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Grigori comprendía el interés de aquellos extranjeros. Leía los periódicos y acudía a las conferencias y a los círculos de debate que organizaba el Comité Bolchevique de San Petersburgo. Las locomotoras que allí se fabricaban eran piezas esenciales de la capacidad de Rusia para defenderse. Puede que los visitantes fingiesen sentir una curiosidad inocente, pero en realidad estaban reuniendo información sobre asuntos de inteligencia militar.

Kanin presentó a Grigori.

– Peshkov es el campeón de ajedrez de la fábrica. – Kanin formaba parte del comité de dirección de la fábrica, pero no era mal jefe.

Fitzherbert se mostraba encantador con todo el mundo. Se puso a hablar con Varia, una mujer de unos cincuenta años con el pelo gris recogido en un pañuelo.

– Muy amable por su parte por enseñarnos su lugar de trabajo – le dijo en tono alegre, hablando un ruso muy fluido con un marcado acento extranjero.

Varia, una mujer monumental, corpulenta y de busto generoso, se puso a reír como una colegiala.

La demostración estaba lista. Grigori había colocado varios lingotes de acero en la tolva y encendido el horno, y el metal ya se estaba fundiendo. Sin embargo, aún quedaba un último visitante por llegar, la esposa del conde, de quien se rumoreaba que era rusa, de ahí que Fitzherbert dominase de ese modo el idioma, lo cual no era muy habitual tratándose de un extranjero.

Grigori quería hacer un montón de preguntas a Dewar sobre Buffalo, pero antes de que tuviera ocasión de hacerlo, la esposa del conde entró en el taller de fabricación de ruedas. La falda del vestido, que le llegaba hasta el suelo, era como una escoba, barriendo a su paso toda la mugre y las virutas que tenía delante. Llevaba un abrigo corto encima del vestido, y la seguía un criado con una capa de pieles, una doncella con un bolso y uno de los directores de la fábrica, el conde Maklakov, un hombre joven vestido igual que Fitzherbert. Era evidente que Maklakov solo tenía ojos para su visitante, sonriéndole, hablándole en voz baja y tomándola del brazo innecesariamente. La mujer poseía una belleza extraordinaria, con unos preciosos tirabuzones rubios y una graciosa forma de ladear la cabeza con una coquetería especial.

Grigori la reconoció de inmediato: era la princesa Bea.

El corazón le dio un vuelco, empezó a sentir náuseas y trató con todas sus fuerzas de reprimir el doloroso recuerdo que pugnaba por salir de un pasado lejano. Acto seguido, como en cualquier emergencia, buscó a su hermano con la mirada. ¿Se acordaría Lev de aquello? Su hermano solo tenía seis años cuando todo ocurrió. Lev observaba a la princesa con curiosidad, como tratando de ubicarla en su memoria. Luego, cuando vio que Grigori lo miraba, le cambió la cara y lo recordó todo. Palideció y parecía estar a punto de desmayarse, pero luego, de pronto, se puso lívido de ira.

Para entonces, Grigori ya había llegado junto a él.

– Tranquilízate – le murmuró -. No digas nada. Recuerda, nos vamos a América… no podemos dejar que nada interfiera con nuestros planes. – Lev chasqueó la lengua, asqueado -. Vuelve a los establos – dijo Grigori. Lev era conductor de ponis, y trabajaba con los muchos caballos que se utilizaban en la fábrica.

Lev fulminó con la mirada a la princesa, quien proseguía con la visita ajena a todo. A continuación, el joven se volvió, se fue, y el momento de peligro pasó.

Grigori comenzó la demostración e hizo una seña a Isaak, que tenía más o menos su edad y era el capitán del equipo de fútbol de la fábrica. El muchacho abrió la cavidad del molde y, acto seguido, Varia y él levantaron un modelo de madera de una rueda acanalada de ferrocarril. El modelo en sí mismo ya era una obra de máxima precisión, con radios de sección elíptica y un estrechamiento en relación veinte a uno desde el cubo a la llanta. La rueda era para una locomotora 4-6-4, y el modelo era casi tan alto como las personas que lo sujetaban.

