– «Tenemos el honor de ser, señor, los más humildes y obedientes sirvientes de Su Majestad» – dijo Ethel.
– ¿Hay que poner eso? – preguntó la señora Ponti -. No soy una sirvienta. Sin ánimo de ofender, Ethel.
– Es un formalismo habitual. El conde lo utiliza cuando escribe una carta a The Times.
– Entonces, de acuerdo.
Ethel pasó la carta a las presentes.
– Poned vuestras direcciones junto a vuestras firmas.
– Tengo muy mala letra, escribe tú mi nombre – le pidió la señora Ponti.
Ethel iba a quejarse, cuando se le ocurrió que tal vez la señora Ponti era analfabeta, de modo que no dijo nada y se limitó a escribir: «Señora Minnie Ponti, 19 Wellington Row».
Escribió la dirección en el sobre:
Su Majestad el Rey
Palacio de Buckingham
Londres
Cerró el sobre y puso un sello.
– Pues ya está – dijo, y las mujeres le dedicaron un fuerte aplauso.
Envió la carta el mismo día.
Jamás recibieron respuesta.
El último sábado de marzo era un día gris en Gales del Sur. Las nubes bajas ocultaban las cimas de las montañas y una lluvia incesante caía sobre Aberowen. Ethel y la mayoría de las sirvientas de Ty Gwyn abandonaron sus puestos de trabajo (ya que el conde y la princesa estaban en Londres) y fueron caminando a la ciudad.
Habían enviado policías de Londres para evitar altercados durante los desahucios; estaban por todas las calles, con sus pesadas gabardinas empapadas. La huelga de las viudas se había convertido en una noticia de alcance nacional, varios periodistas de Cardiff y Londres habían llegado en el primer tren de la mañana, y se dedicaban a fumar cigarrillos y a escribir en sus libretas. Había, incluso, una gran cámara montada sobre un trípode.
Ethel se encontraba con su familia, frente a su casa, observando lo que acontecía. Su padre estaba contratado por el sindicato, no por Celtic Minerals, y la casa era de su propiedad; pero gran parte de sus vecinos iban a ser desahuciados. Durante el transcurso de la mañana, sacaron sus posesiones a la calle: camas, mesas y sillas, ollas y orinales, una fotografía enmarcada, un reloj, una caja naranja con la vajilla y la cubertería, unas cuantas piezas de ropa envueltas en periódico y atadas con un cordel. Frente a cada puerta había un pequeño montón de objetos sin apenas valor, como si fuera la ofrenda de un sacrificio.
El rostro de su padre era una máscara de rabia contenida. Billy parecía dispuesto a pelearse con cualquiera. El abuelo no dejaba de negar con la cabeza y de decir:
– Jamás había visto algo así en mis setenta años de vida.
La madre tan solo tenía una expresión adusta.
Ethel se echó a llorar y no pudo parar.
Algunos de los mineros habían encontrado trabajo, pero no era fáciclass="underline" un minero no siempre se adaptaba bien a un empleo de dependiente o de conductor de autobús, los empresarios lo sabían y se negaban a darles trabajo cuando veían el polvillo de carbón bajo sus uñas. Media docena de hombres se habían convertido en marineros mercantes, contratados como fogoneros; pidieron un adelanto del suelo para dárselo a sus mujeres antes de echarse a la mar. Unos cuantos habían decidido irse a Cardiff o Swansea, con la esperanza de hallar ocupación en una fundición. Muchos se habían ido a vivir con familiares, en las ciudades cercanas. Los demás encontraron un hueco en otras casas de Aberowen, con familias no mineras, hasta que finalizara la huelga.
– El rey no ha respondido a la carta de las viudas – le dijo Ethel a su padre.
– No has manejado bien el asunto – le dijo él -. Fíjate en Emmeline Pankhurst. No creo que las mujeres deban tener derecho a voto, pero sabe cómo llamar la atención.
