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– Entonces, ¿por qué quieren deshacerse de mis hijos y de mí? – se lamentó la señora de Dai Ponis.

– Perceval Jones tiene prisa – intervino el abuelo -. Debe de creer que el precio del carbón va a subir. Por eso ha creado el turno del domingo.

El padre asintió.

– Quieren subir la producción, eso está claro, sea cual sea el motivo. Pero no lo lograrán desahuciando a viudas. – Se puso en pie -. No si puedo evitarlo.

Iban a desahuciar a ocho mujeres, todas viudas de hombres que habían muerto en la explosión. Habían recibido cartas idénticas de Perceval Jones, tal y como comprobó el padre esa misma tarde cuando fue a visitar a todas las viudas, acompañado de Billy. Sus reacciones variaron de la histeria de la señora de Hywel Jones, que no podía parar de llorar, al deprimente fatalismo de la señora de Roley Hughes, que dijo que su país necesitaba una guillotina como la de París para hombres como Perceval Jones.

Billy estaba indignadísimo. ¿Acaso no era suficiente castigo que estas mujeres hubieran perdido a sus maridos en la mina? ¿Debían quedarse sin hogar, además de viudas?

– ¿Puede hacer esto la compañía, papá? – preguntó, mientras avanzaban por las terrazas de un gris sombrío, en dirección a la bocamina.

– Solo si lo permitimos, hijo. La clase trabajadora es más numerosa que la dirigente, y más fuerte. Dependen de nosotros para todo. Les proporcionamos la comida, construimos sus casas, les hacemos la ropa, y sin nosotros se mueren. No pueden hacer nada a menos que se lo permitamos. Nunca lo olvides.

Entraron en el despacho del capataz y se guardaron la gorra en el bolsillo.

– Buenas tardes, señor Williams – dijo Llewellyn el Manchas, nervioso -. Si no le importa esperar un momento, voy a ver si el señor Morgan puede atenderlo.

– No seas tonto, hijo, por supuesto que puede atenderme – dijo el padre, que, sin más preámbulos, entró en el despacho, seguido de Billy.

Maldwyn Morgan miraba un libro de contabilidad, pero Billy tenía la sensación de que fingía. El capataz alzó la mirada, sus mejillas rosadas, perfectamente afeitadas, como siempre.

– Entre, Williams – dijo, a pesar de que ya era innecesario.

A diferencia de muchos hombres, no tenía miedo al padre de Billy. Morgan había nacido en Aberowen, era hijo de un maestro de escuela y había estudiado ingeniería. Billy se dio cuenta de que su padre y el capataz se parecían mucho: eran inteligentes, se consideraban superiores a los demás y eran tercos.

– Ya sabe qué me trae por aquí, señor Morgan – dijo el padre.

– Lo imagino, pero aun así, cuéntemelo.

– Quiero que retire los avisos de desahucio.

– La compañía necesita las casas para los mineros.

– Habrá problemas.

– ¿Me está amenazando?

– Menos humos – replicó el padre con buenas maneras -. Esas mujeres han perdido a sus maridos en su mina. ¿No se siente responsable de ellas?

Morgan alzó el mentón en un gesto defensivo.

– La comisión de investigación pública concluyó que la explosión no se debió a una negligencia de la compañía.

A Billy le entraron ganas de preguntarle cómo era posible que un hombre inteligente dijera tal cosa y no se avergonzara de sí mismo.

– La comisión halló una lista de infracciones tan larga como el tren de Paddington: material eléctrico que no estaba debidamente protegido, la falta de aparatos respiradores, falta de medios de extinción de incendios adecuados…

– Pero todas esas infracciones no causaron la explosión, ni las muertes de los mineros.

– No se pudo demostrar, más bien, que las infracciones causaran la explosión o las muertes.

Morgan se revolvió en el sillón, incómodo.

– No ha venido aquí a hablar sobre la comisión de investigación.

