La música se volvió siniestra, la estatua cobró vida y el Commendatore entró en el comedor de Don Giovanni con una disonancia que Maud reconoció como una séptima disminuida. Era el punto culminante dramático de la ópera, y Maud estaba casi segura de que nadie los miraría. Tal vez podía proporcionarle una pequeña satisfacción a Walter, pensó; y la mera idea la dejó sin respiración.
Mientras los trombones resonaban sobre la voz grave de barítono del Commendatore, ella puso la mano sobre el muslo de Walter. Podía sentir el calor de su piel a través de la fina lana de sus pantalones de vestir. Él no la miró, pero Maud vio que abrió la boca y que jadeaba. Deslizó la mano por el muslo y, cuando Don Giovanni cogió al Commendatore de la mano, ella encontró el pene erecto de Walter y lo agarró.
Maud estaba muy excitada y, al mismo tiempo, sentía mucha curiosidad. Jamás había hecho aquello. Lo palpó por encima de los pantalones. Era más grande de lo que esperaba, y también más duro, parecía un pedazo de madera más que una parte del cuerpo. Era raro, pensó, que pudiera suceder un cambio físico tan extraordinario gracias al tacto de una mujer. Cuando ella se excitaba los cambios era muy pequeños: aquella forma de henchirse apenas perceptible, y la humedad en su interior. Para los hombres eran como izar una bandera.
Maud sabía lo que hacían los chicos, ya que había espiado a Fitz cuando tenía quince años; entonces imitó la acción que le había visto llevar a cabo, ese movimiento hacia arriba y hacia abajo de la mano, mientras el Commendatore exigía a Don Giovanni que se arrepintiera, y este se negaba una y otra vez. Walter resollaba, pero nadie podía oírlo porque la orquesta tocaba muy fuerte. Ella estaba encantada de poder satisfacerlo. Veía las nucas de las demás personas que había en el palco, y la aterraba la posibilidad de que alguien pudiera volverse, pero se sentía demasiado embargada por lo que estaba haciendo para detenerse. Walter le cogió la mano con la suya, para enseñarle cómo tenía que hacerlo, para agarrarla con fuerza cuando bajaba y aliviar la presión cuando subía, y ella lo imitó. Mientras Don Giovanni era arrastrado a la hoguera, Walter dio un respingo en el asiento. Maud sintió una especie de espasmos en el pene (una, dos y tres veces) y entonces, mientras Don Giovanni moría de miedo, Walter se desplomó, exhausto.
De repente Maud se dio cuenta de que lo que había hecho era una absoluta locura y apartó la mano rápidamente. Se sonrojó, avergonzada. Ella también jadeaba e intentó respirar con normalidad.
En el escenario empezó el ensemble final y Maud se relajó. No sabía qué la había poseído, pero se había salido con la suya. El alivio de tensión hizo que le entraran ganas de reír, pero logró contener la risa.
Miró a Walter a los ojos. Él la observaba, embelesado. Maud sintió un gran placer. Él se inclinó junto a ella y le susurró al oído:
– Gracias.
Maud lanzó un suspiro y respondió:
– Ha sido un placer.
Capítulo 6
Junio de 1914
A principios de junio Grigori Peshkov por fin tenía suficiente dinero para comprar un pasaje a Nueva York. La familia Vyalov de San Petersburgo le vendió el billete y los papeles necesarios para pasar el control de inmigración al llegar a Estados Unidos, incluida una carta del señor Josef Vyalov de Buffalo, en la que prometía darle trabajo a Grigori.
Grigori besó el billete. Se moría de ganas de marcharse. Era como un sueño, y tenía miedo de despertarse antes de que zarpara el barco. Ahora que faltaba tan poco para la partida, anhelaba aún más el momento cuando estuviera en cubierta y mirara hacia atrás para ver desaparecer Rusia por el horizonte y de su vida para siempre.
La noche antes de su marcha, los amigos le organizaron una fiesta.
Se celebró en el bar de Mishka, un local situado cerca de la fábrica metalúrgica Putílov. Había una docena de compañeros del trabajo, la mayoría de los miembros del Círculo de Debate Bolchevique sobre socialismo y ateísmo, y las chicas de la casa donde vivían Grigori y Lev. Todos estaban en huelga, al igual que la mitad de las fábricas de San Petersburgo, de modo que nadie tenía mucho dinero, pero unieron fuerzas y compraron un barril de cerveza y unos cuantos arenques. Era una cálida noche y se sentaron en los bancos, en un pequeño terreno abandonado que había junto al bar.
A Grigori no le entusiasmaban las fiestas. Habría preferido pasar la noche jugando al ajedrez. El alcohol atontaba a la gente, y le parecía absurdo coquetear con las esposas o las novias de otros hombres. Su amigo Konstantín, que tenía el pelo alborotado, el jefe del círculo de debate, estaba discutiendo sobre la huelga con Isaak, el agresivo futbolista, y acabaron peleándose a gritos. Varia, la fornida madre de Konstantín, se bebió gran parte de la botella de vodka, le dio un puñetazo a su marido y perdió el conocimiento. Lev llevó a un puñado de amigos – a hombres que Grigori no conocía y a chicas a las que no quería conocer – y se bebieron toda la cerveza sin aportar ni un rublo.
Grigori se pasó la noche mirando tristemente a Katerina, que estaba de buen humor ya que le gustaban las fiestas. Su falda larga se arremolinaba en sus piernas, y sus ojos azules centelleaban mientras iba de un lado a otro, provocando a los hombres y cautivando a las mujeres, con aquella boca generosa y grande que siempre lucía una sonrisa. Llevaba ropa vieja y remendada, pero tenía un cuerpo maravilloso, del tipo que encantaba a los hombres rusos, con mucho pecho y las caderas anchas. Grigori se enamoró de ella el día en que la conoció, y su amor no había menguado en cuatro meses. Sin embargo, ella prefería a su hermano.
¿Por qué? No tenía nada que ver con el aspecto. Ambos hermanos eran tan parecidos que, en ocasiones, la gente los confundía. Tenían la misma altura y peso, y podían llevar la ropa del otro. No obstante, Lev poseía encanto a raudales. Era informal y egoísta, y vivía al borde de la ley, pero las mujeres lo adoraban. Grigori era honesto y digno de confianza, un hombre que trabajaba duro, serio y que pensaba las cosas, y estaba soltero.
Sería distinto en Estados Unidos. Todo iba a ser distinto allí. Los terratenientes estadounidenses no podían ahorcar a sus campesinos. La policía norteamericana tenía que llevar a juicio a la gente antes de castigarla. El gobierno ni tan siquiera podía encarcelar a los socialistas. No había nobles: todo el mundo era igual, hasta los judíos.
¿Podía ser real? En ocasiones, Norteamérica le parecía un país de fantasía, como las historias que la gente contaba de las islas de los mares del Sur, donde bellas doncellas entregaban sus cuerpos a todo aquel que se lo pedía. Sin embargo, debía de ser cierto: miles de emigrantes habían escrito cartas a casa. En la fábrica, un grupo de socialistas revolucionarios había iniciado una serie de lecturas sobre la democracia norteamericana, pero la policía les prohibió continuar.
Se sentía culpable por dejar atrás a su hermano, pero era lo mejor.
– Cuida de ti – le dijo a Lev hacia el final de la velada -. Ya no estaré aquí para sacarte de todos los problemas.
– No me pasará nada – replicó Lev de forma despreocupada -. Cuida tú de ti mismo.