Выбрать главу

– ¡Está muerta! – gritó -. ¡Mamá está muerta! ¡Mi madre está muerta!

Los disparos cesaron. A su alrededor, la gente corría, escapaba cojeando o huía a rastras. Grigori intentó pensar. ¿Qué debía hacer? Tenía que sacar a su madre de allí como fuese, decidió. Le pasó los brazos por debajo del cuerpo y la levantó. No era ligera, pero él era fuerte.

Se volvió para tratar de localizar el camino de vuelta a casa. Lo veía todo borroso, y entonces se dio cuenta de que estaba llorando.

– Vamos – le dijo a Lev -. Deja de gritar. Tenemos que irnos.

Al llegar al final de la plaza, un anciano los retuvo un momento, un hombre con el rostro surcado de arrugas y los ojos llorosos. Llevaba el uniforme azul de un obrero de la fábrica.

– Tú eres joven – le dijo a Grigori. Había rabia y angustia en su voz -. No olvides nunca lo que ha pasado hoy aquí – le pidió -. No olvides nunca los crímenes cometidos por el zar.

Grigori asintió.

– No lo olvidaré, señor – le contestó.

– Que tengas una larga vida – siguió diciendo el anciano -. Lo bastante larga para vengarte del zar, que tiene las manos manchadas de sangre por todos los crímenes que ha cometido hoy.

– La llevé en brazos durante un kilómetro y medio, pero luego me cansé, así que me subí a un tranvía, con ella aún en brazos – le explicó Grigori a Katerina.

La joven lo miró fijamente. Su rostro tan hermoso, lleno de magulladuras, estaba ahora pálido de espanto.

– ¿Llevaste a tu madre muerta a casa en tranvía?

Él se encogió de hombros.

– En esos momentos no pensé que estuviera haciendo nada extraordinario. O mejor dicho, todo lo que había pasado ese día era tan extraño, que ya nada me sorprendía.

– ¿Y la gente que iba en el tranvía?

– El conductor no dijo nada. Supongo que estaba demasiado conmocionado para echarme y, por supuesto, no me pidió que le pagara el billete… que no habría podido pagar, claro.

– ¿Y te sentaste, sin más?

– Me senté allí, con el cadáver en brazos y Lev a mi lado, llorando. Los pasajeros se limitaron a mirarnos. Me daba igual lo que pensasen, lo único que me preocupaba era qué hacer a continuación, que era llevarla a casa.

– Así que te convertiste en el cabeza de familia, a los dieciséis años.

Grigori asintió. Aunque los recuerdos eran dolorosos, el hecho de que Katerina le estuviese dedicando toda su atención le producía un placer indescriptible. Tenía la mirada clavada en él, y lo escuchaba boquiabierta, con una expresión en aquel rostro adorable, mezcla de fascinación y horror.

– Lo que más recuerdo de aquella época es que nadie nos ayudó – dijo, y volvió a experimentar el sentimiento terrible de estar completamente solo en un mundo hostil. El recuerdo siempre conseguía que una intensa oleada de rabia inundara toda su alma.

«Eso ya pasó – se dijo -, ahora tengo una casa y un trabajo, y mi hermano se ha convertido en un hombre fuerte y noble. Los malos tiempos ya han quedado atrás.» Pero pese a todo, le daban ganas de coger a alguien del cuello, ya fuese un soldado, un policía, un ministro del gobierno o el mismísimo zar, y retorcérselo hasta que no quedase una gota de vida en su cuerpo. Cerró los ojos, estremeciéndose, hasta que se le pasó.

– En cuanto acabó el funeral, el casero nos echó, diciendo que no podríamos pagarle, y se quedó con nuestros muebles como compensación por los alquileres atrasados, a pesar de que nuestra madre jamás se retrasaba en los pagos. Fui a la iglesia y le conté al cura que no teníamos ningún lugar donde dormir.

Katerina se rió con una carcajada cruel.

– Creo que adivino lo que pasó allí.

Grigori estaba sorprendido.

– ¿Ah, sí?

– El cura os ofreció una cama: la suya. Eso fue lo que me pasó a mí.

– Algo así – dijo Grigori -. Me dio unos cópecs y me envió a comprar patatas. La tienda no estaba donde él me había dicho, pero en lugar de ponerme a buscarla, regresé a la iglesia porque aquel hombre me daba mala espina. Efectivamente, cuando entré en la sacristía, estaba bajándole los pantalones a Lev.

Katerina asintió con la cabeza.

– Los curas llevan haciéndome eso mismo a mí desde que tenía doce años.

Grigori se quedó de una pieza. Había dado por sentado que solo aquel cura en concreto era una mala persona, pero era evidente que Katerina estaba convencida de que, entre el clero, la depravación era la norma.

– ¿Es que son todos así? – exclamó él, indignado.

– Según mi experiencia, prácticamente todos.

Negó con la cabeza, asqueado.

– ¿Y sabes lo que más me indignó? Que cuando lo sorprendí, ¡ni siquiera dio muestras de estar avergonzado! Solo parecía molesto, como si lo hubiese interrumpido mientras meditaba sobre la Biblia.

– ¿Y qué hiciste?

– Le dije a Lev que se subiera los pantalones y nos fuimos. El cura me instó a que le devolviera los cópecs, pero yo le contesté que era una limosna para los pobres. Pagué con ellos una cama en una casa de huéspedes esa noche.

– ¿Y luego?

– Al final encontré un trabajo que no estaba mal, mintiendo sobre mi verdadera edad, busqué una habitación y aprendí, día tras día, a ser independiente.

– Y ahora, ¿eres feliz?

– Desde luego que no. Mi madre quería para nosotros una vida mejor, y voy a asegurarme de que así sea. Nos vamos a ir de Rusia. Ya casi tengo ahorrado el dinero suficiente: me voy a América, y cuando llegue, le enviaré a Lev el dinero para un pasaje. En América no hay zares, ni emperadores ni reyes de ninguna clase. El ejército no puede disparar así como así a la gente. ¡Es el pueblo el que gobierna el país!

La muchacha se mostró escéptica.

– ¿Y tú de verdad te crees eso?

– ¡Es que es verdad!

Se oyeron unos golpes en la ventana y Katerina se sobresaltó – estaban en la primera planta -, pero Grigori sabía que era Lev. Por la noche, cuando ya era tarde y la puerta principal de la casa estaba cerrada con llave, Lev tenía que cruzar la línea del ferrocarril hacia el patio trasero, encaramarse al tejado del lavadero y entrar a través de la ventana.

Grigori le abrió la ventana a su hermano y este entró. Iba vestido muy elegantemente, con una chaqueta de botones de nácar y una gorra con una cinta de terciopelo. En el chaleco llevaba un reloj de bolsillo con una cadena de bronce, y lucía un moderno corte de pelo al estilo «polaco», con la raya al lado en lugar de en el centro como la llevaban los campesinos. Katerina parecía sorprendida, y Grigori dedujo que no esperaba que su hermano fuese tan atractivo.

Normalmente, Grigori siempre se alegraba al ver a Lev, y sentía un gran alivio al comprobar que estaba sobrio y había vuelto a casa de una sola pieza. Sin embargo, en ese momento deseaba haber podido disfrutar de más tiempo a solas con Katerina.

Los presentó y los ojos de Lev emitieron un brillo especial cuando le estrechó la mano. Ella se secó las lágrimas de las mejillas.

– Grigori me ha estado contando cómo murió vuestra madre – le explicó.

– Mi hermano ha sido un padre y una madre para mí durante los últimos nueve años – dijo Lev. Ladeó la cabeza y olisqueó el aire -. Y prepara un estofado estupendo.

Grigori sacó tazones y cucharas y puso una barra de pan negro encima de la mesa. Katerina le contó a Lev la pelea con el policía Pinski. En su versión de la historia, Grigori parecía más valiente de lo que él se sentía en realidad, pero se alegraba de parecer un héroe ante los ojos de la chica.

Lev miraba embelesado a Katerina. Con el cuerpo inclinado hacia delante, la escuchaba como si nunca en toda su vida hubiese escuchado una historia más fascinante, sonriendo y asintiendo, esbozando una expresión de asombro u otra de repudio en función de lo que ella estuviese diciendo.