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«¡Pobre hijo, pobre mío!» se dijo Eliza, «¡te han vendido! ¡Pero tu madre te salvará!».

No cayó ni una lágrima sobre la almohada; en circunstancias como éstas, el corazón carece de lágrimas: sólo gotea sangre, y va perdiéndola poco a poco en silencio. Cogió un papel y un lápiz y escribió deprisa:

«Ay, señora, querida señora, no me considere ingrata, no piense mal de mí, pero he oído todo lo que han dicho usted y el señor esta noche. Voy a intentar salvar a mi hijo, ¡no me culpará usted! ¡Dios la bendiga y le pague toda su bondad!»

Después de doblar esta nota y escribir el nombre, se acercó al cajón y preparó un paquete de ropa para su hijo y se lo ató firmemente a la cintura con un pañuelo; y la memoria de una madre es tal que, incluso con los terrores de la ocasión, no se le olvidó incluir en el paquete uno o dos de sus juguetes preferidos, dejando fuera un loro de vivos colores para distraerlo cuando tuviera necesidad de despertarlo. Le costó trabajo despertar al pequeño dormilón; pero, tras algún esfuerzo, éste se incorporó y se puso a jugar con el pájaro, mientras su madre se ponía el sombrero y el chal.

– ¿Adónde vas, madre? -preguntó, al acercarse ella a la cama con su abriguito y su gorro.

Su madre se acercó y le miró tan seria a los ojos que adivinó enseguida que ocurría algo extraño.

– Calla, Harry-dijo ella-. No debes hablar fuerte o nos oirán. Iba a venir un hombre malo a robarle a su madre al pequeño Harry y llevárselo en la oscuridad, pero su madre no le dejará. Va a ponerle el abrigo y el gorro a su hijito y van a salir corriendo para que el hombre feo no lo coja.

Diciendo estas palabras, había abrochado el abrigo del niño y, cogiéndolo en brazos, le susurró que se estuviera muy callado. Abriendo la puerta de su cuarto que daba al porche exterior, salió silenciosamente.

Hacía una noche brillante y fría, cuajada de estrellas, y la madre envolvió bien con el chal a su hijo, que se colgó de su cuello paralizado por un miedo impreciso.

El viejo Bruno, un gran perro de Terranova que dormía al fondo del porche, se levantó gruñendo al acercarse Eliza. Ésta pronunció su nombre con voz queda y el animal, gran favorito suyo y compañero de juegos, movió la cola y se dispuso a seguirla inmediatamente, aunque se veía que daba muchas vueltas, dentro de su rudimentaria cabeza de perro, al posible significado de una expedición tan indiscreta a medianoche. Parecía estorbarlo mucho alguna vaga idea de imprudencia o impropiedad, pues se paraba a menudo y miraba pensativo primero a ella y después a la casa, y, después, como si la reflexión lo hubiera tranquilizado, emprendía nuevamente el camino en pos de ella. Unos minutos más tarde llegaron a la ventana de la casita del tío Tom y Eliza se detuvo y golpeó suavemente en el cristal de la ventana.

La reunión religiosa de casa del tío Tom se había prolongado hasta muy tarde con el canto de los himnos y, como el tío Tom se había permitido entonar unos cuantos largos solos después, el resultado era que, aunque era entre las doce y la una, él y su respetable esposa no estaban aún dormidos.

– ¡Señor, señor! ¿Qué es eso? -dijo la tía Chloe, levantándose de un salto para correr la cortina-. ¡Que me aspen si no es Lizy! Ponte la ropa rápido, hombre. Está el viejo Bruno, también, husmeando por ahí. ¿Qué demonios pasará? Voy a abrir la puerta.

Y, fiel a su palabra, abrió de golpe la puerta y la luz de la vela de sebo que había encendido Tom apresuradamente iluminó el rostro desencajado y los oscuros ojos extraviados de la fugitiva.

– ¡El Señor te bendiga! ¡Da miedo verte, Lizy! ¿Te has puesto enferma o qué te ha pasado?

– Me escapo, tío Tom y tía Chloe… me llevo a mi hijo… el amo lo ha vendido.

– ¿Vendido? -preguntaron ambos al unísono, levantando las manos desconcertados.

