Billy se sentía orgulloso de su padre por su audacia, su inteligencia y por el hecho de que se hubiera vuelto a poner la gorra antes de salir del despacho de Morgan. Aun así, le habría gustado que hubiera sido más agresivo. Debería haberse dirigido a Morgan del mismo modo en que lo hizo a la congregación de Bethesda, anunciando el fuego eterno y azufre para aquellos que se negaran a ver la simple verdad.
A las siete y media en punto, David Williams pidió silencio. Con su voz autoritaria y de predicador, leyó la carta que Perceval Jones le había enviado a la señora de Dai Ponis.
– Esta misma carta se ha enviado a las ocho viudas de los hombres que murieron en la explosión de la mina, hace seis semanas.
Varios hombres gritaron:
– ¡Vergüenza!
– De acuerdo con nuestras reglas, los asistentes hablarán únicamente cuando el moderador de la reunión les conceda la palabra, ya que de este modo podremos escuchar a todo el mundo. Quiero pediros que respetéis la norma, incluso en una ocasión como esta en que los sentimientos están a flor de piel.
– ¡Es una puta vergüenza! – gritó alguien.
– Basta, basta, Griff Pritchard, nada de palabras malsonantes, por favor. Nos encontramos en un templo y, además, hay damas entre nosotros.
Dos o tres de los hombres dijeron:
– Eso, eso. – Pronunciaron las palabras con su acento galés cerrado.
Griff Pritchard, que se había pasado toda la tarde en el Two Crowns, desde que acabó su turno, dijo:
– Lo siento, señor Williams.
– Ayer tuve una reunión con el capataz de la mina, y le pedí formalmente que retirara los avisos de desahucio, pero se negó. Me insinuó que la junta directiva había tomado la decisión, y que no tenía potestad para cambiarla, ni tan siquiera para cuestionarla. Lo presioné para que accediera a negociar alternativas, pero dijo que la compañía tenía derecho a gestionar sus propios asuntos sin intromisiones. Es toda la información que puedo daros. – Billy pensó que fue una intervención muy mesurada. Quería que su padre llamara a la revolución, pero se limitó a señalar a un hombre que había levantado la mano -. John Jones el Tendero.
– He vivido en el número 23 de Gordon Terrace toda mi vida – dijo Jones -. Nací allí y no me he movido de allí. Pero mi padre murió cuando tenía once años. Fue una situación muy dura para mi madre, pero le permitieron quedarse. Cuando yo tenía trece años empecé a bajar a la mina y ahora pago el alquiler. Siempre ha sido así. Nadie nos amenazó con echarnos.
– Gracias, John Jones. ¿Deseas presentar alguna moción?
– No, solo quería comentar mi caso.
– Yo sí quiero presentar una moción – exclamó una nueva voz -. ¡Huelga!
Se alzó un coro unánime de asentimiento.
– Dai el Llorica – dijo el padre de Billy, concediéndole la palabra.
– Este es mi punto de pista – dijo el capitán del equipo de rugby de la ciudad -: no podemos consentir que la compañía se salga con la suya. Si les permitimos que desahucien a las viudas, ninguno de nosotros creerá que nuestras familias están seguras. Un hombre podría trabajar toda su vida para Celtic Minerals y morir en la mina, y al cabo de dos semanas su familia podría encontrarse de patitas en la calle. Dai el Sindicalista ha estado en el despacho de Morgan «Se ha ido a Merthyr» y ha intentado hacerlo entrar en razón, pero no ha servido de nada; de modo que la única alternativa que nos queda es ir a la huelga.
– Gracias, Dai – dijo el padre -. ¿Debo considerarlo como una moción formal para convocar una huelga?
– Así es.
A Billy le sorprendió que su padre aceptase tan rápidamente. Sabía que prefería evitar las huelgas.
– ¡Votemos! – gritó alguien.
– Antes de someter la propuesta a votación – repuso el padre de Billy -, tenemos que decidir cuándo debería celebrarse la huelga.
