El caballo de Haley, que era blanco y muy rápido y animoso, pareció adoptar el espíritu de la ocasión con gran entusiasmo, y, disponiendo para la cacería de un césped de casi media milla de extensión, rodeado por todas partes de tupido bosque, parecía deleitarse sobremanera permitiendo que sus perseguidores se acercasen y, cuando estaban a punto de cogerlo, se alejaba con un salto y un relincho para adentrarse en algún recoveco del bosque. Nada había más lejos de la intención de Sam que dejar prender a alguno de la recua hasta que a él le pareciese el momento idóneo, y los esfuerzos que hacía eran, sin duda, heroicos. Como la espada de Ricardo Corazón de León, que siempre resplandecía en la línea de combate más reñida, la hoja de palmera de Sam se veía en todos los sitios donde menos posibilidad había de coger un caballo; allí se lanzaba a toda velocidad gritando: «Ahora sí; ¡lo he cogido, lo he cogido!», de tal manera que producía un alboroto indiscriminado en el acto.
Haley corría arriba y abajo, porfiando y blasfemando y pateando a la vez. El señor Shelby intentaba en vano gritar instrucciones desde el porche, y la señora Shelby se reía y se admiraba alternativamente desde su balcón, con alguna sospecha en tomo a la causa de tanta confusión.
Por fin, alrededor de las doce, apareció triunfante Sam montando a Jeny, con el caballo de Haley a su lado, bañado en sudor pero con los ojos llameantes y los belfos dilatados, en señal de que no se había aplacado del todo su espíritu de libertad.
– ¡Está cogido! -exclamó triunfante-. De no ser por mí, todos hubieran reventado; ¡pero yo lo he cogido!
– ¡Tú! -rezongó Haley, de un humor de perros-. De no ser por ti, esto no hubiera ocurrido.
– ¡Que el Señor nos ampare, señor! -dijo Sam, con voz de gran preocupación-, ¡si no he parado de corretear y acosar hasta que estoy hecho un mar de sudor!
– ¡Vaya, vaya! -dijo Haley-, me has hecho perder casi tres horas con tus tonterías. Vámonos ya, sin más pérdida de tiempo.
– Pero, señor-dijo Sam con tono suplicante-, creo que pretende matarnos a todos, caballos incluidos. Aquí estamos a punto de desfallecer, y todos los animales bañados en sudor. No pensará el señor salir hasta después de comer. El caballo del señor necesita un cepillado, mire cómo se ha manchado, y Jerry está cojo; no creo que la señora permita que salgamos de esta manera, de ningún modo. ¡Que el Señor le bendiga, señor! Podremos alcanzarla aunque paremos. Lizy nunca ha sido gran cosa caminando.
La señora Shelby, que había oído esta conversación desde el porche con gran diversión, decidió aportar su grano de arena. Se aproximó y, expresando cortésmente su preocupación por el accidente de Haley, le instó a que se quedara a comer, diciendo que la cocinera serviría la comida inmediatamente.
Así, después de sopesarlo todo y un poco a regañadientes, Haley se dirigió al salón, mientras Sam, girando los ojos con un significado inefable, se dirigió gravemente a los establos con los caballos.
– ¿Lo has visto, Andy? ¿Lo has visto? -preguntó Sam, una vez que estuvieron más allá de la protección del granero y hubo atado el caballo a un poste-. Oh, Señor, si era tan bueno como una reunión verlo bailando y pateando e insultándonos. ¡Cómo lo he oído! Tú porfía, viejo (decía yo para mí); ¿quieres tener tu caballo ahora, o esperarás hasta cogerlo? (decía yo). Dios, Andy, creo verlo todavía -y Sam y Andy se apoyaron en el granero y se rieron hasta hartarse.
– Tendrías que haberle visto la cara furiosa, cuando le he traído el caballo. Oh, Señor, me hubiera matado, si se hubiera atrevido; y ahí estaba yo, tan inocente y humilde.
– Señor, si te he visto -dijo Andy- eres todo un caso, ¿verdad, Sam?
