Grigori sirvió el estofado en los tazones y acercó la caja de embalaje a la mesa para que hiciera las veces de silla. La comida estaba muy sabrosa: había añadido una cebolla a la cazuela, y el hueso de jamón daba un intenso regusto a carne a los nabos. Durante la cena, se fue creando un clima cada vez más distendido mientras Lev hablaba de pequeñas cuestiones sin importancia, de incidentes triviales en la fábrica y de cosas graciosas que decía la gente. Katerina no paraba de reír.
Cuando acabaron, Lev le preguntó a Katerina por qué se había ido a vivir a la ciudad.
– Mi padre murió y mi madre volvió a casarse – les explicó -. Por desgracia, parece ser que empecé a gustarle a mi padrastro más que mi madre. – Hizo un movimiento brusco con la cabeza, y Grigori no pudo discernir si era un gesto de vergüenza o desafiante -. El caso es que eso es lo que creía mi madre, y me echó de casa.
– La mitad de la población de San Petersburgo procede del campo – observó Gregori -. Pronto no quedará nadie para cultivar la tierra.
– ¿Cómo fue tu viaje hasta aquí? – preguntó Lev.
Lo que siguió fue la consabida historia de la muchacha que tiene que viajar con un billete de tren en tercera clase y suplicar que la lleven en distintos trayectos en carro, pero Grigori estaba embelesado con su rostro mientras ella hablaba.
Una vez más, Lev la escuchaba extasiado, haciendo comentarios divertidos y formulando alguna pregunta de vez en cuando. Grigori no tardó en darse cuenta de que Katerina se había vuelto hacia un lado en su asiento y ahora se dirigía exclusivamente a Lev.
«Casi como si yo ni siquiera estuviera aquí», pensó Grigori.
Capítulo 4
Marzo de 1914
Bueno – le dijo Billy a su padre -. Todos los libros de la Biblia fueron escritos originalmente en varios idiomas y luego se tradujeron al inglés.
– Así es – dijo el padre -. Y la Iglesia católica romana intentó prohibir las traducciones, no quería que la gente como nosotros leyera la Biblia por su cuenta y que discutiera con los curas.
Su padre no era muy cristiano cuando hablaba de los católicos. Parecía odiar más el catolicismo que el ateísmo. Pero le encantaban las buenas discusiones.
– Y, entonces, ¿dónde están los originales? – preguntó Billy.
– ¿Qué originales?
– Los libros originales de la Biblia, escritos en hebreo y griego. ¿Dónde los guardan?
Estaban sentados, uno frente al otro, a la mesa cuadrada de la cocina de la casa de Wellington Row. Era media tarde. Billy había vuelto a casa de la mina y se había lavado las manos y la cara, pero aún llevaba puesta la ropa de trabajo. El padre había colgado la americana, estaba sentado en mangas de camisa, con el chaleco y la corbata ya que pensaba salir de nuevo después de cenar, para acudir a una reunión del sindicato. La madre calentaba el estofado al fuego. El abuelo estaba sentado con ellos, escuchando la discusión con una leve sonrisa, como si ya hubiera oído todo aquello antes.
– Los originales de verdad ya no existen – dijo el padre -. Con el paso de los siglos se estropearon y desgastaron. Tenemos copias.
– ¿Y dónde están las copias?
– En distintos lugares, en monasterios, en museos…
– Deberían tenerlos en un mismo sitio.
– Pero hay más de una copia de cada libro, y algunas son mejores que otras.
– ¿Cómo va a ser una copia mejor que otra? No pueden ser diferentes.
– Sí. Con los años, se deslizaron errores humanos.
Billy se quedó sorprendido.
– Entonces, ¿cómo sabemos cuál está bien?
– Gracias a unos estudios llamados crítica textual, que comparan las diferentes versiones y proponen un texto consensuado.
Billy estaba anonadado.
