El mexicano respondió a la pregunta:
– No sería rechazada.
– ¿Está convencido? – insistió Otto.
– Se lo garantizo.
– Padre, ¿podría hablar…? – Pero el lacayo lo llamó:
– ¡Herr Walter von Ulrich!
Walter titubeó y su padre le ordenó:
– Ha llegado tu turno. ¡Ve!
Walter se volvió y entró en la Sala del Trono.
A los británicos les gustaba intimidar a sus invitados. El techo alto artesonado tenía molduras con dibujos de diamantes, de las suntuosas paredes rojas colgaban enormes retratos, y en el extremo más alejado se hallaba el trono, situado bajo un dosel alto, adornado con colgaduras de terciopelo negro. Frente al trono se encontraba el rey, ataviado con un uniforme naval. Walter se alegró al ver el rostro familiar de sir Alan Tite al lado del monarca; sin lugar a duda estaba susurrando los nombres al oído real.
Walter se aproximó al soberano e hizo una reverencia.
– Me alegra verlo de nuevo, Ulrich.
Walter había ensayado lo que iba a decir.
– Espero que a Su Majestad le resultaran interesantes los debates de Ty Gwyn.
– ¡Mucho! Aunque la fiesta quedó muy eclipsada, por supuesto.
– Debido a la tragedia de la mina. Fue un trágico suceso.
– Deseo que llegue nuestra próxima reunión.
Walter se dio cuenta de que aquello era la despedida. Se alejó sin darle la espalda al rey, haciendo varias reverencias, tal y como era preceptivo, hasta que llegó a la puerta.
Su padre lo esperaba en la sala de al lado.
– ¡Ha sido rápido! – dijo Walter.
– Al contrario, has estado más rato de lo habitual – dijo Otto -. Por lo general el rey se limita a decir: «Me alegra verlo en Londres», y ese es el final de la conversación.
Abandonaron el palacio juntos.
– Un pueblo admirable, el británico, en muchos sentidos, pero blando – comentó Otto mientras recorrían St. James’s Street, en dirección a Piccadilly -. El rey está sometido a sus ministros, los ministros al Parlamento, y los miembros del Parlamento son elegidos por los ciudadanos de a pie. ¿Qué forma es esta de dirigir un país?
Walter no mordió el anzuelo de aquella provocación. Creía que el sistema político alemán estaba desfasado, con su débil Parlamento, que no podía hacer frente al káiser ni a los generales; pero ya había mantenido esa discusión con su padre en numerosas ocasiones y, además, aún le preocupaba la conversación con el enviado mexicano.
– Lo que le ha dicho a Díaz es muy arriesgado. Al presidente Wilson no le hará gracia que vendamos fusiles a Huerta.
– ¿Y qué importa lo que piensa Wilson?
– El peligro es que nos convertiremos en amigos de una nación débil, México, haciéndonos enemigos de una nación fuerte, Estados Unidos.
– No va a haber una guerra en América.
Walter imaginaba que era cierto, pero aun así se sentía intranquilo. No le gustaba la idea de que su país se malquistara con Estados Unidos.
Al llegar a su apartamento, se quitaron sus antiguas vestimentas y se pusieron un traje de tweed, una camisa sin el cuello almidonado y un sombrero de fieltro. De vuelta en Piccadilly se subieron a un ómnibus motorizado que iba en dirección este.
A Otto le impresionó la invitación que había recibido Walter en enero para conocer al rey en Ty Gwyn.
– El conde Fitzherbert es un buen contacto – le dijo entonces -. Si el Partido Conservador asciende al poder, podría ser nombrado ministro, tal vez jefe del Foreign Office, algún día. Debes cultivar esa amistad.
Walter tuvo una idea.
– Debería ir a visitar su clínica de beneficencia y realizar un pequeño donativo.
– Excelente ocurrencia.
– ¿Le gustaría acompañarme?
Su padre picó el anzuelo.
– Aún mejor.
Walter tenía otras intenciones ocultas, pero su padre no sospechaba nada.
El ómnibus dejó atrás los teatros del Strand, las oficinas de los periódicos de Fleet Street y los bancos del barrio financiero. Entonces las calles se hicieron más estrechas y más sucias. Los sombreros de copa y los bombines fueron sustituidos por gorras de tela. Predominaban los vehículos tirados por caballos y escaseaban los de motor. Se encontraban en el East End.
Se bajaron en Aldgate. Otto miró alrededor con un gesto de desdén.
– No sabía que me llevabas a los suburbios – dijo.
– Vamos a una clínica para pobres – contestó Walter -. ¿Dónde creía que estaría?
– ¿El conde Fitzherbert en persona viene hasta aquí?
– Imagino que se limita a financiarlo. – Walter sabía de sobra que Fitz no había pisado aquel lugar en su vida -. Pero nuestra visita llegará a sus oídos.
Recorrieron los intrincados callejones hasta llegar a un templo no conformista. En un cartel pintado a mano podía leerse: CALVARY GOSPEL HALL. En la tabla de madera había una hoja de papel clavada que decía:
MATERNIDAD
Atención gratuita hoy y todos los miércoles
Walter abrió la puerta y entraron.
Otto lanzó una exclamación de asco, se sacó el pañuelo y se tapó la nariz. No era la primera vez que Walter acudía a aquel lugar, por lo que esperaba el olor, pero, aun así, era sumamente desagradable. El vestíbulo estaba lleno de mujeres envueltas en harapos y niños medio desnudos, todos sucios y mugrientos. Las mujeres estaban sentadas en bancos y los niños jugaban en el suelo. Al fondo de la sala había dos puertas con unos carteles improvisados en los que podía leerse «Doctor» y «Benefactora».
Cerca de la puerta se encontraba sentada la tía Herm de Fitz, apuntando nombres en un libro. Walter le presentó a su padre.
– Lady Hermia Fitzherbert, mi padre herr Otto von Ulrich.
Se abrió la puerta del doctor y salió una mujer harapienta, con un bebé en brazos y un frasco de medicamento. Una enfermera asomó la cabeza y dijo:
– El siguiente, por favor.
Lady Hermia consultó la lista y llamó a la paciente:
– ¡Señora Blatsky y Rosie!
Una anciana y una chica entraron en la consulta del médico.
– Espere un momento aquí, padre, por favor, que voy a buscar al jefe – dijo Walter.
Si dirigió corriendo hacia el fondo de la sala, sorteando a los niños que gateaban por el suelo. Llamó a la puerta en la que colgaba el cartel de «Benefactora» y entró.
La habitación era pequeña como el cuarto de la limpieza y, de hecho, había una fregona y un cubo en un rincón. Lady Maud Fitzherbert estaba sentada a una pequeña mesa, escribiendo en un libro de contabilidad. Llevaba un sencillo vestido gris perla y un sombrero de ala ancha. Alzó la mirada y la sonrisa que le iluminó la cara cuando vio a Walter fue tan deslumbrante que hizo que a este se le empañaran los ojos. Lady Maud se levantó de la silla y lo abrazó.
Se había pasado el día ansiando la llegada de ese momento. La besó en la boca, que no opuso resistencia alguna. Walter había besado a varias mujeres, pero Maud era la única que restregaba su cuerpo contra el suyo de aquel modo. Se sintió avergonzado, por miedo a que ella notara la erección, e intentó apartarse un poco; pero aquello provocó que Maud se arrimara aún más a él, como si quisiera notarla, por lo que acabó cediendo al placer.
Maud era muy apasionada con todo: la pobreza, los derechos de las mujeres, la música… y Walter se sentía sorprendido y un privilegiado de que ella se hubiera enamorado de él.