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– ¿De qué demonios habla? ¡Le gustan las mujeres de alta cuna que ayudan a los pobres!

– Visitar a campesinos enfermos y llevarles algo de comida en una cesta es una cosa – dijo Otto -. ¡Pero me horroriza ver a la hermana de un conde en un lugar como ese con un médico judío!

– Oh, Dios – gruñó Walter. Claro, el doctor Greenward era judío. Sus padres debían de ser de origen alemán y apellidarse Grunwald. Walter no había conocido al doctor hasta entonces, aunque, de todos modos, quizá no habría caído en la cuenta ni le habría importado su raza. Sin embargo, Otto, al igual que la mayoría de los hombres de su generación, concedía una gran importancia a aquel tipo de cosas -. Padre, ese hombre trabaja sin cobrar nada a cambio; lady Maud no puede permitirse el lujo de rechazar la ayuda de un médico perfectamente válido por el mero hecho de que sea judío.

Otto no lo escuchaba.

– Familias sin padre, ¿de dónde habrá sacado esa expresión? – se preguntó, asqueado -. Se refiere a la prole de las prostitutas.

A Walter le afectaron mucho las palabras de su padre. Su plan había fracasado por completo.

– ¿No se da cuenta de lo valiente que es? – preguntó, abatido.

– Me da igual. Si fuera mi hermana, le daría una buena zurra.

Había una crisis en la Casa Blanca.

Era el 21 de abril, y Gus Dewar se encontraba en el Ala Oeste, a altas horas de la madrugada. El nuevo edificio proporcionaba más espacio para despachos, algo que hacía mucha falta, y permitía que el resto de la Casa Blanca se utilizara únicamente como residencia. Gus estaba sentado en el estudio del presidente, cerca del Despacho Oval, una habitación pequeña y sin gracia, iluminada por una bombilla que emitía una luz tenue. Sobre el escritorio se encontraba la máquina de escribir portátil, marca Underwood, que Woodrow Wilson utilizaba para escribir sus discursos y notas de prensa.

A Gus le interesaba más el teléfono. Si sonaba, debía decidir si despertaba o no al presidente.

Una telefonista no podía tomar tal decisión. Sin embargo, los consejeros más importantes del presidente también necesitaban sus horas de sueño. Gus era el último en el escalafón de los consejeros, o el primero en el de los funcionarios, según el punto de vista. Sea como fuere, le había tocado a él permanecer toda la noche junto al teléfono para decidir si debía interrumpir el sueño del presidente, o el de la primera dama, Ellen Wilson, que sufría una misteriosa enfermedad. Gus estaba nervioso por temor a hacer o decir algo erróneo. De repente, la cara educación que había recibido le parecía superflua: ni tan siquiera en Harvard les habían enseñado cuándo convenía despertar al presidente. Esperaba que el teléfono no llegara a sonar.

Gus estaba ahí gracias a una carta que había escrito. Le había contado a su padre la fiesta real que se celebró en Ty Gwyn, y el debate que se celebró después de la cena sobre el peligro de una guerra en Europa. Al senador Dewar le pareció una carta tan interesante y entretenida que se la mostró a su amigo, Woodrow Wilson, que dijo: «Me gustaría tener a ese muchacho en mi despacho». Gus se había tomado un año sabático después de Harvard, donde había estudiado derecho internacional, y antes de empezar en su primer trabajo, en un bufete de abogados de Washington. Se encontraba a medio camino de su viaje alrededor del mundo, pero redujo gustosamente la duración de sus vacaciones para servir a su presidente.

Nada fascinaba tanto a Gus como las relaciones entre naciones, el odio y las amistades, las alianzas y las guerras. De adolescente asistió a sesiones del comité del Senado sobre Relaciones Exteriores, al que pertenecía su padre, y le resultaron más fascinantes que una obra teatral.

– Así es como los países crean paz y prosperidad; o guerra, desolación y hambruna – dijo su padre -. Si quieres cambiar el mundo, las relaciones internacionales es el campo en el que puedes hacer más bien… o mal.