– ¿Me estás diciendo que no existe un libro incuestionable que pueda ser considerado la verdadera palabra de Dios? ¿Que los hombres discuten sobre él y lo juzgan?
– Sí.
– ¿Cómo sabemos que están en lo cierto?
El padre sonrió de forma cómplice, una clara señal de que estaba en un aprieto.
– Creemos que si trabajan con devota humildad, Dios guiará su trabajo.
– Pero ¿y si no lo hacen así?
La madre puso cuatro platos soperos en la mesa.
– No discutas con tu padre – le reconvino, y cortó cuatro rebanadas gruesas de pan.
– No te metas, Cara. Deja que el chico pregunte lo que quiera – terció el abuelo.
– Hay ciertas cosas que escapan a nuestra comprensión – repuso el padre.
Esa respuesta fue la menos convincente de todas y Billy la pasó por alto.
– Si los copistas pudieron cometer errores, entonces los eruditos también.
– Debemos tener fe, Billy.
– Fe en la palabra de Dios, sí; ¡no fe en un puñado de catedráticos de griego!
La madre se sentó a la mesa y se apartó su pelo canoso de los ojos.
– Entonces tú tienes razón, y los demás se equivocan, como siempre, imagino.
Aquella estratagema tan habitual siempre le hería, porque parecía justificada. No era posible que fuera más inteligente que los demás.
– No soy yo – se quejó -. ¡Es la lógica!
– Oh, tú y tu lógica – dijo su madre -. Cómete la cena.
Se abrió la puerta y entró la señora de Dai Ponis. Era lo habitual en Wellington Row: solo los desconocidos llamaban a la puerta. Llevaba un delantal y botas de hombre: fuera cual fuese el motivo que la llevaba hasta allí, era tan urgente que no había tenido tiempo de ponerse un sombrero antes de salir de casa. Visiblemente alterada, agitaba una hoja de papel.
– ¡Van a desahuciarme! – exclamó -. ¿Qué voy a hacer?
El padre de Billy se puso en pie y le cedió su silla.
– Siéntate y recupera el aliento – le dijo a la mujer, con calma -. Déjame echarle un vistazo a la carta. – Tomó la carta de la mano roja y nudosa de la viuda y la dejó sobre la mesa.
Billy vio que llevaba el membrete de Celtic Minerals.
– Estimada señora Evans – leyó el padre en voz alta -: La casa sita en la dirección antedicha es requerida para el uso de un minero en activo. – Celtic Minerals había construido la mayoría de las casas de Aberowen. Con los años, había vendido algunas a sus inquilinos, incluida la de la familia Williams; pero la mayor parte aún se alquilaba a los mineros -. De acuerdo con las condiciones de su contrato de arrendamiento, por – el padre hizo una pausa y Billy vio cómo se escandalizó -… ¡por la presente le comunico que dispone de dos semanas para abandonar la casa! – acabó.
– Aviso de desahucio… – dijo la madre -. ¡Y no hace ni seis semanas que enterró a su marido!
La señora de Dai Ponis gritó:
– ¿A dónde voy a ir con cinco hijos?
Billy también se quedó horrorizado. ¿Cómo podía hacerle eso la compañía a una mujer cuyo marido había muerto en su mina?
– Está firmado por «Perceval Jones, director de la junta directiva» – dijo el padre.
– ¿Qué arrendamiento? – preguntó Billy -. No sabía que los mineros tenían contratos de arrendamiento.
– No hay contrato escrito – contestó su padre -, pero la ley dice que existe un contrato implícito. Es una batalla que ya hemos librado y perdido. – Se volvió hacia la viuda -. En teoría, la casa es un beneficio del trabajo, pero, por lo general, a las viudas les permiten quedarse en ellas. A veces deciden dejarlas e irse a vivir a otro lado, quizá con sus padres. A menudo se casan de nuevo, con otro minero, que se hace cargo del contrato de arrendamiento. En realidad, a la compañía no le interesa echar a las viudas.