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– ¡Sam, eh, Sam! El amo quiere que prepares a Bill y Jerry -dijo Andy, interrumpiendo el soliloquio de Sam.

– ¿Eh? ¿Qué pasa ahora, hijo?

– Pues supongo que no estás enterado de que Lizy se ha largado con su hijo.

– ¡Cuéntaselo a tu abuela! -dijo Sam con un desprecio infinito-; si lo sabía yo bastante antes que tú; este negro no se chupa el dedo, ¿qué te crees?

– De todas formas, el amo quiere que aparejes a Bill y Jerry, y que tú y yo vayamos con el señor Haley a buscarla.

– ¡Bien, así se hacen las cosas! -dijo Sam-. Hay que acudir a Sam para estos menesteres. Él es el negro apropiado. A que la cojo yo; ¡ya verá el amo de lo que es capaz Sam!

– Pero, Sam, más vale que te lo vuelvas a pensar, porque el ama no quiere que la cojan, y te despellejará.

– ¡Caramba! -dijo Sam, abriendo mucho los ojos-. ¿Cómo lo sabes?

– Se lo he oído decir esta bendita mañana al llevarle al amo el agua para afeitarse. Me ha mandado ir a ver por qué no había ido Lizy a vestirla, y cuando le he dicho que se había marchado, se ha levantado y ha dicho simplemente: «Dios sea alabado»; y el amo parecía estar furioso de verdad y le ha dicho: «Esposa, hablas como una loca.» ¡Pero, señor, señor, ella le convencerá! Sé bien lo que pasará. Siempre es mejor estar de parte de la señora, te lo digo con conocimiento.

Al oír esto, el negro Sam se rascó el cuero cabelludo que, si no contenía gran sabiduría, sí contenía gran cantidad de una cualidad muy apreciada por los políticos de todas las inclinaciones, llamada vulgarmente «saber lo que a uno le conviene», por lo que se detuvo a pensar muy serio y volvió a tirar de sus pantalones, que era el método habitualmente adoptado por él para aclarar sus dudas mentales.

– Nunca se puede saber nada seguro sobre ninguna cosa de este mundo -dijo por fin.

Sam habló como un filósofo, enfatizando este como si hubiera tenido gran experiencia en diferentes tipos de mundos, por lo que sacaba sus conclusiones con conocimiento de causa.

– Yo habría estado seguro de que el ama hubiera movido cielo y tierra para encontrar a Lizy-añadió, pensativo, Sam.

– Así es dijo Andy-; pero, ¿es que no ves tres en un burro, negro negrísimo? El ama no quiere que el señor Haley se lleve al hijo de Lizy, eso es lo que pasa.

– ¡Vaya! -dijo Sam, con una entonación inenarrable, conocida sólo por los que la han oído utilizar entre los negros.

– Y te diré más -dijo Andy-; creo que debes darte prisa en aparejar esos caballos, pero mucha prisa, porque he oído al ama preguntar por ti, así que ya has perdido bastante tiempo.

Al oír esto, Sam empezó a moverse con gran ahínco, y apareció al poco rato, dirigiéndose gloriosamente hacia la casa como un tomado, con Bill y Jerry al galope; luego, saltando hábilmente a tierra antes de que ellos tuvieran intención de detenerse, los hizo parar en el apeadero. El caballo de Haley, que era un potro espantadizo, reculaba y brincaba y tiraba fuertemente del cabestro.

– ¡So, so! dijo Sam-, conque asustado, ¿eh? -y se iluminó su negro rostro con un extraño brillo travieso-. ¡Ya te arreglaré yo! -dijo.

Había un gran haya dando sombra al lugar y muchos pequeños hayucos afilados y triangulares yacían dispersos por el suelo. Con uno de ellos entre los dedos, se acercó Sam al potro y le dio palmadas y golpecitos, aparentemente empeñado en calmar su excitación. Fingiendo ajustar la silla, deslizó debajo hábilmente el hayuco puntiagudo, de tal manera que el menor peso sobre ella molestaría la sensibilidad nerviosa del animal sin dejar ningún roce ni herida perceptible.

– ¡Ya está! -dijo, girando los ojos con una sonrisa de aprobación-; ¡ya lo he arreglado!

En este momento, apareció la señora Shelby en el balcón, haciéndole un gesto de que se acercara. Sam se aproximó, tan empeñado en medrar como cualquier aspirante a un puesto vacante en Washington.

– ¿Por qué holgazaneas de esa manera, Sam? He mandado a Andy a decirte que te dieras prisa.

