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No muy lejos de la fábrica, se topó con una escena que lo hizo detenerse en seco. En el cerco de luz que proyectaba una farola, dos policías, vestidos de uniforme negro con entretelas verdes, interrogaban a una muchacha. Por su abrigo tejido a mano y por la forma en que se había anudado el pañuelo en la nuca, Grigori dedujo que era una campesina que acababa de llegar a la ciudad. A primera vista, le echó unos dieciséis años, la misma edad que tenía él cuando su hermano Lev y él se quedaron huérfanos.

El más bajo y robusto de los dos policías dijo algo y dio unas palmaditas a la chica en la cara. La muchacha dio un respingo y el otro policía se echó a reír. Grigori recordó que cuando era un huérfano de dieciséis años, cualquier representante de la autoridad se creía con el derecho a maltratarlo, y sintió una compasión instantánea por aquella chica vulnerable. En contra de lo que le aconsejaba el buen juicio, se acercó al pequeño grupo. Solo por decir algo, anunció:

– Si estás buscando la fábrica Putílov, puedo enseñarte el camino.

El policía robusto se echó a reír y dijo:

– Encárgate de él, Ilia.

Su compinche tenía la cabeza pequeña y una cara malvada.

– Largo de aquí, escoria – le espetó.

Grigori no tenía miedo. Era alto y fuerte, con los músculos fortalecidos por el trabajo físico diario. Había participado en multitud de peleas callejeras desde que era un crío y no había perdido ninguna en muchos años. Lo mismo que Lev. Pese a todo, era mejor no meterse en líos con la policía.

– Trabajo de encargado en la fábrica – le explicó a la chica -. Si buscas trabajo, puedo ayudarte.

La muchacha le dedicó una mirada agradecida.

– Un encargado no es nada – dijo el policía corpulento, y fue la primera vez que miró a Grigori a la cara.

Bajo la luz amarillenta de la farola de queroseno, Grigori reconoció el semblante redondo con aquella estúpida expresión de hostilidad: el hombre era Mijaíl Pinski, el capitán de la comisaría local. A Grigori le dio un vuelco el corazón, porque era una locura enfrentarse en una pelea al capitán de la policía… pero lo cierto era que ya había ido demasiado lejos para dar marcha atrás.

En ese momento, la chica habló, y por el tono de voz, Grigori supo que estaba más cerca de los veinte años que de los dieciséis.

– Muchas gracias. Lo acompañaré, señor – le dijo a Grigori. Este vio que era muy guapa, de facciones delicadamente modeladas y con una boca amplia y sensual.

Grigori miró a su alrededor. Por desgracia, allí no había nadie más. Había salido de la fábrica varios minutos después del apelotonamiento de las siete en punto. Sabía que lo más sensato era dar media vuelta y marcharse, pero no podía abandonar a aquella pobre chica a su suerte.

– Te llevaré a las oficinas de la fábrica – le aseguró, aunque la verdad era que a aquellas horas ya estaban cerradas.

– Esta se viene conmigo… ¿a que sí, Katerina? – dijo Pinski, y empezó a manosearla, sobándole los pechos a través de la fina tela del abrigo y metiéndole la mano entre las piernas.

Ella retrocedió de un salto y exclamó:

– ¡Quítame tus asquerosas manos de encima!

Con una velocidad y una precisión asombrosas, Pinski le pegó un puñetazo en la boca.

La chica chilló y escupió sangre.

Grigori estaba furioso. Olvidándose de la sensatez, dio un paso adelante, apoyó la mano en el hombro de Pinski y le propinó un fuerte empujón. Pinski se tambaleó hacia un lado y se cayó sobre una rodilla. Grigori se dirigió a Katerina, que estaba llorando:

– ¡Echa a correr! – le ordenó, y luego sintió un dolor atroz en la nuca. El otro policía, Ilia, le había golpeado con la porra más rápido de lo que Grigori esperaba. El dolor era insoportable y cayó de rodillas, pero no se desmayó.