– ¡Sí, lo han vendido! -dijo firmemente Eliza-. Me he escondido en el armario del cuarto del ama esta noche y he oído cómo el amo le decía que había vendido a mi Hany y a ti, tío Tom, a un tratante; y que él se marchaba esta mañana a cabalgar y que el hombre venía a tomar posesión hoy.

Tom se quedó durante este discurso con las manos levantadas y los ojos dilatados como soñando. Lenta y paulatinamente, al comprender su significado, más que sentarse se dejó caer en su vieja silla y apoyó la cabeza sobre las rodillas.

– ¡Que el buen Señor tenga piedad de nosotros! -dijo la tía Chloe-. ¡Parece mentira que haya ocurrido esto! ¿Qué ha hecho, para que lo venda el amo?

– No ha hecho nada, no es por eso. El amo no quiere vender, y el ama… siempre es buena. La he oído rogar y suplicar por nosotros. Pero él le ha dicho que era inútil; que tenía deudas con este hombre, y que lo tenía en su poder. Y que, si no saldaba la deuda, acabaría teniendo que vender la casa y a toda la gente y marcharse. Sí, le he oído decir que no tenía elección entre vender a estos dos o venderlo todo, que el hombre lo había puesto entre la espada y la pared. El amo ha dicho que lo siente, pero tendríais que haber oído al ama. ¡Si ella no es cristiana y un ángel, nunca ha habido ninguno! Soy mala por dejarla de esta manera, pero no tengo más remedio. Ella misma ha dicho que una sola alma valía más que todo el mundo; y este muchacho tiene alma y, si dejo que se lo lleven, ¿quién sabe que será de ella? Debe de ser lo correcto, pero si no lo es, ¡que Dios me perdone, porque no tengo más remedio que hacerlo!

– Bien, viejo -dijo la tía Chloe-, ¿por qué no te vas también? ¿Vas a esperar a que te embarquen río abajo, adonde matan a los negros de trabajo y hambre? ¡Antes me moriría que ir allí! Tienes tiempo… márchate con Lizy… tienes salvoconducto para ir y venir cuando quieras. ¡Venga, date prisa! Yo juntaré tus cosas.

Tom levantó despacio la cabeza, miró triste pero serenamente alrededor y dijo:

– ¡No, no! Yo no me voy. Que se vaya Eliza, está en su derecho. Yo no le diría que no se fuera, no está en su naturaleza quedarse; pero has oído lo que ha dicho. Si hay que venderme a mí o a toda la gente de la casa, y todo se tiene que ir al traste, pues ¡que me vendan a mí! Supongo que puedo soportarlo como cualquiera -añadió, el pecho sacudido convulsivamente por una especie de suspiro o sollozo-. El amo siempre me ha encontrado dispuesto, y siempre me encontrará. Nunca he traicionado su confianza, ni he usado el salvoconducto para nada que no fuera honorable, y nunca lo haré. Es mejor que me vaya yo solo que disolverlo y venderlo todo. No es culpa del amo, Chloe; él te cuidará a ti y a los pobres…

En esto se volvió hacia la burda carriola repleta de cabecitas lanudas y se desmoronó. Se apoyó en el respaldo de la silla y se cubrió el rostro con las grandes manos. Unos sollozos roncos, fuertes y desgarrados sacudieron la silla y grandes lágrimas cayeron al suelo a través de sus dedos; lágrimas como las tuyas, lector, que regaron el ataúd de tu primogénito; lágrimas como las tuyas, lectora, cuando oíste el llanto de tu hijo moribundo. Porque él era un hombre, lector, y tú eres otro. Y tú, lectora, aunque lleves seda y joyas, no eres mas que una mujer y, en las grandes desgracias y adversidades, todos sentimos la misma pesadumbre.

– Y ahora -dijo Eliza de pie en la puerta-, he visto a mi marido esta misma tarde y no me imaginaba lo que iba a suceder. Lo han empujado al límite de sus fuerzas y hoy me ha dicho que se va a escapar. Intentad comunicaros con él, si podéis. Decidle cómo me voy y por qué, y decidle que voy a intentar llegar a Canadá. Decidle que lo quiero y si no lo veo nunca más -se volvió y se quedó con la espalda vuelta hacia ellos durante un momento, y después añadió, con voz cascada-, decidle que sea tan bueno como pueda y que procure reunirse conmigo en el reino de los cielos. Llamad a Bruno -añadió-. Cerrad la puerta detrás. El pobre animal no debe ir conmigo.