Y, ahora, Gus se encontraba en medio de su primera crisis internacional.

Un funcionario muy celoso del gobierno mexicano había detenido a ocho marineros estadounidenses en el puerto de Tampico. Los hombres ya habían sido puestos en libertad, el funcionario se había disculpado y el trivial incidente podría haber acabado ahí. Pero el comandante del escuadrón, el almirante Mayo, había exigido una salva de veintiún cañonazos. El presidente Huerta se había negado. Para añadir más presión al asunto, Wilson había amenazado con ocupar Veracruz, el mayor puerto de México.

De modo que Estados Unidos estaba al borde de la guerra. Gus admiraba a Woodrow Wilson y su integridad. El presidente no estaba de acuerdo con aquel cínico punto de vista, según el cual un bandido mexicano era igual a cualquier otro. Huerta era un reaccionario que había asesinado a su predecesor, y Wilson quería encontrar un pretexto para derrocarlo. A Gus le entusiasmaba que un dirigente mundial dijera que era inaceptable que los hombres alcanzaran el poder mediante el asesinato. ¿Llegaría un día en que ese principio fuera aceptado por todas las naciones?

La crisis se agravó por culpa de los alemanes. Un barco alemán de nombre Ypiranga se aproximaba a Veracruz con un cargamento de fusiles y munición para el gobierno de Huerta.

La tensión había reinado durante todo el día, pero ahora Gus debía hacer verdaderos esfuerzos para mantenerse despierto. En el escritorio que había frente a él, iluminado por una lámpara con pantalla verde, había un informe mecanografiado del servicio de espionaje del ejército sobre los efectivos de los rebeldes de México. El servicio de espionaje era uno de los departamentos más pequeños del ejército, ya que solo contaba con dos oficiales y dos funcionarios, y el informe no era muy completo. Gus no dejaba de pensar en Caroline Wigmore.

Cuando llegó a Washington llamó al catedrático Wigmore para intentar verlo un día. Era uno de sus profesores de Harvard, que se había trasladado a la Universidad de Georgetown. Wigmore no estaba en casa, pero su segunda y joven esposa sí. Gus había visto a Caroline en varias ocasiones en diversos acontecimientos del campus, y le atraía mucho su comportamiento atento y discreto y su rápida inteligencia.

– Me ha dicho que tenía que ir a encargar camisas nuevas – dijo ella, pero Gus se fijó en su expresión crispada, y añadió -: Pero sé que está con su amante.

Gus le secó las lágrimas con el pañuelo y ella le besó en los labios.

– Ojalá estuviera casada con alguien digno de confianza.

Caroline resultó ser una mujer muy apasionada. Aunque no le había permitido llegar a mantener relaciones sexuales, hacían todo lo demás. Tenía unos orgasmos estremecedores aunque él únicamente la acariciaba.

Su aventura tan solo había empezado un mes antes, pero Gus ya sabía que quería que se divorciara de Wigmore y se casara con él. Sin embargo, ella no quería ni hablar del tema, a pesar de que no tenían hijos. Decía que le arruinaría la carrera a Gus y, a buen seguro, tenía razón. No era algo que se pudiera hacer con discreción ya que el escándalo se convertiría en un tema demasiado jugoso: la atractiva mujer que abandonaba al catedrático de renombre y acto seguido se casaba con un hombre más joven y adinerado. Gus sabía a la perfección lo que diría su madre sobre tal matrimonio: «Es comprensible, si su marido le ha sido infiel, pero resultaría incómodo que pasara a formar parte de nuestro círculo social». El presidente se sentiría avergonzado, y también el tipo de personas que podían ser cliente de un abogado. Sin duda alguna, echaría por tierra todas las esperanzas de Gus de seguir la carrera de su padre para llegar al Senado.

Gus se dijo a sí mismo que no le importaba. Amaba a Caroline y la rescataría de su marido. Tenía mucho dinero, y cuando muriera su padre sería millonario. Emprendería otra carrera. Tal vez podría convertirse en periodista y enviar sus crónicas desde las capitales extranjeras.