– ¿Qué debería haber hecho? ¿Lograr que me detuvieran?
– No es necesario llegar a ese extremo. Si hubiera sabido lo que estabas haciendo, te habría aconsejado que enviaras una carta al Western Mail.
– No se me pasó por la cabeza. – Ethel quedó abatida al darse cuenta de que había fracasado y de que podría haber hecho algo para evitar los desahucios.
– El periódico habría preguntado a palacio si habían recibido la carta, y al rey le habría resultado más difícil decir que no iba a haceros caso.
– Maldita sea, ojalá te hubiera pedido consejo.
– No digas palabrotas – le ordenó su madre.
– Lo siento, mamá.
Los policías de Londres observaban la escena con perplejidad, sin entender el orgullo y la tozudez insensatos que habían conducido a esa situación. No se veía a Perceval Jones por ningún lado. Un periodista del Daily Mail le pidió una entrevista a su padre, pero el periódico era hostil hacia los trabajadores, por lo que Williams se negó.
No había suficientes carretillas en la ciudad, de modo que la gente tuvo que turnarse para trasladar sus bienes. El proceso se alargó durante varias horas, pero a media tarde el último montón de posesiones había desaparecido, y las llaves colgaban de las cerraduras de las puertas de la calle. Los policías regresaron a Londres.
Ethel se quedó fuera un rato. Las ventanas de las casas vacías la miraban inexpresivamente, y la lluvia corría por las calles sin finalidad. Miró hacia la pizarra gris y mojada de los tejados, cuesta abajo hacia los edificios de la bocamina, desperdigados por la vaguada del valle. Vio a un gato caminando por las vías del tren, pero, por lo demás, no se apreciaba movimiento alguno. No salía humo de la sala de máquinas, y las grandes ruedas gemelas del cabrestante permanecían en lo alto de la torre, inmóviles e inútiles bajo la lluvia fina e incesante.
Capítulo 5
Abril de 1914
La embajada alemana era una espléndida mansión situada en Carlton House Terrace, una de las calles más elegantes de Londres. Por un lado tenía vistas al frondoso jardín del pórtico con pilares del Athenaeum, el club para caballeros intelectuales. Sin embargo, en la parte posterior, los establos daban a The Mall, la ancha avenida que iba de Trafalgar Square al palacio de Buckingham.
Walter von Ulrich no vivía ahí, aún. Tan solo el propio embajador, el príncipe Lichnowsky, poseía ese privilegio. Walter, un mero agregado militar, vivía en un apartamento de soltero, a diez minutos a pie, en Piccadilly. Sin embargo, albergaba la esperanza de que un día podría habitar los esplendorosos aposentos privados del embajador, que se encontraban en el interior de la embajada. Walter no era príncipe, pero su padre era un buen amigo del káiser Guillermo II. Asimismo, hablaba inglés como un antiguo etoniano, puesto que lo era. Había pasado dos años en el ejército y tres más en la academia militar antes de ingresar en el servicio diplomático. Tenía veintiocho años y era una figura emergente.
No le atraía únicamente el prestigio y la gloria de ser embajador. Sentía de forma apasionada que no existía vocación más alta que servir a su país. Su padre compartía sus sentimientos.
En todo lo demás, estaban en desacuerdo.
Se encontraban en el vestíbulo de la embajada y se miraban mutuamente. Tenían la misma altura, pero Otto era más fornido, y calvo, y lucía un mostacho a la antigua usanza, de tipo húngaro, mientras que Walter se decantaba por un estilo más moderno, por un bigote del tipo de «cepillo de dientes». Ese día vestían de modo idéntico, con sendos trajes de terciopelo negro, pantalones bombachos hasta las rodillas, calcetines de seda y zapatos de hebilla. Ambos llevaban espada y el sombrero ladeado. Por increíble que parezca, era el atuendo habitual con el que debían presentarse ante la corte real británica.
– Parece que estamos a punto de salir al escenario – dijo Walter -. Es un traje ridículo.