una expresión de avidez infantil, como si su principal objetivo fuese mostrarles a todos su talento. Grigori experimentó una punzada de ansiedad, como tantas otras veces; temía que algún día Lev se metiese en un lío del que ni siquiera echando mano de todo su encanto consiguiese salir.

– Es una prueba de retentiva – dijo Lev en inglés. Se había aprendido las palabras de memoria -. Escoja cualquier carta. – Tuvo que levantar la voz para hacerse oír pese al estruendo de la fábrica: el fragor de las máquinas, el silbido del vapor y los obreros dando instrucciones y haciendo preguntas a gritos.

El nombre del visitante era Gus Dewar. Llevaba una chaqueta, chaleco y pantalones, todo de la misma tela de lana fina de color gris. Grigori sentía un interés especial por él porque era de Buffalo.

Dewar era un joven simpático. Se encogió de hombros, escogió una carta de la baraja de Lev y la miró.

– Póngala boca abajo en la mesa – dijo Lev.

Dewar colocó la carta sobre la tosca mesa de trabajo de madera.

Lev extrajo un billete de un rublo del bolsillo y lo colocó encima de la carta.

– Y ahora, ponga un dólar boca abajo. – Aquello solo podía hacerse con los visitantes ricos.

Grigori sabía que Lev ya había cambiado la carta. En la mano, oculta por el billete de rublo, guardaba una carta distinta. El truco, que Lev había practicado durante horas, consistía en coger la primera carta y esconderla en la palma de la mano inmediatamente después de dejar el billete de rublo y, de paso, la carta ya preparada.

– ¿Está seguro de que puede permitirse perder un dólar, señor Dewar? – preguntó Lev.

El estadounidense sonrió, como hacían siempre todas las víctimas llegado ese momento.

– Eso creo – contestó.

– ¿Recuerda cuál era su carta? – En realidad, Lev no sabía hablar inglés. También sabía decir esas mismas frases en alemán, francés e italiano.

– El cinco de picas – respondió Dewar.

– Se equivoca.

– Estoy completamente seguro.

– Dele la vuelta.

Dewar puso la carta boca arriba. Era la reina de tréboles.

Lev recogió el billete de dólar y su rublo original.

Grigori contuvo la respiración; aquel era el momento más peligroso. ¿Protestaría el estadounidense diciendo que lo habían engañado y acusaría a Lev?

Dewar esbozó una sonrisa de amargura y dijo:

– Lo reconozco, he perdido.

– Me sé otro juego – comentó Lev.

Ya era suficiente; Lev estaba tentando su suerte. A pesar de que ya tenía veinte años, Grigori aún tenía que protegerlo.

– No juegue contra mi hermano – le dijo Grigori a Dewar en ruso -. Siempre gana.

Dewar sonrió y respondió con tono inseguro en la misma lengua:

– Un buen consejo.

Dewar era el primero de un pequeño grupo de visitantes en realizar un recorrido por las instalaciones de la planta metalúrgica Putílov, la mayor fábrica de San Petersburgo, que daba trabajo a treinta mil hombres, mujeres y niños. La tarea de Grigori consistía en enseñarles su propia sección, que no por pequeña dejaba de ser importante. La fábrica producía locomotoras y otras piezas de acero de gran tamaño. Grigori era el encargado del taller que fabricaba las ruedas de los trenes.

Grigori se moría de ganas de hablar con Dewar sobre Buffalo, pero antes de poder formularle alguna pregunta, apareció el supervisor de la sección de la fundición, Kanin. Ingeniero cualificado, era un hombre alto y delgado y con entradas en la frente.

Iba acompañado de un segundo visitante y Grigori dedujo, por su vestimenta, que aquel debía de ser el lord inglés. Iba vestido como un aristócrata ruso, con frac y sombrero de copa. Tal vez aquella era la ropa que lucían las clases dirigentes de todo el mundo.

Por lo que Grigori había podido averiguar, el nombre del lord era conde Fitzherbert. Era el hombre más apuesto que Grigori había visto en su vida, con el pelo negro y unos intensos ojos verdes. Las mujeres del taller de fabricación de ruedas lo miraban arrobadas, como si fuera un dios.

Kanin se dirigió a Fitzherbert en ruso.

– Ahora estamos produciendo dos locomotoras nuevas cada semana – explicó con orgullo evidente.

– Asombroso – comentó el lord inglés.