– ¡El Señor la bendiga, señora! -dijo Sam-, los caballos no se dejan coger en un minuto; ¡se habían alejado hasta la dehesa sur y Dios sabe adónde!

– Sam, ¿cuántas veces te he de decir que no digas «El Señor la bendiga» y «Dios sabe» y esas cosas? Es perverso.

– ¡Ay, el Señor tenga piedad de mi alma, se me ha olvidado! No diré nada parecido en adelante.

– Pero, Sam, si acabas de hacerlo de nuevo.

– ¿Sí? ¡Ay, Señor! Quiero decir… no he querido decirlo.

– Debes tener cuidado, Sam.

– Espere usted que recupere el aliento, señora, y lo haré bien. Tendré mucho cuidado.

– Bien, Sam, has de ir con el señor Haley, para mostrarle el camino y ayudarle. Cuida de los caballos, Sam; sabes que Jerry cojeaba un poquito la semana pasada; no dejes que vayan demasiado deprisa.

La señora Shelby dijo las últimas palabras con voz queda y gran énfasis.

– ¡Puede confiar en este chico! -dijo Sam, girando los ojos con un gesto cargado de intención-. ¡El Señor lo sabe! ¡Vaya! ¡No he dicho eso! -dijo boqueando de repente con un ridículo ademán de aprensión que hizo reír a su ama a su pesar-. Sí, señora, cuidaré de los caballos.

– Ahora, Andy -dijo Sam, volviendo a su puesto bajo los hayas-, no me sorprendería nada que el animal de este caballero se encabrite luego, cuando lo monte. Sabes, Andy, los animales hacen estas cosas y Sam dio un codazo a Andy en un costado con un gesto lleno de intención.

– ¡Vaya! -dijo Andy, con aspecto de haberle comprendido en el acto.

– Sí, verás, Andy, el ama quiere ganar tiempo -eso está claro para cualquier observador. Yo sólo gano un poco por ella. Ahora, pues, suelta a todos aquellos caballos y déjalos corretear a sus anchas alrededor de éstos y hasta el bosque, y creo que el señor no se marchará demasiado deprisa.

Andy sonrió de oreja a oreja.

– Verás -dijo Sam-, verás, Andy, si algo ocurriera como que el caballo del señor Haley empezase a actuar de forma extraña y dar guerra, tú y yo simplemente soltamos los nuestros para ayudarle, ¡y le ayudaremos, ya lo creo que sí! -y Sam y Andy echaron hacia atrás las cabezas y soltaron una carcajada grave y descomedida, chasqueando los dedos y dando saltitos encantadísimos.

En este momento, apareció Haley en el porche. Algo apaciguado por unas tazas de excelente café, salió sonriendo y charlando, con el humor bastante recuperado. Sam y Andy, levantando unas maltrechas hojas de palmera que solían llevar a guisa de sombreros, se fueron corriendo al apeadero para estar a punto para «ayudar al señor».

La hoja de palmera de Sam se había desembarazado de cualquier intento de parecer entretejida en la zona del ala; y las mechas, separadas y tiesas, le conferían una flamante apariencia de libertad y rebeldía, digna de la de cualquier jefe fiyiano; mientras que, al haberse desprendido el ala entera de la de Andy, éste se encasquetó la copa con un golpe experto y un aire de satisfacción como diciendo: «¿Quién dice que yo no tengo sombrero?»

– Bien, muchachos -dijo Haley-, espabilaos, que no hay tiempo que perder.

– Claro que no, señor -dijo Sam, acercándole a Haley las riendas mientras le sujetaba el estribo, a la vez que Andy desataba los otros dos caballos.

En el mismo instante en que. Haley tocó la silla, el brioso animal dejó el suelo con un brinco repentino que dejó tendido al amo, a unos pies de distancia, sobre el césped blando y seco. Sam, exclamando frenéticamente, se lanzó a cogerle las riendas, pero sólo consiguió que el susodicho sombrero flamante rozara los ojos del caballo, cosa que no ayudó a aplacarle los nervios. Así que derribó a Sam con gran vehemencia y, soltando un par de resoplidos, movió los pies en el aire y se alejó haciendo cabriolas al otro extremo del césped, seguido por Bill y Jerry, que Andy no había olvidado soltar, según lo acordado, sino que los espantaba con varias exclamaciones tremendas. Siguió una escena de confusión miscelánea. Sam y Andy corrían y voceaban, los perros ladraban aquí y allá, y Mike, Mose, Mandy, Fanny y todos los especímenes menores del lugar, tanto masculinos como femeninos, correteaban, batían palmas, vitoreaban y chillaban con terrible oficiosidad e inagotable energía.