Lo colocaron a presión en el interior de una caja profunda con una mezcla compactada de arena de moldeo húmeda. Isaak cerró la caja del molde para formar la pestaña y la banda de rodadura, y finalmente, accionó los pasadores para cerrar el molde.

Abrieron el montaje y Grigori inspeccionó el agujero que había dejado el modelo. A simple vista, no había irregularidades. Roció la arena de moldeo con un líquido negro oleaginoso y luego volvió a cerrar el frasco.

– Por favor, ahora apártense – les pidió a los visitantes.

Isaak desplazó la boca de carga de la tolva hacia la abertura para la alimentación que había encima del molde y entonces Grigori retiró despacio la palanca que inclinaba la tolva.

El acero líquido fue cayendo lentamente encima del molde; el vapor procedente de la arena húmeda emitió un sonido sibilante al tiempo que se filtraba por los orificios de ventilación. Grigori sabía por experiencia cuándo retirar la tolva e interrumpir de ese modo la circulación del acero fundido.

– El siguiente paso consiste en pulir la forma de la rueda – explicó -. Como el metal caliente tarda tanto en enfriarse, tengo aquí una rueda ya fría.

Ya estaba colocada en un torno, y Grigori hizo una seña a Konstantín, el tornero, que era el hijo de Varia. Konstantín era el moderador del Círculo de Debate Bolchevique y el mejor amigo de Grigori. Puso en marcha el motor eléctrico, haciendo girar la rueda a gran velocidad, y empezó a darle forma con una muela.

– Por favor, manténganse alejados del torno – conminó Grigori a los visitantes, alzando la voz para hacerse oír pese al fragor de la máquina -. Podrían perder un dedo si lo tocan. – Levantó la mano izquierda -. Como me pasó a mí a los doce años. – Su dedo anular era un horrible muñón.

Percibió la mirada de irritación que le lanzó el conde Maklakov, a quien no le gustaba que le recordaran el coste humano de los beneficios que percibía de aquella fábrica. La mirada que le dedicó la princesa Bea era una mezcla perfecta de asco y fascinación, y Grigori se preguntó si no sentiría un interés morboso por la sordidez y el sufrimiento. Al fin y al cabo, no era muy habitual que una dama quisiera ir a visitar una fábrica.

Hizo una señal a Konstantín, quien detuvo el torno.

– A continuación, se comprueban las dimensiones de la rueda con calibres. – Les enseñó la herramienta que empleaban -. Las ruedas de los trenes deben tener un tamaño exacto; si existe una variación de un milímetro y medio de diámetro, el grosor aproximado de la mina de grafito de un lápiz, hay que volver a fundir la rueda y rehacerla.

Fitzherbert decidió intervenir, en un ruso algo rudimentario.

– ¿Cuántas ruedas fabrican al día?

– Un promedio de seis o siete, contando las rechazadas.

– ¿Cuántas horas trabajan? – preguntó Dewar, el norteamericano.

– Desde las seis de la mañana hasta las siete de la tarde, de lunes a sábado. El domingo tenemos permiso para ir a la iglesia.

Un chiquillo de unos ocho años entró corriendo en el taller de fabricación de ruedas, perseguido por una mujer que iba tras él dando voces, sin duda su madre. Grigori quiso atraparlo para alejarlo del horno, pero el chico lo esquivó y se topó de bruces con la princesa Bea, estrellando su cabecita pelada contra las costillas de la aristócrata con un contundente golpe. Ella lanzó un quejido, dolorida. El chico se paró, aturdido. Furiosa, la princesa cogió impulso con el brazo y le plantó un sonoro bofetón en la cara, con tanta fuerza, que el muchacho se tambaleó y Grigori creyó que iba a caerse redondo al suelo. El estadounidense soltó un exabrupto en inglés, algo que expresaba su sorpresa y su indignación. Al cabo de un momento, la madre levantó al chico en volandas con sus poderosos brazos y se dio media vuelta.

Kanin, el supervisor, parecía asustado, a sabiendas de que podían echarle la culpa a él, de modo que se dirigió a la princesa: