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La mayoría de los días hablaba con él al menos una vez y, por lo general, lograban pasar un rato a solas y darse un beso largo y anhelado. El simple hecho de besarlo hacía que se mojara, y en ocasiones tenía que limpiarse los calzones en mitad del día. Fitz también se tomaba otras libertades siempre que se le presentaba la oportunidad, y le acariciaba todo el cuerpo, lo que la excitaba aún más. Habían tenido la oportunidad de encontrarse y tumbarse en la cama de la Suite Gardenia en dos ocasiones más.

Una cosa desconcertó a Etheclass="underline" las dos ocasiones en que se acostaron, Fitz la mordió, con bastante fuerza, primero en la parte interior del muslo y luego en un pecho, lo que provocó que soltara un grito de dolor, que él se apresuró a silenciar. Su reacción pareció enardecerlo aún más. Y, aunque le dolió, a ella también le excitó el mordisco o, cuando menos, el pensamiento de que Fitz la deseaba con tal pasión, que se veía obligado a expresarlo de aquel modo. Ethel no sabía si aquello era normal, y tampoco podía preguntárselo a nadie.

No obstante, su principal preocupación era que un día Fitz no pudiera apartarse en el momento preciso. La tensión era tan alta que casi era un alivio cuando la princesa Bea y él tenían que regresar a Londres.

Antes de que el conde se fuera, Ethel lo convenció de que diera de comer a los hijos de los mineros en huelga.

– No a los padres, porque no puedes tomar partido públicamente – dijo -. Solo a los niños. La huelga ya dura dos semanas, y les están dando raciones ínfimas. No te costaría demasiado. Deben de ser unos quinientos, calculo. Y te amarían por ello, Teddy.

– Podríamos poner un toldo en el jardín – dijo él, tumbado en la cama de la Suite Gardenia, con los pantalones desabrochados y la cabeza apoyada en el regazo de Ethel.

– Y podemos preparar la comida aquí, en la cocina – dijo el ama de llaves, entusiasmada -. Un guiso con carne y patatas, y todo el pan que puedan comer.

– Y un pudin de sebo con pasas, ¿sí?

Ethel se preguntó si Fitz la amaba. En ese momento sintió que el conde habría hecho cualquier cosa que le hubiera pedido: le habría regalado joyas, la habría llevado a París, les habría comprado una bonita casa a sus padres. Ella no quería nada de eso, pero ¿qué quería? No lo sabía y se negaba a dejar que su felicidad quedara arruinada por una serie de preguntas sin respuesta sobre el futuro.

Al cabo de unos días se encontraba en el jardín del ala este, el sábado a mediodía, observando cómo los niños de Aberowen devoraban su primer almuerzo gratuito. Fitz no se dio cuenta de que aquella comida era mejor que la que podían ofrecerles sus padres cuando trabajaban. ¡Estaban comiendo pudin de sebo con pasas! A los padres no les permitieron entrar, pero la mayoría de las madres se quedaron fuera, mirando a sus afortunados retoños. Mientras los observaba, vio que alguien le hacía gestos con la mano, y se dirigió hacia la persona en cuestión por el camino.

El grupo que había frente a las puertas estaba formado principalmente por mujeres: los hombres no cuidaban de los hijos, ni tan siquiera durante una huelga. Se arremolinaron en torno a Ethel, con inquietud.

– ¿Qué ha sucedido? – preguntó ella.

– ¡Han desahuciado a todo el mundo! – contestó la señora de Dai Ponis.

– ¿A todo el mundo? – preguntó Ethel, que no entendió la respuesta -. ¿A quién?

– A todos los mineros que tienen la casa arrendada a Celtic Minerals.

– ¡Cielos! – Ethel se quedó horrorizada -. Que Dios se apiade de nosotros. – El desconcierto siguió a la conmoción -. Pero ¿por qué? ¿En qué beneficia esta decisión a la compañía? Se quedarán sin mineros.

