Ahora, en cambio, lo que quería – pensó casi temblando -, más que ninguna otra cosa en el mundo, era tumbarse con Katerina en el estrecho camastro que había junto a la pared, besar su rostro magullado y decirle…
Y decirle que estaba enamorado de ella.
«No seas idiota – se regañó -. Pero si hace solo una hora que la conoces… Lo que quiere de ti no es amor, lo que quiere es que le prestes algo de dinero, un trabajo y un sitio donde dormir.»
Cerró la ventana de golpe.
– Cocinas para tu hermano – dijo ella -, tienes las manos suaves y a pesar de todo eso, eres capaz de derribar a un policía al suelo de un puñetazo.
Grigori no sabía qué responder.
– Me has contado cómo murió tu padre – prosiguió ella -, pero tu madre también murió cuando aún eras un niño, ¿verdad que sí?
– ¿Cómo lo sabes?
Katerina se encogió de hombros.
– Porque tuviste que dejar de ser niño para convertirte en madre.
Murió el 9 de enero de 1905, según el calendario juliano. Era domingo, y en los días y los años que siguieron pasó a ser conocido como el Domingo Rojo o Sangriento.
Grigori tenía dieciséis años y Lev, once. Al igual que su madre, los dos chicos trabajaban en la fábrica Putílov. Grigori era aprendiz de fundidor y Lev, mozo de limpieza. Ese mes de enero, los tres estaban de huelga, junto con más de cien mil operarios de San Petersburgo, para reivindicar la jornada laboral de ocho horas y el derecho a organizarse en sindicatos. La mañana del día 9 se pusieron sus mejores ropas y salieron a la calle, cogidos de la mano y caminando por el manto de nieve recién caída, hasta una iglesia cerca de la fábrica Putílov. Después de misa se sumaron a los millares de trabajadores que, procedentes de todos los rincones de la ciudad, desfilaban en dirección al Palacio de Invierno.
– ¿Por qué tenemos que caminar? – se quejaba el pequeño Lev, que habría preferido jugar al fútbol en cualquier callejón.
– Por la memoria de tu padre – contestó su madre -, porque los príncipes y las princesas son unos monstruos asesinos. Porque tenemos que derrocar al zar y a todos los de su clase. Porque no descansaré hasta que Rusia sea una república.
Hacía un día perfecto en San Petersburgo, frío pero seco, y el rostro de Grigori recibía el aliento cálido del sol, igual de reconfortante que el sentimiento de camaradería por avanzar todos unidos por una misma causa.
El líder que encabezaba la manifestación, el pope Gapón, era como un profeta del Antiguo Testamento, con la luenga barba, el lenguaje bíblico y el brillo de la gloria divina en sus ojos. No era ningún revolucionario, sino que sus asambleas para ayudar a los obreros, auspiciadas por el propio gobierno, daban comienzo a todas sus reuniones con la oración del Señor y terminaban con el himno nacional.
– Ahora entiendo qué esperaba el zar de Gapón – le dijo Grigori a Katerina nueve años más tarde, en aquella habitación que daba a la línea del ferrocarril -. Pretendía que fuera una especie de válvula de seguridad, concebida para que absorbiera la presión de los trabajadores para las reformas y la liberase, de manera inofensiva, en meriendas a base de té y bailes en el campo. Pero no le salió bien.
Ataviado con una larga túnica blanca y portando un crucifijo, Gapón encabezaba la procesión por el distrito de Narva. Grigori, Lev y su madre iban justo a su lado, pues él mismo había animado a las familias a que se colocasen delante en la marcha, asegurándoles que los soldados nunca serían capaces de disparar contra los niños. Detrás de ellos, dos vecinos portaban un enorme retrato del zar. Gapón les dijo que el zar era el padre de su pueblo, que él escucharía sus ruegos, que atendería sus súplicas, echaría a sus crueles ministros y satisfaría las razonables demandas de los trabajadores.
– Dijo Nuestro Señor Jesucristo: «Dejad que los niños se acerquen a mí», y el zar dice lo mismo – clamaba Gapón, y Grigori le creía.
