Maud se apartó, jadeando.
– Tía Herm empezará a sospechar algo – dijo ella.
Él asintió.
– Mi padre está fuera.
Maud se atusó el pelo y se alisó el vestido.
– De acuerdo.
Walter abrió la puerta y regresaron a la sala de espera. Otto charlaba con Hermia: le gustaban las damas mayores y respetables.
– Lady Maud Fitzherbert, le presento a mi padre, herr Otto von Ulrich.
Otto se inclinó sobre su mano. Había aprendido a no dar un taconazo: a los ingleses les parecía un gesto cómico.
Walter los observó mientras se miraban atentamente. Maud sonrió, divertida, y Walter supuso que se estaba preguntando si aquel era el aspecto que tendría él dentro de unos años. Otto se fijó en el caro vestido de cachemir y en el moderno sombrero con una mirada de aprobación. De momento, todo marchaba bien.
Otto no sabía que estaban enamorados. El plan de Walter era que su padre conociera antes a Maud. A Otto le gustaban las mujeres acaudaladas que hacían obras de beneficencia, e insistió en que la madre y la hermana de Walter fueran a ver a las familias pobres de Zumwald, su residencia de verano en Prusia Oriental. Si todo salía según lo previsto, Otto se daría cuenta de que Maud era una mujer maravillosa y excepcional, y tendría la guardia baja cuando supiera que Walter quería casarse con ella.
El joven sabía que era una tontería estar tan nervioso. Tenía veintiocho años: tenía derecho a elegir a la mujer a la que amaba. Pero ocho años antes se había enamorado de otra mujer. Tilde era apasionada e inteligente, como Maud, pero tenía diecisiete años y era católica. Los Von Ulrich eran protestantes. Ambas familias se mostraron furiosamente hostiles a la relación amorosa, y Tilde fue incapaz de desobedecer a su padre. Ahora Walter se había enamorado de una mujer poco apropiada por segunda vez. Le iba a costar que su padre aceptara a una feminista y extranjera. Sin embargo, Walter era mayor y más astuto, y Maud más fuerte e independiente que Tilde.
Aun así, el joven agregado militar estaba aterrado. Nunca había sentido lo mismo por una mujer, ni tan siquiera por Tilde. Quería casarse con Maud y pasar la vida con ella; de hecho, no la concebía sin ella. Y no quería que su padre se opusiera.
Maud hizo gala de sus mejores modales.
– Es muy amable que venga a visitarnos, herr Von Ulrich – dijo -. Debe de ser un hombre ocupadísimo. Imagino que un confidente leal de un monarca, como lo es usted del káiser, no debe de tener ni un instante de asueto.
Otto se sintió halagado, tal y como era la intención de Maud.
– Me temo que es cierto – dijo -. Sin embargo, su hermano, el conde, es amigo de Walter desde hace tanto tiempo, que tenía muchas ganas de venir.
– Permítame que le presente a nuestro doctor. – Maud los condujo hasta la consulta y llamó a la puerta. Walter sentía cierta curiosidad ya que nunca había conocido al médico -. ¿Podemos pasar? – preguntó.
Entraron en lo que en el pasado debió de ser el despacho del pastor, en el que había un pequeño escritorio y un estante con libros de contabilidad y un himnario. El doctor, un hombre joven, atractivo, con las cejas negras y una boca sensual, estaba examinando la mano a Rosie Blatsky. Walter sintió un pequeño arrebato de celos: Maud se pasaba días enteros con aquel tipo atractivo.
– Doctor Greenward, tenemos una visita muy distinguida. Le presento a herr Von Ulrich – dijo Maud.
– ¿Cómo está usted? – preguntó Otto, formalmente.
– El doctor trabaja de forma gratuita – explicó Maud -. Le estamos muy agradecidas.
Greenward asintió con un gesto brusco. Walter se preguntó qué debía de causar la evidente tensión entre su padre y el doctor.
El médico volvió a centrar su atención en la paciente, que tenía un corte muy feo en la palma de la mano, y la muñeca hinchada. Miró a la madre y preguntó:
– ¿Cómo se lo ha hecho?
