– Las oficinas están cerradas, he dicho eso para confundir a los policías, pero puedo llevarte allí por la mañana.
– No tengo ningún sitio donde dormir.
Le lanzó una mirada recelosa que él no acabó de entender. ¿Acaso se le estaba ofreciendo? Muchas de las campesinas que llegaban a la ciudad, siendo apenas unas niñas, terminaban haciendo eso. Aunque tal vez su mirada significase justo lo contrario, que quería una cama pero no estaba preparada para hacer favores sexuales.
– En el edificio donde vivo hay una habitación que comparten varias mujeres – le explicó él -. Duermen tres o más en la misma cama, y siempre pueden encontrar sitio para otra.
– ¿Está muy lejos?
Grigori señaló hacia delante, hacia una calle que seguía paralela a un terraplén junto a la línea ferroviaria.
– Está aquí mismo.
La chica asintió con la cabeza, y al cabo de unos momentos, entraron en la casa.
Grigori ocupaba un cuarto en la parte trasera del primer piso. El estrecho camastro que compartía con Lev estaba colocado junto a una de las paredes. Había una chimenea con un hueco para el fuego, y una mesa y dos sillas junto a la ventana que daba al ferrocarril. Una caja de embalaje colocada del revés hacía las veces de mesilla de noche, y encima de ella había un jarro y una palangana para el aseo.
Katerina inspeccionó el lugar paseándose con la mirada por todos los rincones, y luego dijo:
– ¿Tienes todo esto para ti solo?
– ¡No, no soy rico! Comparto el cuarto con mi hermano, que vendrá luego.
La muchacha se quedó pensativa. Tal vez temía que quisieran que se acostara con los dos, por lo que, para tranquilizarla, Grigori dijo:
– ¿Te presento a las otras mujeres que viven en el edificio?
– Ya habrá tiempo para eso. – Tomó asiento en una de las dos sillas -. Déjame descansar un poco.
– Por supuesto.
Todo estaba preparado para encender el fuego; Grigori siempre lo dejaba ya listo por la mañana, antes de irse a trabajar. Acercó una cerilla a la leña. De repente, se oyó un estruendo parecido a un trueno, y Katerina se asustó.
– Solo es un tren – le explicó Grigori -. Estamos al lado de las vías.
Vertió agua del jarro en un caldero y luego lo colocó en el fuego para que se calentara un poco. Se sentó frente a Katerina y la miró. Tenía el pelo liso y claro, y el cutis también claro. Al principio le había parecido muy guapa, pero en ese momento vio que en realidad era bellísima, con un aire oriental en la estructura ósea que sugería unos orígenes siberianos. Su cara también tenía los rasgos de un carácter fuerte, con una boca grande que resultaba muy sensual, pero que también indicaba determinación, y una voluntad de hierro que se reflejaba en la intensa mirada de sus ojos azul verdoso.
La hinchazón de los labios que le había provocado el puñetazo de Pinski era cada vez más visible.
– ¿Cómo te encuentras? – le preguntó él.
La muchacha se palpó los hombros, las costillas, las caderas y los muslos.
– Tengo magulladuras por todas partes – dijo -, pero me quitaste de encima a ese animal antes de que pudiera hacerme daño de verdad.
No pensaba compadecerse de sí misma. A Grigori, eso le gustó.
– Cuando se caliente el agua, te limpiaré la sangre.
Guardaba la comida en una caja de hojalata, de la que extrajo un pedazo de jamón para, acto seguido, echarlo en la sartén. Añadió un poco de agua del jarro, lavó un nabo y empezó a cortarlo a tiras encima de la sartén. Miró de reojo a Katerina y vio que lo escrutaba con expresión de extrañeza.
– ¿Es que tu padre cocinaba en casa? – le preguntó.
– No – contestó Grigori, y en un segundo se vio arrastrado en el tiempo hasta la época en que tenía once años. Era inútil seguir resistiéndose a rememorar los terribles recuerdos que la visión de la princesa Bea le habían provocado. Dejó la sartén con un gesto cansino encima de la mesa, fue a sentarse al borde de la cama y hundió la cabeza entre las manos, abrumado por la pena y el dolor -. No – repitió -, mi padre no cocinaba.