«Ah – pensó Billy -, no va a aceptarlo.»
– Podríamos empezar el lunes – prosiguió su padre -. De este modo, mientras llevamos a cabo los preparativos, la amenaza de una huelga podría hacerlos cambiar de opinión, y nosotros nos saldríamos con la nuestra sin perder ingresos.
Billy se dio cuenta de que su padre quería lograr un aplazamiento como mal menor.
Sin embargo, Len Griffiths había llegado a la misma conclusión.
– ¿Puedo hablar, señor moderador? – preguntó. El padre de Tommy estaba calvo, pero tenía flequillo y bigote negros. Dio un paso al frente y se situó junto al padre de Billy, de cara a la multitud, para transmitir la sensación de que ambos poseían la misma autoridad. Los hombres callaron. Len, al igual que Williams y Dai el Llorica, era uno de los pocos elegidos a los que siempre escuchaban con un respetuoso silencio -. Os pregunto, ¿es una decisión sabia dar cuatro días de gracia a la compañía? Imaginemos que no cambian de opinión, lo cual parece muy probable, dado lo tercos que han sido hasta ahora. Llegará el lunes, no habremos logrado nada, y a las viudas les quedará menos tiempo. – Alzó un poco más la voz para aumentar el efecto retórico -. Os digo, camaradas: ¡no cedáis ni un milímetro!
Hubo una ovación y Billy se unió a ella.
– Gracias, Len – dijo Williams -. Así pues, tengo dos mociones sobre la mesa: huelga ahora o huelga el lunes. ¿Quién más quiere hablar?
Billy observó cómo moderaba la reunión su padre. El siguiente hombre al que llamó fue Giuseppe «Joey» Ponti, solista del Coro de Voces Masculinas de Aberowen, hermano mayor de Johnny, el compañero de escuela de Billy. A pesar de su nombre italiano, había nacido en Aberowen y hablaba con el mismo acento que los demás presentes. Él también estaba a favor de ir a la huelga de inmediato.
Entonces dijo el padre:
– Para ser justos, ¿podría salir a hablar alguien que estuviera a favor de convocar la huelga el lunes?
Billy se preguntó por qué su padre no se aprovechaba de su autoridad personal para equilibrar la situación. Si defendía la opción del lunes, tal vez lograría que los demás mineros cambiasen de opinión. Pero, claro, si fracasaba, se encontraría en una posición incómoda, ya que tendría que declarar una huelga a la que se había mostrado contrario. Se dio cuenta de que su padre no tenía total libertad para decir lo que sentía.
La discusión abarcó diversos temas más. Había grandes reservas de carbón, por lo que la dirección podía aguantar cierto tiempo; sin embargo, también había mucha demanda, por lo que seguramente querrían vender mientras pudieran. La primavera estaba a la vuelta de la esquina, por lo que dentro de poco las familias de los mineros podrían apañárselas sin su cupo gratuito de carbón. Los argumentos de los mineros se fundamentaban en una antigua práctica, pero, a buen seguro, las leyes debían de estar del lado de los patronos.
El padre de Billy dejó que prosiguiera la discusión, y algunas de las intervenciones fueron muy aburridas. El muchacho se preguntó qué motivaba a su padre a comportarse de aquel modo, e imaginó que debía de estar esperando a que se enfriaran los ánimos. Pero, al final, tuvo que someter la cuestión a votación.
– En primer lugar, todos los que se opongan a convocar la huelga.
Unos cuantos hombres levantaron la mano.
– Ahora, los que estén a favor de empezar la huelga el lunes.
La propuesta recibió muchos votos, pero Billy no estaba seguro de que bastaran para ganar. Dependería del número de hombres que se abstuvieran.
– Para finalizar, los que estén a favor de ir a la huelga mañana.
Estalló una gran ovación y un mar de brazos se agitó en el aire. No había dudas acerca del resultado.
– Se aprueba la moción de declarar la huelga a partir de mañana – dijo el padre de Billy.