Katerina se volvió y echó a correr, pero no llegó muy lejos. Pinski extendió el brazo, la agarró del pie, y la muchacha cayó de bruces al suelo.

Grigori se giró y vio que la porra se cernía amenazante sobre él. Esquivó el golpe y logró ponerse en pie. Ilia trató de golpearlo de nuevo y otra vez volvió a fallar. Grigori lanzó un puñetazo al pómulo del policía y le pegó con todas sus fuerzas. Ilia cayó al suelo.

Grigori se dio la vuelta y vio a Pinski encima de Katerina, dándole patadas y puntapiés con las pesadas botas.

Oyó el ruido de un automóvil que se aproximaba, procedente de la zona de la fábrica. Al pasar por delante de ellos, el conductor pisó el freno y el vehículo se detuvo bajo la farola. En solo un par de zancadas, Grigori dio alcance a Pinski, agarró al capitán de policía por detrás con ambos brazos, lo inmovilizó y lo levantó varios palmos del suelo. Pinski se puso a dar patadas en el aire y a gesticular furiosamente, sin mucho éxito.

La puerta del vehículo se abrió y, para sorpresa de Grigori, el norteamericano de Buffalo salió del interior.

– ¿Qué está pasando aquí? – preguntó. Su rostro juvenil, iluminado por la luz de la farola, era la viva imagen de la indignación, y se dirigió a Pinski, que seguía retorciéndose en el aire -. ¿Se puede saber por qué golpea a una mujer indefensa?

Era una suerte inmensa, pensó Grigori. Solo un extranjero podía poner objeciones al hecho de que un policía estuviese golpeando a una mujer.

La figura delgada y alargada de Kanin, el supervisor, se bajó del coche detrás de Dewar.

– Suelte al policía, Peshkov – le dijo a Grigori.

Grigori dejó a Pinski en el suelo y lo soltó. Este se dio media vuelta y Grigori se dispuso a propinarle un nuevo golpe, pero Pinski se contuvo. Con la voz emponzoñada, lo amenazó:

– No me voy a olvidar de ti, Peshkov.

Grigori lanzó un gemido: aquel hombre conocía su nombre.

Katerina se incorporó hasta ponerse de rodillas, gimoteando. Dewar la ayudó con galantería a levantarse, diciendo:

– ¿Está usted malherida, señorita?

Kanin parecía sentirse incómodo; ningún ruso se dirigiría nunca a una campesina tan cortésmente.

Ilia se levantó, con expresión perpleja.

Del interior del automóvil surgió la voz de la princesa Bea que, hablando en inglés, parecía irritada e impaciente.

Grigori se dirigió a Dewar.

– Con su permiso, excelencia, voy a llevar a esta mujer al médico más cercano.

Dewar miró a Katerina.

– ¿Es eso lo que quiere?

– Sí, señor – contestó ella, con los labios ensangrentados.

– Muy bien – dijo.

Grigori la tomó del brazo y se la llevó antes de que alguien pudiese sugerir lo contrario. Al llegar a la esquina, miró hacia atrás. Los dos policías estaban discutiendo con Dewar y Kanin bajo la farola.

Sin soltar aún el brazo de Katerina, siguió tirando de ella apresuradamente, a pesar de que la muchacha iba cojeando. Necesitaban ganar distancia entre ellos y Pinski.

En cuanto hubieron doblado la esquina, ella dijo:

– No tengo dinero para un médico.

– Yo podría hacerte un préstamo – dijo él, con cierto remordimiento; el dinero que tenía ahorrado era para un pasaje a América, no para curar moretones de chicas guapas.

Ella le lanzó una mirada calculadora.

– En realidad no necesito un médico – contestó -. Lo que necesito es un trabajo. ¿Podrías llevarme a las oficinas de la fábrica?

Aquella chica tenía agallas, desde luego, pensó, admirado. Un policía acababa de darle una paliza, y en lo único que pensaba era en conseguir trabajo.