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Había otras construcciones diseminadas alrededor de la boca de la mina, como si hubiesen caído allí por casualidad: la lamparería, las oficinas, la herrería, los almacenes… Las líneas ferroviarias serpenteaban entre los edificios. Por el suelo aparecían desperdigados varios vagones averiados, viejos travesaños resquebrajados, sacos de comida y piezas de maquinaria oxidada y en desuso, todo cubierto por una capa de polvo de carbón. El padre de Billy decía siempre que habría menos accidentes si los mineros tuvieran las cosas más ordenadas.

Billy y Tommy entraron en las oficinas de la mina. En la antesala estaba Arthur Llewellyn el Manchas, un empleado no mucho mayor que ellos. Llevaba el cuello y los puños de la camisa blanca sucios. Estaba esperándolos, pues los padres de ambos habían dispuesto previamente que empezasen a trabajar ese día. El Manchas escribió sus nombres en un libro y luego los condujo al despacho del capataz.

– El joven Tommy Griffiths y el joven Billy Williams, señor Morgan – anunció.

Maldwyn Morgan era un hombre alto y vestía un traje negro. No había restos de carbón en los puños de su camisa, y tenía las mejillas rosadas, lisas y suaves, lo que significaba que, probablemente, se afeitaba todos los días. Su titulación de ingeniero lucía enmarcada en la pared, y su bombín – la otra señal distintiva de su estatus – colgaba del perchero que había junto a la puerta.

Para sorpresa de Billy, no estaba solo. Junto a él había una figura aún más pavorosa: Perceval Jones, director de Celtic Minerals, la compañía que poseía y explotaba la mina de carbón de Aberowen, además de otras. Un hombrecillo menudo y agresivo al que los mineros llamaban Napoleón. Iba vestido formalmente con un frac negro y pantalones a rayas grises, y no se había quitado el sombrero de copa.

Jones miró a los chicos con gesto de reprobación.

– Griffiths – dijo -, tu padre es un socialista revolucionario.

– Sí, señor – contestó Tommy.

– Y un ateo.

– Sí, señor Jones.

Se volvió para dirigirse a Billy.

– Y tu padre es un dirigente de la Federación Minera de Gales del Sur.

– Sí, señor Jones.

– No me gustan los socialistas. Y los ateos están condenados al fuego eterno. Y los sindicalistas son los peores de todos.

Miró a ambos fijamente, pero no les había hecho ninguna pregunta, de modo que Billy no dijo nada.

– No quiero alborotadores – siguió diciendo Jones -. En el valle de Rhondda llevan cuarenta y tres semanas de huelga por culpa de gente como vuestros padres, que meten cizaña y les animan.

Billy sabía que la huelga de Rhondda no había sido provocada por los alborotadores, sino por los dueños de la mina de Ely, en Penygraig, que habían hecho un cierre patronal contra los mineros, pero mantuvo la boca cerrada.

– ¿No seréis vosotros alborotadores? – Jones señaló a Billy con un dedo huesudo, y el muchacho se puso a temblar -. ¿No te habrá dicho tu padre que defiendas tus derechos mientras trabajes para mí?

Billy trató de hacer memoria, aunque era difícil teniendo el rostro amenazador de Jones a escasos centímetros del suyo. Su padre no le había dicho gran cosa esa mañana, pero la noche anterior sí le había dado algún consejo.

– Pues verá, señor, me ha dicho: «No les plantes cara ni te hagas el gallito con los patronos, que ese es mi trabajo».

A sus espaldas, Llewellyn el Manchas se rió por lo bajo.

A Perceval Jones, sin embargo, no le hizo ninguna gracia.

– Mocoso insolente… – masculló -. Pero si no te dejo entrar a trabajar en la mina, tendré a todo el valle en huelga.

A Billy no se le había pasado por la cabeza algo semejante. ¿Tan importante era? No, pero cabía la posibilidad de que los mineros se pusiesen en huelga para defender a los hijos de sus dirigentes sindicales. No llevaba ni cinco minutos trabajando y el sindicato ya lo estaba protegiendo.