– Creo que lo soy -dijo Sam-. ¿Has visto al ama arriba en la ventana? La he visto reírse.
– Pues yo corría tanto que no he visto nada -dijo Andy.
– Bueno, verás -dijo Sam, empezando a lavar el caballo de Haley con gran seriedad-, yo he adquirido lo que se podría llamar el hábito de la oservación, Andy. Es un hábito muy importante; y te recomiendo que lo cultives, ahora que eres joven. Levántame esa pata trasera, Andy. Verás, Andy, la oservación es importantísima para los negros. ¿No me he dado cuenta de lo que pasaba esta mañana? ¿No me he dado cuenta de lo que quería el ama, aunque ella no lo dejó entrever? Eso es oservación, Andy. Creo que se puede llamar un don. Los dones son diferentes en las diferentes personas, pero cultivarlos ayuda mucho.
– Creo que si yo no te hubiese ayudado en tu oservación esta mañana, no lo hubieras visto tan claro -dijo Andy.
– Andy -dijo Sam-, eres un muchacho prometedor, no hay duda. Tengo una gran opinión de ti, Andy; y no me da ninguna vergüenza cogerte las ideas. No debemos menospreciar a nadie, Andy, porque hasta el más listo tropieza a veces. Así que vamos a la casa ahora, Andy. Estoy seguro de que el ama nos dará algo especialmente bueno de comer esta vez.
CAPÍTULO VII
Es imposible concebir a un ser humano más desconsolado y triste que Eliza mientras se alejaba de la cabaña del tío Tom.
Los sufrimientos y apuros de su marido y el peligro de su hijo se mezclaron en su mente con un sentido confuso y aturdido del riesgo que corría ella al dejar el único hogar que había conocido y separarse de la protección de una amiga a quien quería y reverenciaba. Además, se separaba de todos los objetos conocidos, del lugar donde había crecido, los árboles bajo los cuales había jugado, las arboledas donde había paseado muchas tardes en tiempos más felices, al lado de su joven marido; todo lo que yacía allí bajo la escarchada luz de las estrellas parecía reprocharle y preguntarle adónde iba a huir de un hogar como aquél.
Pero más fuerte que todo lo demás era el amor maternal, elevado a un paroxismo de frenesí por la proximidad de un peligro terrible. Su hijo tenía bastante edad para caminar a su lado, y, en otras circunstancias, lo hubiera llevado de la mano; pero ahora sólo pensar en soltarlo de sus brazos le hacía estremecer y lo apretaba convulsivamente contra su pecho al avanzar rápidamente.
El suelo escarchado crujía bajo sus pies y el sonido le hacía temblar; el revoloteo de cada hoja y la agitación de cada sombra entorpecía el flujo de su sangre y le hacía apretar el paso. Le sorprendía la fortaleza que parecía emanar de dentro de ella, pues sentía el peso del muchacho como si fuera una pluma, y cada aleteo de miedo parecía aumentar su fuerza sobrenatural, a la vez que se escapaban de sus labios frecuentes oraciones dirigidas al Amigo del Cielo: «¡Señor, ayúdame! ¡Señor, sálvame!»
Si fuera tu Harry, lector, o tu Willie, que un tratante brutal iba a arrancar de tus brazos mañana por la mañana; si tú hubieses visto al hombre y te hubiesen dicho que los papeles estaban firmados, y que tenías sólo desde las doce de la noche hasta la mañana para escaparte, ¿a qué velocidad serías capaz de caminar? ¿Cuántas millas podrías andar en esas pocas horas, con tu hijito junto al pecho, su cabecita somnolienta apoyada en tu hombro, los bracitos confiados rodeándote el cuello?
Porque el niño dormía. Al principio, la novedad y el susto lo mantuvieron despierto; pero su madre reprimía enseguida cada susurro y cada sonido, asegurándole que sólo si no se movía podría salvarlo, de modo que se quedó callado cogido de su cuello; sólo le preguntó, al notar que le vencía el sueño: