– No estés tan nervioso – le dijo -. Yo bajé al pozo cuando tenía diez años, y mi mismísimo padre bajó a la mina encaramado a la espalda del suyo cuando tenía cinco, y trabajaba desde las seis de la mañana hasta las siete de la tarde. De octubre a marzo no veía la luz del sol.
– No estoy nervioso – repuso Billy.
No era verdad. Estaba muerto de miedo.
Pese a todo, el abuelo se mostró benevolente y no siguió insistiendo. A Billy le caía bien. Su madre lo trataba como un crío pequeño, y su padre era severo y sarcástico, pero el abuelo era tolerante y se dirigía a Billy hablándole como a un adulto.
– Escuchad – dijo el padre.
Él era incapaz de comprar el Mail, un periodicucho de derechas, pero a veces se llevaba a casa el ejemplar de otra persona y les leía el periódico en voz alta, con tono desdeñoso y mofándose de la estupidez y la falta de honradez de la clase dirigente.
– «Lady Diana Manners ha sido objeto de severas críticas por acudir con el mismo vestido a dos bailes distintos. La hija menor del duque de Rutland recibió el galardón del “mejor vestido de señora” en el baile del Savoy por el cuerpo ceñido de escote barco y falda de miriñaque, y obtuvo un premio de doscientas cincuenta guineas.» – Bajó el periódico y dijo -: Eso es, al menos, tu salario de cinco años, hijo mío. – Reanudó la lectura -: «Sin embargo, suscitó la reprobación de los connoisseurs al lucir el mismo vestido en la fiesta que lord Winterton y F. E. Smith celebraron en el hotel Claridge. En contra de lo que afirma el dicho popular, lo que abunda, y en este caso repite, en ocasiones sí daña, fue el comentario de los asistentes». – Levantó la mirada del periódico y dijo -: Así que ya lo sabes, mamá, será mejor que te cambies de vestido si no quieres suscitar la reprobación de los connoisseurs.
Aquello no hizo gracia a la madre de Billy. Llevaba un viejo vestido de lana de color pardo con los codos remendados y manchas bajo las axilas.
– Si tuviera doscientas cincuenta guineas, te aseguro yo que estaría mucho más elegante que ese adefesio de lady Diana Comosellame – dijo, no sin amargura.
– Es verdad – convino el abuelo -. Cara siempre fue la más guapa… igual que su madre. – La madre de Billy se llamaba Cara. El abuelo se dirigió entonces al chico -: Tu abuela era italiana, se llamaba Maria Ferrone. – Eso Billy ya lo sabía, pero al abuelo le encantaba relatar una y otra vez las viejas historias familiares -. De ahí heredó tu madre ese pelo negro tan brillante y esos hermosos ojos oscuros, y tu hermana también. Tu abuela era la mujer más guapa de Cardiff… ¡y yo me la quedé! – De pronto, una nube de tristeza le ensombreció el semblante -. Aquellos sí que eran buenos tiempos… – añadió en voz baja.
El padre frunció el ceño con aire reprobador porque, a su juicio, aquella conversación evocaba los placeres de la carne, pero la madre se sintió halagada con los cumplidos de su padre y sonrió contenta mientras le servía el desayuno.
– Huy, sí, ya lo creo – intervino -. A mis hermanas y a mí todo el mundo nos consideraba unas bellezas. Se iban a enterar esos duques de lo que es una mujer guapa si tuviéramos dinero para sedas y encajes…
Billy se quedó pasmado, pues nunca se le había pasado por la cabeza considerar guapa ni nada por el estilo a su madre, aunque cuando se vestía para las reuniones del templo el sábado por la tarde sí estaba radiante, sobre todo cuando llevaba sombrero. Suponía que debía de haber sido guapa alguna vez, hacía muchos años, pero le costaba imaginarlo.
– Y además, para que lo sepas – dijo el abuelo -, en la familia de tu abuela eran todos muy listos. Mi cuñado era minero, pero dejó la mina y abrió un café en Tenby. ¡Eso sí que es vida! Disfrutar de la brisa marina y sin hacer nada en todo el día más que preparar el café y contar el dinero de la caja.
El padre leyó otra noticia.
– «Como parte de los preparativos para la coronación, el palacio de Buckingham ha elaborado un manual de protocolo de doscientas doce páginas.» – Levantó de nuevo la vista del papel -. No te olvides de mencionar eso hoy abajo en el pozo, Billy. Los hombres se alegrarán de saber que, cuando de la coronación se trata, no se ha dejado nada al azar.
A Billy la realeza le traía sin cuidado; lo que le gustaba eran las historias de aventuras que el Mail solía publicar sobre corpulentos y valerosos alumnos de colegios privados que jugaban al rugby y atrapaban a escurridizos espías alemanes. Según el periódico, dichos espías infestaban las ciudades de toda la geografía británica, aunque, por desgracia, no parecía haber ninguno en Aberowen.
Billy se levantó de la mesa.
– Voy calle abajo – anunció.
Salió de la casa por la puerta principal. Lo de ir «calle abajo» era un eufemismo familiar: significaba ir a las letrinas, que quedaban a medio camino de Wellington Row. Había una choza baja de ladrillo con el techo de chapa ondulada, construida encima de un profundo hoyo excavado en el suelo. La choza estaba dividida en dos compartimientos, uno para los hombres y otro para las mujeres, y cada uno de ellos contaba, a su vez, con un asiento doble, para que la gente pudiese hacer sus necesidades de dos en dos. Nadie sabía por qué quienes habían construido las letrinas lo habían dispuesto de ese modo, pero todos lo aprovechaban al máximo: los hombres se limitaban a mirar hacia delante y no decían nada, pero, tal como Billy comprobaba a menudo, las mujeres charlaban alegremente. El olor era nauseabundo, a pesar de la costumbre y del hecho de ser un acto cotidiano que se repetía todos los días. Billy siempre intentaba contener la respiración con todas sus fuerzas para luego, al salir, inspirar desesperadamente. Un hombre al que todo el mundo llamaba Dai el Boñigas se encargaba de vaciar el hoyo periódicamente.
Cuando Billy volvió a la casa, se llevó una gran alegría al ver a su hermana, Ethel, sentada a la mesa.
– ¡Feliz cumpleaños, Billy! – exclamó al verlo -. Tenía que venir a darte un beso antes de que bajaras al pozo.
Ethel tenía dieciocho años y, a diferencia de lo que le ocurría con su madre, a Billy no le costaba ningún esfuerzo ver lo guapa que era. Tenía el pelo de color rojo caoba, ensortijado, y los ojos negros centelleaban con un brillo pícaro. Tal vez su madre hubiese tenido aquel aspecto alguna vez, hacía mucho tiempo. Ethel llevaba el sencillo vestido negro y la cofia blanca de algodón que caracterizaba a las doncellas, un uniforme que le sentaba francamente bien.
Billy adoraba a su hermana. Además de hermosa, era divertida, lista y valiente, y a veces hasta le plantaba cara a su padre. Le explicaba a Billy cosas que ninguna otra persona era capaz de contarle, como lo de ese trance mensual al que las mujeres llamaban el «período», o en qué consistía ese delito contra la moral pública que había obligado al párroco anglicano a abandonar la ciudad con tanta precipitación. Había sido la primera de la clase durante su paso por la escuela, y su redacción sobre el tema «Mi ciudad o pueblo» ganó el primer premio en un concurso organizado por el South Wales Echo. La habían obsequiado con un ejemplar del Atlas Mundial de Cassell.
Ethel besó a Billy en la mejilla.
– Le he dicho a la señora Jevons, el ama de llaves, que nos estábamos quedando sin betún y que lo mejor sería que fuese a comprarlo a la ciudad. – Ethel vivía y trabajaba en Ty Gwyn, la mansión inmensa del conde Fitzherbert, a un kilómetro y medio colina arriba. Le dio a Billy algo envuelto en un trapo limpio -. He birlado un trozo de tarta para traértelo.
– ¡Muchas gracias, Eth! – exclamó Billy. Le encantaban las tartas.
– ¿Quieres que te la ponga con el almuerzo? – preguntó su madre.
– Sí, por favor.
La madre sacó una caja de hojalata de la alacena y guardó en ella la tarta. Cortó dos rebanadas más de pan, las untó de manteca, añadió sal y las metió en la caja. Todos los mineros se llevaban el almuerzo en una caja de hojalata, porque si bajaban la comida a la mina envuelta en un trapo, los ratones habrían dado buena cuenta de ella antes del receso de media mañana.