Llegaron al pueblo al amanecer, el capitán territorial y seis soldados de caballería. En cuanto su madre oyó el ruido de los cascos de los caballos, cogió a Lev en brazos. Este tenía ya seis años y pesaba mucho, pero ella era una mujer fuerte y robusta, capaz de cargar con él un buen trecho. Tomó a Grigori de la mano y los tres salieron corriendo de la casa. Guiaban a los soldados los ancianos del pueblo, quienes debían de haberse encontrado con ellos a las afueras de la aldea. Como solo había una puerta, la familia de Grigori no tenía medio de esconderse, y en cuanto aparecieron, los soldados espolearon a sus monturas.
La madre se deslizó por el costado de la casa y se puso a espantar a las gallinas y a asustar a la cabra, de manera que esta se soltó de la correa y salió huyendo también a través corriendo el erial que había detrás de la vivienda y salió en dirección a los árboles. Podrían haber escapado, pero de repente, Grigori se dio cuenta de que habían dejado atrás a su abuela. Dejó de correr y se soltó de la mano.
– ¡Nos hemos olvidado a la abuela! – gritó.
– Pero ¡es que no puede correr! – contestó la madre.
Grigori ya lo sabía; su abuela apenas podía ya caminar, pero a pesar de todo, sentía que no podían abandonarla allí.
– ¡Grishka, vamos! – gritó su madre, y siguió corriendo, aún acarreando a Lev en brazos, que chillaba aterrorizado.
Grigori los siguió, pero aquel retraso fue funesto. Los soldados a caballo se aproximaron, cercándolos a cada lado, y les bloquearon el sendero de entrada al bosque. Desesperada, la madre corrió hacia el estanque, pero los pies se le hundieron en el barro, lo que le impidió seguir avanzando y, al final, se cayó en el agua.
Los hombres se echaron a reír a carcajadas. Le ataron las manos a la espalda y la obligaron a regresar.
– Aseguraos de que la acompañen los niños – dijo el capitán -. Son órdenes del príncipe.
Se habían llevado al padre de Grigori una semana antes, junto a otros dos hombres. El día anterior, los carpinteros del príncipe Andréi habían construido un patíbulo en la pradera norte. En ese momento, mientras seguía a su madre en dirección al prado, Grigori vio a tres hombres en lo alto del patíbulo, atados de pies y manos y con una soga al cuello. Junto al patíbulo, aguardaba un sacerdote.
– ¡No! – gritó su madre, que empezó a forcejear para quitarse la cuerda que le rodeaba las muñecas. Uno de los soldados extrajo el fusil de la funda que llevaba en la silla de montar, le dio la vuelta y pegó a la mujer en la cara con la culata de madera del arma. La madre dejó de forcejear y empezó a gritar.
Grigori sabía lo que significaba aquello: su padre iba a morir allí. Había visto a cuatreros ahorcados por los ancianos de la aldea, aunque aquello era distinto, porque las víctimas eran hombres a los que no conocía. Una oleada de terror se apoderó de su cuerpo, y sintió de pronto que empezaba a temblar y le flaqueaban las piernas.
Aún cabía la esperanza de que, al final, ocurriese algo inesperado capaz de impedir la ejecución; puede que el zar decidiese intervenir, si de verdad velaba por su pueblo. O acaso un ángel, tal vez. Sintió que se le humedecía la cara y comprendió que estaba llorando.
Él y su madre se vieron obligados a colocarse de pie justo delante del patíbulo. Los demás aldeanos se reunieron alrededor. Al igual que a su madre, habían tenido que arrastrar hasta allí a las mujeres de los otros dos hombres, entre gritos y sollozos, maniatadas, con los niños aferrándose a sus faldas y profiriendo alaridos de terror.
En el sendero de tierra que había detrás de la verja del recinto aguardaba un carruaje, con un par de caballos alazanes que pastaban la hierba del margen del camino. Cuando hubieron acudido todos, una figura de barba negra y vestida con un largo abrigo oscuro se apeó del carruaje: era el príncipe Andréi. Se volvió y le ofreció la mano a su hermana pequeña, la princesa Bea, que llevaba una estola de piel alrededor de los hombros para protegerse del frío de la mañana. Grigori no pudo evitar fijarse en la belleza de la princesa, con la piel y el pelo muy claros, con el mismo aspecto que imaginaba que debían de tener los ángeles, a pesar de que era evidente que era un diablo.