– Llévatelos de aquí – ordenó Jones.

Morgan asintió.

– Sácalos fuera, Llewellyn – le apremió -. Rhys Price puede encargarse de ellos.

Billy protestó para sus adentros, pues Rhys Price era uno de los ayudantes del capataz que tenía más mala fama. Había puesto los ojos en Ethel el año anterior y esta lo rechazó de plano. La hermana de Billy había hecho lo mismo con la mitad de los solteros de Aberowen, pero Price se lo había tomado muy a pecho.

El Manchas negó con la cabeza.

– Fuera – dijo, y los acompañó mientras salían del despacho -. Esperad en el exterior al señor Price.

Billy y Tommy abandonaron el edificio y se apoyaron en el muro, junto a la puerta.

– Me encantaría darle un puñetazo a Napoleón en esa barriga gorda que tiene – dijo Tommy -. Ese sí es un cerdo capitalista.

– Y que lo digas – convino Billy, aunque nunca se le había pasado por la cabeza pensar algo así.

Rhys Price apareció al cabo de un minuto. Como todos los ayudantes del capataz, llevaba un sombrero de ala pequeña y abarquillada al que llamaban sombrero hongo, más caro que una gorra de minero pero más barato que un bombín. En los bolsillos del chaleco guardaba una libreta y un lápiz, y sostenía una regla de medir. Price lucía barba de dos días y tenía los dientes mellados. Billy sabía que gozaba de fama de listo pero también de ladino.

– Buenos días, señor Price – dijo Billy.

Price parecía suspicaz.

– ¿Se puede saber qué es lo que estás tramando con eso de darme los buenos días, Billy Doble?

– El señor Morgan ha dicho que bajaríamos con usted a la mina.

– ¿Conque eso ha dicho, eh? – Price tenía la curiosa costumbre de lanzar miradas bruscas a diestro y siniestro, y a veces incluso a su espalda, como si esperase que, en cualquier momento, fueran a lloverle los problemas desde todos los lados -. Eso ya lo veremos. – Miró al cabrestante, como si buscase allí una explicación -. No tengo tiempo para andar con mocosos. – Entró en las dependencias de la oficina.

– Espero que encuentren a otro que nos lleve abajo… – comentó Billy -. Porque ese odia a mi familia desde que mi hermana lo rechazó.

– Tu hermana se cree demasiado buena para los hombres de Aberowen – dijo Tommy, y era evidente que repetía en voz alta algo que había oído antes.

– Es que lo es, es demasiado buena para ellos – sentenció Billy, categórico.

Price salió de la oficina.

– Está bien, venid conmigo. – Y echó a andar con paso decidido.

Los muchachos lo siguieron al interior de la lamparería. El lamparero le dio a Billy una brillante lámpara de seguridad de latón y él se la enganchó al cinturón, tal como hacían los demás hombres.

Había aprendido mucho acerca de las lámparas de mineros en la escuela. Entre los peligros de la explotación del carbón se hallaba el metano, el gas inflamable que se filtraba por las vetas de carbón. Los hombres lo llamaban grisú, y era la causa de todas las explosiones subterráneas. Las minas galesas eran especialmente famosas por el alto contenido en gas de sus galerías. La lámpara había sido diseñada de manera muy ingeniosa para que la llama no prendiese el grisú, sino que al entrar en contacto con el gas, la llama cambiaba de forma y se alargaba, sirviendo de este modo de aviso, pues el grisú no desprendía ningún olor.

Si la lámpara se apagaba, el minero no podía volver a encenderla. Estaba prohibido llevar cerillas a la mina, y la lámpara estaba cerrada con llave como medida disuasoria para que nadie contraviniese la norma. Una lámpara apagada debía llevarse a un punto de encendido, normalmente al fondo de la mina, cerca del tiro. Para ello a veces era necesario recorrer a pie más de un kilómetro y medio, pero merecía la pena con tal de evitar el riesgo de una explosión subterránea.