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No obstante, sentía un dolor punzante de arrepentimiento. Acababa de encontrar trabajo en la Casa Blanca, algo con lo que soñaban muchos jóvenes. Sería durísimo tener que renunciar a él, junto a todo lo que conllevaba.

Sonó el teléfono y Gus se sobresaltó debido a los timbrazos que resonaron en el silencio del Ala Oeste de noche.

– Oh, Dios mío – dijo, mientras miraba el aparato -. Oh, Dios mío, ha llegado el momento. – Titubeó varios segundos y, al final, descolgó el auricular. Oyó la voz pastosa del secretario de Estado William Jennings Bryan.

– Tengo a Joseph Daniels en la otra línea, Gus. – Daniels era el secretario de la Armada -. Y la secretaria del presidente está escuchando por un teléfono supletorio.

– Sí, señor secretario – dijo Gus. Logró expresarse con voz calma, pero el corazón le latía desbocado.

– Despierta al presidente, por favor – le ordenó el secretario Bryan.

– Sí, señor.

Gus atravesó el Despacho Oval y salió al Jardín de las Rosas y al frío aire de la noche. Cuando llegó al edificio antiguo un guardia lo dejó entrar. Subió corriendo las escaleras, recorrió el pasillo y se detuvo frente a la puerta del dormitorio. Respiró hondo y llamó con tanta fuerza que se hizo daño en los nudillos.

Al cabo de un instante oyó la voz de Wilson.

– ¿Quién es?

– Gus Dewar, señor presidente – respondió -. El secretario Bryan y el secretario Daniels están al teléfono.

– Un minuto.

El presidente Wilson salió del dormitorio mientras se ponía sus gafas con montura al aire. Vestía pijama y bata, lo que le daba un aspecto vulnerable. Era alto, aunque no tanto como Gus. Tenía cincuenta y siete años y el pelo oscuro aunque surcado por canas. Se consideraba feo, y no estaba del todo equivocado. Tenía una nariz prominente y orejas de soplillo, pero su gran mentón le confería un aspecto que reflejaba de forma precisa la fortaleza de carácter que Gus respetaba. Cuando hablaba, mostraba sus dientes torcidos.

– Buenos días, Gus – dijo amablemente -. ¿A qué viene tanta agitación?

– No me lo han dicho.

– Bueno, es mejor que escuches por el supletorio del despacho de al lado.

Gus obedeció rápidamente y descolgó el auricular.

Oyó la voz sonora de Bryan.

– Está previsto que el Ypiranga atraque a las diez de la mañana.

Gus sintió cierta aprensión. El presidente mexicano tenía que ceder, ya que, de lo contrario, habría un baño de sangre.

Bryan leyó un telegrama del cónsul estadounidense en Veracruz.

– El vapor Ypiranga, propiedad de la naviera Hamburg-Amerika, llegará mañana procedente de Alemania con doscientas ametralladoras y quince millones de cartuchos; atracará en el muelle cuatro y empezará a descargar a las diez y media.

– ¿Es consciente de lo que significa eso, señor Bryan? – preguntó Wilson, y Gus tuvo la sensación de que lo hacía con voz quejumbrosa -. Daniels, ¿está ahí, Daniels? ¿Qué opina?

– No deberíamos permitir que Huerta reciba la munición – contestó Daniels. A Gus le sorprendió aquella respuesta tan contundente por parte del secretario de la Armada -. Puedo enviarle un telegrama al almirante Fletcher para que lo impida y tome las aduanas.

Hubo una larga pausa. Gus se dio cuenta de que estaba agarrando el teléfono con tanta fuerza que le dolía la mano. Al final, el presidente tomó una decisión:

– Daniels, envíele esta orden al almirante Fletcher: «Tome Veracruz de inmediato».

– Sí, señor presidente – dijo el secretario de la Armada.

Y Estados Unidos entró en guerra.

Gus no se fue a la cama esa noche ni al día siguiente.

Poco después de las ocho y media, el secretario Daniels les comunicó la noticia de que un buque de guerra estadounidense se había interpuesto en la ruta del Ypiranga. El barco alemán, un carguero desarmado, dio marcha atrás y abandonó el lugar. Los marines estadounidenses tomarían tierra en Veracruz esa misma mañana, dijo Daniels.

