– ¡Excelencia! ¿Se ha hecho daño?
Saltaba a la vista que la princesa Bea estaba fuera de sí, pero respiró hondo y respondió:
– No es nada.
Su marido y el conde Maklakov se acercaron a ella, con el semblante preocupado. Solo Dewar permaneció al margen; en su rostro se reflejaba toda la reprobación y la repulsión que sentía en aquellos momentos. La bofetada lo había indignado, dedujo Grigori, preguntándose si todos los norteamericanos tenían tan buen corazón. Una bofetada no era nada: cuando todavía eran unos niños, a Grigori y a su hermano los habían azotado con una vara en aquella misma fábrica.
Los visitantes empezaron a dispersarse. Grigori temía perder la oportunidad de interrogar al turista de Buffalo, de modo que, haciendo acopio de todo su valor, tiró a Dewar de la manga de su chaqueta. Un noble ruso habría reaccionado con indignación y lo habría apartado de sí de un empujón o le habría dado un golpe por la insolencia, pero el norteamericano se limitó a volverse hacia él con una sonrisa cortés.
– ¿Es usted de Buffalo, Nueva York, señor? – preguntó Grigori.
– Así es.
– Mi hermano y yo estamos ahorrando para irnos a América. Viviremos en Buffalo.
– ¿Por qué en esa ciudad?
– Aquí en San Petersburgo hay una familia que nos puede conseguir los papeles necesarios, a cambio de una cantidad, por supuesto, y nos han apalabrado trabajos con sus parientes en Buffalo.
– ¿Y quiénes son esas personas?
– Se llaman Vyalov. – Los Vyalov eran una banda criminal, aunque también regentaban negocios legales. No eran gente muy de fiar, por lo que Grigori quería comprobar realmente si era cierto lo que decían -. Señor, ¿es verdad que la familia Vyalov, de Buffalo, Nueva York, es una familia muy rica e importante?
– Sí – contestó Dewar -. Josef Vyalov da empleo a centenares de personas en sus hoteles y bares.
– Gracias – dijo Grigori con alivio -. Es bueno saberlo.
El primer recuerdo que Grigori atesoraba en la memoria era del día que el zar había ido a Bulovnir. Él tenía entonces seis años.
Los habitantes del pueblo llevaban varios días sin hablar de otra cosa. Todos se levantaron al amanecer, pese a que era evidente que el zar desayunaría antes de emprender el viaje, por lo que era imposible que llegase allí antes de media mañana. El padre de Grigori sacó la mesa al exterior de su vivienda de una sola habitación y la colocó junto a la carretera. Depositó encima de ella una barra de pan, un ramillete de flores y un salero pequeño, y le explicó a su hijo mayor que aquellos eran los símbolos tradicionales rusos de bienvenida. La mayoría de los demás aldeanos hicieron lo propio, y hasta la abuela de Grigori había estrenado un pañuelo amarillo para ponérselo en la cabeza.
Era un día seco de principios de otoño, antes de la llegada del crudo frío del invierno. Los campesinos esperaban sentados en cuclillas, y los ancianos del pueblo se paseaban arriba y abajo vestidos con sus mejores galas, con aspecto de gente importante, pero también esperaban con impaciencia, como todos los demás. Grigori no tardó en aburrirse y empezó a jugar en el descampado que había junto a la casa. Su hermano, Lev, solo tenía un año, y su madre aún le daba el pecho.
Pasaba ya de mediodía, pero nadie quería entrar en sus casas a preparar la comida por temor a perderse el paso del zar. Grigori intentó comerse un mendrugo del pan que había encima de la mesa, pero le propinaron un cachete, aunque su madre luego le trajo un tazón de gachas frías.
Grigori no estaba muy seguro de quién o qué era el zar. En la iglesia solían mencionarlo a menudo, hablando de él como alguien que amaba a todos los campesinos y que velaba por ellos mientras dormían, por lo que sin duda debía de estar al mismo nivel que san Pedro, Jesucristo o el arcángel Gabriel. Grigori se preguntó si tendría alas o una corona de espinas, o si por el contrario, solo iría con un abrigo bordado como los ancianos del pueblo. En cualquier caso, saltaba a la vista que la gente quedaba bendecida solo con verle, como las multitudes que seguían a Jesús.
Era la última hora de la tarde cuando una nube de polvo apareció a lo lejos. Grigori notó las vibraciones en el suelo bajo sus botas de fieltro, y no tardó en percibir el repiqueteo de los cascos de los caballos. Los aldeanos se pusieron de rodillas, y Grigori hizo lo propio al lado de su abuela. Los ancianos se colocaron boca abajo con la frente en el suelo, como hacían cuando venían el príncipe Andréi y la princesa Bea.
Aparecieron unos escoltas, seguidos por un carruaje cubierto y tirado por cuatro caballos. Los animales eran enormes, los más grandes que Grigori había visto en su vida, y galopaban a toda velocidad, con el lomo brillante de sudor y la boca llena de espuma alrededor de las bridas. Los ancianos se dieron cuenta de que no iban a detenerse, de modo que lograron apartarse justo a tiempo, antes de que las caballerías los arrollasen. Grigori lanzó un alarido aterrorizado, pero su grito fue inaudible. Cuando el carruaje desfiló ante ellos, su padre exclamó:
– ¡Larga vida al zar, padre de su pueblo!
Para cuando terminó de decir aquello, el carruaje ya estaba dejando atrás la aldea. Grigori no había podido ver a los pasajeros a causa del polvo, y se dio cuenta de que no había visto al zar y que, por tanto, no iba a recibir ninguna bendición, y se echó a llorar a lágrima viva.
Su madre cogió la barra de pan de la mesa, partió un extremo y se lo dio para que se lo comiera, y el niño se sintió mucho mejor.
Cuando a las siete en punto terminaba el turno en la fábrica Putílov, Lev tenía por costumbre irse a echar una partida con sus compañeros de timba o a beber con sus alegres amiguitas. Grigori siempre solía acudir a algún tipo de reunión: una charla sobre ateísmo, algún círculo de debate socialista, un espectáculo de la linterna mágica sobre tierras extranjeras, un recital de poesía. Sin embargo, esa noche no tenía nada que hacer. Se iría a casa, prepararía un estofado para cenar, le dejaría algo a Lev en la cazuela para que pudiese comer más tarde y se iría a la cama temprano.
La fábrica estaba en los arrabales del sur de San Petersburgo, y su aglomeración de chimeneas y de naves se prolongaba hasta cubrir casi la totalidad de una enorme extensión de la costa del mar Báltico. Muchos de los obreros vivían en la fábrica, algunos en barracones, pero otros se acostaban a dormir junto a sus máquinas, por eso siempre había tantos chiquillos correteando por allí.
Grigori estaba entre los que disponían de un hogar fuera de la fábrica. En las sociedades socialistas, podían planificarse las casas para los trabajadores al mismo tiempo que las fábricas, pero el arbitrario capitalismo ruso dejaba a millares de personas sin techo. Grigori ganaba un buen sueldo, pero vivía en una sola habitación a media hora a pie de la fábrica. Sabía que en Buffalo los operarios de las fábricas tenían electricidad y agua corriente en sus casas. Le habían dicho que algunos hasta tenían sus propios teléfonos, pero eso le parecía ridículo, como decir que las calles estaban pavimentadas con oro.
Su encuentro con la princesa Bea lo había transportado en el tiempo hasta su infancia. Mientras recorría las calles heladas, se negó a rememorar ni un minuto más de lo necesario aquel recuerdo insoportable. Y pese a todo, recordó la cabaña de madera en la que había vivido entonces, y volvió a ver el rincón sagrado donde se colgaban los iconos y, frente a él, el rincón de dormir, donde se acostaba todas las noches, normalmente al lado de una cabra o un ternero para no pasar frío. Lo que recordaba con toda nitidez era algo en lo que apenas había reparado en aquel entonces: el olor. Procedía de la cocina, de los animales, del humo negro de la lámpara de queroseno, y del tabaco liado a mano que fumaba su padre, envuelto en cigarrillos de papel de periódico. Cerraban firmemente las ventanas con trapos alrededor de los marcos para que no entrara el frío, de modo que el ambiente estaba muy cargado. En ese momento recreaba aquel olor en su imaginación, y sentía nostalgia de los días anteriores a la pesadilla, la última vez en su vida que se había sentido seguro.