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El príncipe se dirigió a los aldeanos.

– Este prado pertenece a la princesa Bea – dijo -, y nadie puede apacentar el ganado en él sin su permiso. Hacerlo es robar la hierba de la princesa.

Se oyó un murmullo de resentimiento entre la multitud. No creían en aquella clase de derechos de propiedad, a pesar de lo que les decían todos los domingos en la iglesia. Ellos obedecían unas leyes campesinas más antiguas según las cuales la tierra era del que la trabajaba.

El príncipe señaló a los tres hombres que había en el patíbulo.

– Esos tres insensatos de ahí arriba han quebrantado la ley, no solo una vez, sino en repetidas ocasiones. – Hablaba con la voz preñada de indignación, como un niño al que le hubiesen robado su juguete -. Peor aún, les han dicho a los demás que la princesa no tiene ningún derecho a impedirles que apacienten aquí el ganado, y que los campos que no use el terrateniente deberían quedar a la disposición de los campesinos más pobres. – Grigori había oído a su padre decir aquellas cosas a menudo -. Como consecuencia, algunos hombres venidos de otras partes han empezado a apacentar el ganado en tierras propiedad de la nobleza, y en lugar de arrepentirse de sus pecados, ¡estos tres han convertido a sus vecinos también en pecadores! Por eso han sido condenados a muerte. – Hizo una seña al sacerdote.

El cura subió por la escalera provisional y habló en voz baja con cada uno de los hombres, por turnos. El primero asintió inexpresivamente; el segundo se echó a llorar y empezó a rezar en voz alta, mientras que el tercero, el padre de Grigori, escupió al clérigo en la cara. Nadie se escandalizó, pues en los pueblos no se tenía una buena opinión de los curas, y Grigori había oído decir a su padre que le contaban a la policía todo lo que oían en el confesionario.

El sacerdote bajó las escaleras y el príncipe Andréi hizo una señal a uno de sus sirvientes, que estaba sosteniendo una maza en la mano. Grigori advirtió por primera vez que los tres condenados estaban encima de una plataforma de madera con unas rudimentarias bisagras que descansaba sobre un solo soporte, y descubrió horrorizado que la maza servía para derribar al suelo ese único puntal.

«Ahora es cuando debería aparecer un ángel», pensó.

Los lugareños empezaron a emitir gemidos lastimeros, y las mujeres se pusieron a chillar, y esta vez los soldados no hicieron nada por impedírselo. El pequeño Lev lloraba desconsoladamente; lo más probable era que no entendiese lo que estaba a punto de ocurrir, pensó Grigori, pero estaba asustado por los gritos de su madre.

Su padre no mostraba ninguna emoción. Con el rostro pétreo, tenía la mirada fija en algún punto distante, aguardando su destino. Grigori quiso en ese momento llegar a ser tan fuerte como él. Trató con todas sus fuerzas de conservar su aplomo, a pesar de que sentía en las entrañas la necesidad de ponerse a gritar como Lev. No logró contener las lágrimas, pero se mordió el labio y permaneció igual de mudo que su padre.

El sirviente levantó la maza, la acercó al puntal para calcular la distancia necesaria, tomó impulso hacia atrás y asestó el golpe fatídico. El puntal salió despedido por los aires y la plataforma de bisagras se hundió en medio de un gran estruendo. Los tres hombres cayeron al vacío y luego, en el momento en que la soga que les rodeaba el cuello detenía su caída, sus cuerpos se estremecieron en una fuerte sacudida.

Grigori era incapaz de apartar la vista de la escena, y se quedó mirando a su padre. Este no murió en el acto, sino que abrió la boca, tratando de respirar, o de gritar, pero no pudo hacer ninguna de las dos cosas. Con el rostro cada vez más enrojecido, forcejeó con las cuerdas que lo tenían atado. La agonía se prolongó durante largo rato, mientras su cara se teñía de un rojo cada vez más intenso.

Luego, la tez adquirió una tonalidad más azulada y sus movimientos fueron haciéndose cada vez más débiles. Al final, se quedó inmóvil.

Su madre dejó de chillar y rompió a llorar.

El cura se puso a rezar en voz alta, pero los aldeanos no le hacían caso, y uno a uno, fueron alejándose del escenario de los tres hombres muertos.

El príncipe y la princesa volvieron a subirse al carruaje y, al cabo de un momento, el cochero hizo restallar el látigo y se marcharon.

Cuando hubo terminado de relatar la historia, Grigori recobró la calma. Se pasó la manga de la camisa por la cara para secarse las lágrimas y luego volvió a dirigir su atención a Katerina, quien lo había escuchado en respetuoso silencio, aunque no parecía demasiado horrorizada ni sorprendida. Sin duda debía de haber presenciado ella misma escenas muy similares: los ahorcamientos, las azotainas y las mutilaciones eran castigos corrientes en los pueblos.

El joven dejó el caldero de agua caliente encima de la mesa y buscó una toalla limpia. Katerina echó la cabeza hacia atrás y Grigori colgó la lámpara de queroseno de un gancho en la pared para ver mejor.

La muchacha tenía un corte en la frente y un morado en la mejilla, además de los labios hinchados. Y pese a todo, al mirarla tan de cerca, Grigori se quedó sin aliento. Ella le correspondió con una mirada franca y valiente que a él se le antojó maravillosa.

Mojó la punta de la toalla en el agua caliente.

– Con cuidado – le advirtió ella.

– Por supuesto. – Empezó limpiándole la frente. Cuando le hubo retirado la sangre, vio que la herida era un simple rasguño.

– Así está mucho mejor – dijo ella.

Lo miraba a la cara mientras le aplicaba la toalla. Él le lavó las mejillas y el cuello y luego dijo:

– He dejado la parte más dolorosa para el final.

– Seguro que no me haces daño – repuso ella -. Hasta ahora has sido muy delicado. – Pero pese a todo, la chica se estremeció de dolor cuando la toalla le rozó los labios hinchados.

– Lo siento – dijo él.

– Sigue.

A medida que las iba limpiando, vio que las heridas ya estaban sanando. Katerina tenía la dentadura blanca y perfecta de una muchacha muy joven. Le limpió las comisuras de aquella boca sensual y, al agacharse para acercarse a ella, sintió el aliento cálido sobre su cara.

Cuando hubo terminado, Grigori experimentó una extraña sensación de decepción, como si hubiese estado esperando algo que no había llegado a suceder. Volvió a sentarse y enjuagó la toalla en el agua, que ahora estaba sucia y oscura por la sangre.

– Gracias – le dijo ella -. Tienes unas manos muy suaves.

Grigori advirtió que el corazón le latía desbocado. Ya había limpiado heridas de otras personas anteriormente, pero nunca había experimentado aquella vertiginosa sensación. Se sintió como si estuviera a punto de hacer una estupidez.

Abrió la ventana, vació el caldero y dejó un charco rosado sobre la nieve del patio.

Le pasó por la cabeza la extraña idea de que tal vez Katerina solo era un sueño. Se volvió, esperando a medias que su silla estuviera vacía, pero allí estaba, mirándolo con aquellos ojos azul verdoso, y se dio cuenta de que no quería que se fuese nunca.

Se le ocurrió que tal vez estaba enamorado.

Nunca jamás había pensado nada semejante. Por lo general, estaba demasiado ocupado cuidando de Lev para ir por ahí detrás de las mujeres, aunque no era virgen: se había acostado con tres mujeres distintas. Sin embargo, había sido una experiencia triste, tal vez porque no sentía nada por ninguna de ellas.