– He venido para hacerlo entrar en razón. Mientras hablamos, la noticia sobre el envío de estas cartas se está extendiendo por la ciudad. – El padre señaló hacia la ventana y Billy vio que el sol invernal se ponía tras la montaña -. Los hombres están ensayando con los coros, bebiendo en los pubs, acudiendo a reuniones de oración, jugando al ajedrez… Todos están hablando sobre el desahucio de las viudas. Y puede apostarse lo que quiera a que están furiosos.

– Debo preguntárselo de nuevo: ¿está intentando intimidar a la compañía?

A Billy le entraron ganas de estrangular a Morgan, pero su padre lanzó un suspiro.

– Mire, Maldwyn, nos conocemos desde la escuela. Sea razonable. Sabe que hay hombres del sindicato que serán más agresivos que yo. – Se refería al padre de Tommy Griffiths. Len Griffiths creía en la revolución y siempre albergaba la esperanza de que la siguiente disputa fuera la chispa que provocase el incendio. También quería el trabajo del padre de Billy. Era uno de aquellos hombres que propondría medidas drásticas.

– ¿Me está diciendo que va a convocar una huelga? – inquirió Morgan

– Le estoy diciendo que los hombres se pondrán furiosos. No puedo predecir lo que harán. Pero yo no quiero problemas, y usted tampoco. Estamos hablando de ocho casas de ¿cuántas? ¿Ochocientas? He venido a preguntarle, ¿vale la pena?

– La compañía ha tomado la decisión – respondió Morgan, y Billy tuvo la intuición de que Maldwyn no estaba de acuerdo con la compañía.

– Pídale a la junta directiva que reconsidere la decisión. ¿Qué daño puede hacer eso?

Los modos afables de su padre impacientaban a Billy. Debería alzar la voz, señalarlo con el dedo y acusar a Morgan de la despiadada crueldad de la que la compañía era culpable a todas luces. Aquello era lo que habría hecho Len Griffiths.

Morgan no se inmutó.

– Estoy aquí para ejecutar las decisiones de la junta, no para cuestionarlas.

– De modo que los desahucios ya han sido aprobados por la junta – dijo el padre.

Morgan parecía nervioso.

– No he dicho eso.

Pero lo había dado a entender, pensó Billy, gracias al astuto interrogatorio de su padre. Quizá los buenos modales no eran tan mala idea.

Su padre probó una táctica distinta.

– ¿Y si encontrara ocho casas cuyos ocupantes estuvieran dispuestos a alojar a los nuevos mineros como inquilinos?

– Estos hombres tienen familia.

El padre respondió de forma lenta y deliberada: – Podríamos alcanzar un acuerdo, si está dispuesto a ello.

– La compañía debe tener el poder de gestionar sus propios asuntos.

– ¿Sin tener en cuenta las consecuencias hacia los demás?

– Es nuestra mina de carbón. La compañía hizo prospecciones del terreno, negoció con el conde, construyó la mina y compró la maquinaria; y construyó las casas para alojar a los mineros. Asumimos los gastos de todo esto y es propiedad nuestra, y no permitiremos que nadie nos diga lo que debemos hacer con ello.

El padre se puso la gorra.

– Pero usted no puso el carbón bajo la tierra, ¿verdad, Maldwyn? – preguntó -. Lo hizo Dios.

El padre intentó reservar la sala de actos del ayuntamiento para celebrar una reunión a las siete y media de la tarde del día siguiente, pero se le había adelantado el Club de Teatro Aficionado de Aberowen, que estaba ensayando Enrique IV, Primera parte, por lo que decidió que los mineros se reunirían en el templo de Bethesda. Billy y su padre, junto con Len, Tommy Griffiths y unos cuantos sindicalistas activos más, fueron por la ciudad anunciando la reunión verbalmente y colgando carteles hechos a mano en pubs y templos.

A las siete y cuarto del día siguiente, la iglesia estaba llena a rebosar. Las viudas se sentaron en primera fila, y los demás permanecieron en pie. Billy se encontraba en un lateral, cerca de la parte delantera, donde podía ver las caras de los hombres. Tommy Griffiths estaba a su lado.