A los muchachos les habían enseñado en la escuela que las lámparas eran una de las maneras que tenían los patronos y propietarios de las minas de mostrar su preocupación por el bienestar y la seguridad de sus trabajadores. «Como si evitar las explosiones – había dicho el padre de Billy – no fuese a beneficiar al patrón, que así no tiene que interrumpir el trabajo en la mina ni reparar los daños en los túneles.»
Tras recoger sus lámparas, los hombres hicieron cola para subir a la jaula. Hábilmente colocado junto a la cola, había un tablón de anuncios en el que unos letreros escritos a mano o impresos de forma más o menos rudimentaria anunciaban partidos de críquet, un campeonato de dardos, el extravío de una navaja, un recital del Coro Masculino de Aberowen y una charla sobre la teoría del materialismo histórico de Karl Marx en la Biblioteca Libre. Sin embargo, los ayudantes del capataz no tenían que hacer cola, así que Price se abrió paso hasta la parte delantera, seguido de los chicos.
Como la mayoría de las minas, Aberowen contaba con dos pozos verticales con ventiladores para que el aire descendiera por uno y subiera por el otro, estableciendo así el circuito de ventilación adecuado. Los propietarios solían bautizar los pozos a su antojo, y los caprichosos nombres de aquellos dos eran Píramo y Tisbe. Aquel, Píramo, era el pozo ascendente, y Billy percibió la corriente de aire cálido que subía por él.
Un día, el año anterior, Billy y Tommy decidieron ir a curiosear al pozo y asomarse, de modo que el lunes de Pascua, cuando los hombres no trabajaban, sortearon al vigilante, atravesaron la escombrera a hurtadillas hasta la bocamina y luego treparon por la valla de protección. La plataforma de la jaula no llegaba a cubrir por completo la entrada del pozo, de modo que se tumbaron boca abajo y se asomaron al borde. Se quedaron mirando con aterrada fascinación las entrañas de aquel abismo imponente y Billy advirtió que se le encogía el estómago. La oscuridad parecía infinita. El muchacho experimentó una intensa emoción, una mezcla de alegría por no tener que bajar allí y de terror absoluto al pensar que algún día tendría que hacerlo. Arrojó una piedra al fondo y la oyeron rebotar contra la urdimbre de madera de la jaula y el revestimiento de ladrillo del pozo. Les pareció una terrorífica eternidad hasta que oyeron el ruido débil y lejano de la piedra al caer salpicando en el charco de agua abajo de todo.
En esos momentos, justo un año después, Billy estaba a punto de seguir la misma trayectoria de aquella piedra.
Se dijo que debía armarse de valor y no ser un cobarde, que tenía que comportarse como un hombre hecho y derecho, aunque en el fondo de su alma sintiese que no lo era. Lo peor de todo sería hacer el ridículo y convertirse en el hazmerreír del pozo. Eso le daba más miedo todavía que la muerte.
Vio la reja corredera que cerraba el pozo. Más allá solo estaba el vacío, pues la jaula iniciaba allí su recorrido ascendente. En el extremo opuesto del pozo vio el cabrestante que hacía girar las enormes ruedas más arriba. Unos chorros de vapor se desprendían del mecanismo. Los cables golpeteaban los rieles con chasquidos similares a un latigazo, y por todo el recinto se extendía el olor a aceite caliente.
Con el chirrido del hierro, la jaula vacía apareció tras la reja. El operador de superficie, el encargado de la jaula en el extremo superior, abrió la reja deslizándola. Rhys Price entró en el espacio vacío y los dos muchachos lo siguieron. Trece mineros entraron detrás de ellos, ya que en la jaula cabían un total de dieciséis hombres. El operario cerró la reja de golpe.
Siguió una pausa. Billy se sintió muy vulnerable; el suelo bajo sus pies era sólido, pero podía colar el cuerpo sin problemas por entre los barrotes, ampliamente separados, de los laterales. La jaula colgaba de una maroma de acero, pero ni siquiera eso era seguro: todo el mundo sabía que el cable de Tirpentwys se soltó un buen día en 1902 y la jaula se precipitó al vacío hasta estrellarse contra el fondo del pozo. Murieron ocho hombres.