– Esos hombres – dijo la señora de Dai Ponis -, en cuanto se meten en pelea, lo único que les importa es ganar. No cederán, sea cual sea el precio que tienen que pagar. Son todos iguales. Aunque si pudiera, ya lo creo que me gustaría tener a Dai a mi lado de nuevo.

– Es horrible.

Ethel se preguntó cómo iba a encontrar suficientes esquiroles la compañía para mantener el pozo en funcionamiento. Si cerraban la mina, la ciudad moriría. No habría clientes para las tiendas, no habría niños para las escuelas, no habría pacientes para los médicos… Y su padre también se quedaría sin trabajo. Nadie se había imaginado que Perceval Jones se mostraría tan obstinado.

– Me pregunto qué diría el rey si lo supiera – dijo la señora de Dai Ponis.

Ethel también se lo preguntó. Le pareció que el rey mostraba una compasión sincera, pero no debía de saber que habían desahuciado a las viudas.

Entonces, se le ocurrió algo.

– Quizá deberías decírselo – repuso.

La señora de Dai Ponis se rió.

– Lo haré la próxima vez que lo vea.

– Podrías escribirle una carta.

– No digas tonterías, Ethel.

– Hablo en serio. Deberías hacerlo. – Miró al grupo de mujeres que las rodeaba -. Una carta firmada por las viudas a las que el rey visitó, en la que le decís que van a echaros de vuestra casa y que la ciudad está en huelga. Entonces seguro que se interesaría por el asunto.

La señora de Dai Ponis se asustó.

– No me gustaría meterme en problemas.

La señora Minnie Ponti, una mujer rubia y delgada de firmes opiniones, le dijo:

– No tienes marido, ni hogar, ni lugar a donde ir, ¿en qué otros problemas podrías meterte?

– Es cierto. Pero no sabría qué decirle. ¿Qué se pone? ¿«Estimado rey» o «Estimado Jorge V» o qué?

– Se pone: «Su Excelentísima Majestad». Sé todas estas tonterías de trabajar aquí. Venga, hagámoslo. Vamos a la sala de los sirvientes.

– ¿Podemos hacerlo?

– Ahora soy el ama de llaves. Soy quien dice qué se puede hacer y qué no.

La mujer la siguió por el camino que conducía a la parte posterior de la mansión, a la cocina. Se sentaron a la mesa de los criados y la cocinera preparó una tetera. Ethel tenía una pila de hojas en blanco que utilizaba para mantener la correspondencia con los comerciantes.

– «Su Excelentísima Majestad» – dijo, mientras escribía -. ¿Y ahora qué?

La señora de Dai Ponis dijo:

– «Disculpe nuestra osadía al escribir a Su Majestad.»

– No – dijo Ethel, con contundencia -. No pidas disculpas. Es nuestro rey, tenemos derecho a realizar una petición. Pongamos: «Somos las viudas a las que Su Majestad visitó en Aberowen después de la explosión de la mina».

– Muy bien – exclamó la señora Ponti.

Ethel prosiguió:

– «Nos honró con su visita, y nos sentimos consoladas por sus amables condolencias y por la gentil compasión que mostró Su Majestad la reina».

– Posee un don para este tipo de situaciones, como su padre – dijo la señora de Dai Ponis.

– Ya basta de darle coba – terció la señora Ponti.

– De acuerdo. Y ahora: «Acudimos a Su Majestad para solicitarle ayuda. Porque nuestros maridos han muerto y van a desahuciarnos».

– «Celtic Minerals va a desahuciarnos» – la corrigió la señora Ponti.

– «Celtic Minerals va a desahuciarnos. Todos los mineros se han declarado en huelga por nosotros, pero ahora también van a desahuciarlos a ellos.»

– No te alargues demasiado – dijo la señora de Dai Ponis -. Quizá esté demasiado ocupado para leerla.

– De acuerdo. Pues acabemos así: «¿Es este el tipo de comportamiento que debería permitirse en su reino?».

– Es una expresión un poco blanda.

– No, ya está bien – dijo la señora de Dai Ponis -. Apela a su sentido de la justicia.