Habían llegado a la Puerta de Narva, un arco de triunfo de dimensiones descomunales, y Grigori recordaba haber mirado a la estatua de una cuadriga con seis caballos gigantescos; a continuación, un escuadrón de caballería abrió fuego y empezó a disparar al aire, casi como si los caballos de bronce que coronaban el monumento hubiesen cobrado vida de repente.
Algunos de los manifestantes salieron huyendo despavoridos, otros cayeron al suelo y fueron pisoteados sin piedad por los cascos de los caballos. Grigori se quedó paralizado, sin poder moverse, aterrorizado, al igual que su madre y Lev.
Los soldados no desenfundaban sus armas, y parecían contentarse con asustar a la gente para que se dispersara, pero había demasiados trabajadores en las calles, y al cabo de unos minutos, los soldados hicieron girar a los caballos y se fueron.
La marcha se reanudó, aunque con un espíritu muy distinto. Grigori intuyó que el día podía no acabar de forma pacífica. Pensó en todas las fuerzas que tenían en contra: la nobleza, los ministros y el ejército. ¿Hasta dónde serían capaces de llegar para impedir que el pueblo hablase con su zar?
La respuesta llegó casi inmediatamente. Al mirar por encima de las cabezas que tenía delante, vio a una fila de soldados de infantería y, con un escalofrío, se dio cuenta de que estaban preparados para abrir fuego.
La marcha prosiguió más despacio cuando los manifestantes comprendieron a qué se enfrentaban. El pope Gapón, a escasa distancia de Grigori, se volvió y gritó a sus seguidores:
– ¡El zar nunca permitirá que sus soldados disparen contra su amado pueblo!
Se oyó un repiqueteo ensordecedor, como una lluvia de granizo sobre un tejado de chapa: los soldados acababan de disparar una salva. El olor acre de la pólvora inundó los orificios nasales de Grigori, y el miedo se apoderó por completo de su cuerpo.
– ¡No temáis! – exclamó el pope -. ¡Solo disparan al aire!
Se oyó una nueva ráfaga de disparos, pero aunque ninguna bala parecía impactar en el suelo, al muchacho se le encogió el estómago de puro terror.
A continuación se produjo una nueva salva, y esta vez los proyectiles no pasaron surcando el cielo sin causar daños. Grigori oyó gritos y vio a la gente caer al suelo, mirando a su alrededor con el gesto confuso, y permaneció inmóvil, incapaz de moverse, hasta que su madre le dio un violento empujón.
– ¡Túmbate en el suelo! – le ordenó.
El muchacho la obedeció y, acto seguido, la madre tiró al suelo a Lev también para, al instante, arrojarse sobre su hijo.
«Vamos a morir», pensó Grigori, y el sonido de los latidos de su corazón era más fuerte que el de las balas.
Los disparos se prolongaron indiscriminadamente, un ruido infernal imposible de acallar. Cuando la gente empezó a huir despavorida, Grigori sintió sobre su cuerpo el peso de las botas, pero su madre les protegía la cabeza a él y a su hermano. Permanecieron allí tumbados, temblando, rodeados de gritos y de la trayectoria de los proyectiles.
Luego, el fuego cesó de repente. La madre se apartó de ellos y Grigori levantó la cabeza para mirar a uno y otro lado. Había gente corriendo en todas direcciones, gritándose unos a otros, pero los gritos fueron apagándose poco a poco.
– Vamos, levantaos – les dijo su madre, y se pusieron de pie y corrieron a apartarse de la carretera, sorteando cuerpos inmóviles y esquivando a los heridos, con la ropa empapada de sangre.
Llegaron a un callejón y se detuvieron, y Lev le susurró a su hermano:
– ¡Me he meado encima! ¡No se lo digas a mamá!
La madre estaba furiosa.
– ¡Vamos a ir a hablar con el zar, y nadie podrá impedírnoslo! – gritó, y la gente se paró a mirar aquella expresiva cara de campesina y su mirada intensa. Con una voz extraordinariamente poderosa, el eco de sus palabras llegó hasta el otro lado de la calle -. No pueden impedírnoslo: ¡tenemos que llegar al Palacio de Invierno!