Saludó con la cabeza al minero que tenía a su lado; era Harry el Seboso Hewitt, un chico con cara de pudin y solo tres años mayor que él, aunque le sacaba una cabeza de altura. Billy se acordaba de cuando Harry iba a la escuela; había repetido tercer curso varias veces, siempre en la clase de los niños de diez años, y había suspendido el examen año tras año hasta alcanzar la edad para trabajar.
Sonó la señal que anunciaba que el embarcador que había al pie del pozo había cerrado su puerta. El operador de superficie accionó una palanca y sonó otra señal distinta. La maquinaria de vapor empezó a silbar y se oyó el sonido de otro golpe.
La jaula se precipitó al vacío.
Billy sabía que el elevador bajaba en caída libre al principio y que luego frenaba justo a tiempo de realizar un aterrizaje suave, pero no había teoría que valiese para prepararlo para la sensación de precipitarse en picado hacia las entrañas de la tierra. Sus pies se separaron del suelo y se puso a gritar, aterrorizado. No pudo evitarlo.
Los hombres se echaron a reír. Sabían que era su primera vez, y dedujo que debían de haber estado esperando su reacción. Vio, demasiado tarde, que todos se estaban agarrando a los barrotes de la jaula para evitar la sensación de flotar en el aire, pero aquello no sirvió para aplacar su miedo. No consiguió dejar de gritar hasta que apretó los dientes con todas sus fuerzas.
Por fin se accionó el freno. Se aminoró la velocidad de la caída y los pies de Billy tocaron el suelo. Se sujetó a uno de los barrotes e intentó dejar de temblar. Al cabo de un minuto, una intensa sensación de injusticia y humillación pasó a ocupar el lugar del miedo, tan profunda que sintió el escozor de las lágrimas en los ojos. Vio el rostro burlón del Seboso y exclamó a voz en grito, para que lo oyera pese al ruido:
– ¡Cierra esa bocaza que tienes, Hewitt, pedazo de imbécil!
Al oír aquello, al Seboso le cambió la cara inmediatamente y puso un gesto furioso, pero los demás hombres se rieron aún más. Billy tendría que pedirle perdón a Jesús por haber insultado de aquel modo a su compañero, pero al menos ya no se sentía tan estúpido.
Miró a Tommy, que estaba pálido como el papel. ¿Había gritado Tommy? Billy temía preguntárselo por si la respuesta era negativa.
La jaula se detuvo, la reja se abrió y Billy y Tommy salieron con paso tembloroso al corazón de la mina.
Allí reinaba la oscuridad. Las lámparas de los mineros emitían menos luz que las lámparas de parafina que había en las paredes de su casa, y a su alrededor todo estaba oscuro como una noche sin luna. A lo mejor es que no hacía falta ver bien para sacar carbón, razonó Billy. Cruzó un charco y, al oír el ruido de la salpicadura, bajó la vista y vio agua y barro por todas partes, reluciendo bajo el débil reflejo de las llamas de las lámparas. Notó un sabor raro en la boca: a causa del polvo del carbón, el aire era muy espeso. ¿Cómo era posible que los hombres pudiesen pasar todo el día respirando aquello? Seguramente, por eso los mineros estaban siempre tosiendo y escupiendo.
Había cuatro hombres esperando para entrar en la jaula y subir a la superficie. Cada uno de ellos llevaba un maletín de cuero, y Billy se dio cuenta de que eran bomberos. Todas las mañanas, antes de que los mineros empezasen la jornada, los bomberos inspeccionaban las galerías para detectar los niveles de gas. Si la concentración de metano alcanzaba niveles inaceptables, ordenaban a los hombres que no trabajaran hasta que los mecanismos de ventilación hubiesen despejado el ambiente.
Justo a su lado, Billy vio una hilera de cajones para ponis y una puerta abierta que daba a una sala bien iluminada con un escritorio, seguramente una oficina para los ayudantes del capataz. Los hombres se dispersaron, adentrándose en cuatro túneles distintos que tenían su origen en el fondo del pozo. Los túneles se llamaban galerías y conducían a las secciones de la mina de donde se obtenía el carbón.