– Mi madre no habla inglés – respondió la niña -. Me he cortado en el trabajo.
– ¿Y tu padre?
– Está muerto.
Maud dijo en voz baja:
– La clínica es para familias sin padre, aunque, en realidad, atendemos a todo aquel que acuda a nosotros.
– ¿Cuántos años tienes? – le preguntó Greenward a Rosie.
– Once.
– Creía que los niños no podían trabajar hasta los trece años – murmuró Walter.
– Hecha la ley, hecha la trampa – contestó Maud.
– ¿De qué trabajas? – preguntó el médico.
– Como chica de la limpieza en la fábrica textil de Mannie Litov. Había una cuchilla en la basura.
– Cuando te cortes, tienes que lavarte la herida y ponerte un vendaje limpio. Luego tienes que cambiarte el vendaje cada día para que no se ensucie. – Greenward era un hombre de modales bruscos, pero no desagradable.
La madre le preguntó algo a la hija en ruso y casi a gritos. Walter no la entendió, pero comprendió lo esencial, que estaba traduciendo las instrucciones del doctor.
Greenward se volvió hacia la enfermera.
– Límpiele la mano y véndesela, por favor – y le dijo a Rosie -: Voy a darte un ungüento. Si se te hincha el brazo, debes venir a verme el próximo lunes. ¿Me entiendes?
– Sí, señor.
– Si dejas que empeore la infección, podrías perder la mano.
A Rosie se le saltaron las lágrimas.
– Siento haberte asustado, pero quiero que seas consciente de lo importante que es que tengas la mano limpia – dijo el doctor.
La enfermera preparó un cuenco de lo que debía de ser líquido antiséptico.
– Me gustaría transmitirle la admiración y respeto que siento por la labor que está llevando a cabo aquí, doctor – dijo Walter.
– Gracias. Me alegra poder dedicar mi tiempo a esta tarea, pero tenemos que comprar suministros médicos. Les estaremos muy agradecidos por cualquier ayuda que puedan prestarnos.
– Debemos dejar que el doctor prosiga con sus visitas, hay al menos veinte pacientes esperando – terció Maud.
Los visitantes salieron de la consulta. Walter estaba exultante de orgullo. Maud mostraba algo más que compasión. Cuando a las damas de la aristocracia les hablaban de los niños que trabajaban explotados en las fábricas, la mayoría se limpiaban las lágrimas con un pañuelo bordado; sin embargo, Maud mostraba la determinación y el valor para ayudar de verdad.
«¡Y me quiere!», pensó Walter.
– ¿Puedo ofrecerle un refrigerio, herr Von Ulrich? Mi despacho es pequeño, pero tengo una botella del mejor jerez de mi hermano.
– Es muy amable por su parte, pero debemos irnos.
La visita iba a ser un poco breve, pensó Walter. El encanto de Maud había dejado de surtir efecto en su padre. Tenía el horrible presentimiento de que algo había salido mal.
Otto sacó la cartera y cogió un billete.
– Por favor, acepte una modesta contribución para la excelente labor que están llevando a cabo, lady Maud.
– ¡Qué generoso! – exclamó ella.
Walter le dio otro billete.
– Quizá también yo pueda realizar un pequeño donativo.
– Le estoy muy agradecida por todo aquello que pueda ofrecerme – dijo.
Walter esperó que fuera el único que había reparado en la pícara mirada que le había lanzado.
– Le ruego que le transmita mis respetos al conde Fitzherbert – dijo Otto.
Se despidieron. A Walter le preocupaba la reacción de su padre.
– ¿No cree que lady Maud es maravillosa? – le preguntó alegremente mientras regresaban hacia Aldgate -. Fitz lo financia todo, por supuesto, pero es Maud quien hace el trabajo.
– Es vergonzoso – exclamó Otto -. Una absoluta vergüenza.
Walter se dio cuenta de que su padre estaba de mal humor, pero, aun así, su reacción lo sorprendió.