A Gus le consternó la rapidez con la que evolucionaba la crisis, pero estaba encantado de encontrarse en el corazón del lugar donde se tomaban las decisiones.

A Woodrow Wilson no lo amedrentaba la guerra. Su obra de teatro favorita era Enrique V, de Shakespeare, y le gustaba la cita: «Si es pecado codiciar el honor, soy el mayor de todos los pecadores».

Las noticias llegaban por radio y por telegrama, y era tarea de Gus llevarle los mensajes al presidente. A mediodía los marines tomaron el control de la aduana de Veracruz.

Poco después, le dijeron que alguien quería verlo, una tal señora Wigmore.

Gus arrugó el entrecejo, preocupado. Aquello era una indiscreción. Debía de haber sucedido algo.

Se fue corriendo hacia el vestíbulo. Caroline parecía muy angustiada. Aunque llevaba un elegante abrigo de tweed y un sombrero sencillo, tenía el pelo alborotado y los ojos rojos de tanto llorar. A Gus le impresionó y le dolió verla en aquel estado.

– ¡Cariño! – dijo en voz baja -. ¿Qué ha sucedido?

– Esto es el fin – dijo -. No puedo volver a verte. Lo siento. – Rompió a llorar.

Gus tenía ganas de abrazarla pero no podía hacerlo ahí. Tampoco tenía despacho propio. Miró alrededor. El guardia de la puerta los observaba. No había ningún sitio donde pudieran disfrutar de un poco de intimidad. Se estaba volviendo loco.

– Vayamos fuera – dijo Gus, que la agarró del brazo -. Daremos un paseo.

Ella negó con la cabeza.

– No. Estoy bien. Podemos quedarnos aquí.

– ¿Por qué estás tan alterada?

Caroline era incapaz de mirarlo a los ojos, no alzaba la vista del suelo.

– Debo ser fiel a mi marido. Tengo obligaciones.

– Déjame ser tu marido.

Ella levantó la vista y su mirada de anhelo le partió el corazón.

– No sabes cuánto desearía poder hacerlo.

– ¡Pero puedes!

– Ya tengo marido.

– No te es fiel, ¿por qué deberías serlo tú?

Ella hizo caso omiso de la pregunta.

– Ha aceptado una cátedra en Berkeley. Nos trasladamos a California.

– No vayas.

– Ya he tomado una decisión.

– Eso es obvio – replicó Gus de forma inexpresiva. Se sentía como si lo hubieran atropellado. Notaba un dolor en el pecho y le costaba respirar -. California – dijo -. Joder.

Caroline vio que Gus había aceptado lo inevitable, y la mujer empezó a recuperar la compostura.

– Es nuestro último encuentro – dijo.

– ¡No!

– Escúchame, por favor. Quiero decirte una cosa y esta es mi última oportunidad.

– De acuerdo.

– Hace un mes estaba dispuesta a suicidarme. No me mires así, es cierto. Me consideraba una nulidad y creía que a nadie le importaría si me moría. Entonces apareciste en la puerta de mi casa. Eras tan afectuoso, tan educado, tan atento, que me hiciste pensar que valía la pena seguir viviendo. Tú me apreciabas. – Las lágrimas le corrían por las mejillas, pero aun así prosiguió -. Además, eras muy feliz cuando te besaba. Me di cuenta de que si era capaz de colmar de dicha a una persona, entonces no podía ser una nulidad; y ese pensamiento me llevó a seguir adelante. Me has salvado la vida, Gus. Que Dios te bendiga.

Gus sentía algo que rayaba en la ira.

– ¿Y eso qué me deja?

– Recuerdos – respondió ella -. Espero que los atesores, como yo haré con los míos.

Caroline se volvió. Gus la siguió hasta la puerta, pero ella no volvió la vista atrás. Salió y él la dejó marchar.

Cuando la perdió de vista echó a caminar de forma automática hacia el Despacho Oval, pero cambió de dirección: estaba demasiado alterado para estar con el presidente. Se fue al baño de hombres para hallar un momento de paz. Por suerte, estaba vacío. Se lavó la cara y se miró en el espejo. Vio a un hombre delgado con la cabeza grande: parecía una piruleta. Tenía el cabello de color castaño claro y los ojos marrones; no era muy atractivo, pero acostumbraba a gustar a las mujeres, y Caroline lo había amado.