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– Mamá, no hace falta que esté despierto, ¿verdad?

– No, cariño; duerme si quieres.

– Pero, mamá, si me duermo, ¿no dejarás que me cojan?

– ¡No, que Dios me ayude! dijo su madre, con el rostro más pálido y un brillo más fuerte en sus grandes ojos negros.

– Estás segura, ¿verdad, mamá?

– ¡Sí, segura! -dijo la madre, con una voz que la asustó a ella misma, pues parecía proceder de un espíritu interior; y el niño dejó caer la cabecita cansada sobre su hombro y pronto se quedó dormido. ¡Qué fuego y qué ánimo infundieron a sus movimientos el tacto de aquellos cálidos brazos y el suave aliento contra su cuello! Tenía la impresión de que la fuerza le llegaba en chorros eléctricos desde cada movimiento del niño dormido y confiado. El dominio de la mente sobre el cuerpo es sublime, capaz de hacer inexpugnables la carne y los nervios y de templar con acero los tendones para convertir en poderosos a los débiles.

Pasó vertiginosamente los confines de la granja, del huerto y del bosque; y siguió adelante, dejando un objeto familiar tras otro, sin aflojar el paso, sin detenerse, hasta que el rojo amanecer la encontró en carretera abierta, a muchas millas de cualquier huella de estos objetos conocidos.

Había ido con su ama a visitar a algunos parientes de ésta a la pequeña aldea de T., cerca del río Ohio, por lo que conocía bien la carretera. La primera parte precipitada de su plan de huida era ir allí, cruzando el río Ohio; después, sólo le restaba confiar en el Señor.

Cuando empezaron a circular por la carretera caballos y vehículos, se dio cuenta, con esa percepción aguda propia de un estado de excitación y que parece ser una especie de inspiración, de que su paso acelerado y su aspecto perturbado podían despertar sospechas y suscitar comentarios. Por lo tanto, dejó al muchacho en el suelo y, ajustándose el vestido y el sombrero, siguió caminando a una velocidad que le pareció correcta para salvar las apariencias. Había puesto en el pequeño atado pasteles y manzanas, que utilizó como recursos para acelerar el paso del niño, haciendo rodar las manzanas unas yardas delante de ellos para que el muchacho fuera corriendo con todas sus fuerzas para alcanzarlas; esta treta, repetida muchas veces, les hizo adelantar muchas millas.

Después de algún tiempo, llegaron a un espeso bosque atravesado por el murmullo de un límpido arroyo. Ya que el niño se quejaba de tener hambre y sed, cruzó con él la valla y, sentándose tras una gran roca que les ocultaba de la carretera, le sacó el desayuno de su pequeño paquete. El niño se sorprendió y lamentó de que no comiera ella; pero cuando, abrazándola, intentó introducir en su boca un trozo de su pastel, ella creyó que la garganta se le cerraba y que la iba a asfixiar.

– ¡No, no, Harry, mi amor; la mamá no podrá comer hasta que tú estés a salvo! Debemos caminar más y más hasta llegar al río -y se apresuró a salir a la carretera y una vez más se reprimió para caminar a un paso regular y sosegado.

Estaba a muchas millas de cualquier lugar donde la conocieran personalmente. Si por casualidad se encontrase con algún conocido, pensaba que la bondad de la familia conocida por todos acallaría cualquier sospecha, puesto que nadie supondría que ella era una fugitiva. Como además era lo bastante blanca como para que no se supiera, sin examinarla detenidamente, que era negra, y su hijo también era claro, era más fácil que pasaran desapercibidos.

Con este presupuesto, se paró al mediodía en una bonita granja para descansar y comprar algo de comida para el niño y ella, porque, al disminuir el peligro, se aminoró la tremenda tensión de su sistema nervioso y se dio cuenta de que estaba cansada y hambrienta.

La buena mujer de la casa, amable y charlatana, estaba más bien contenta de tener a alguien con quien hablar, y aceptó sin cuestionar la declaración de Eliza de que «iba un poco más allá, para pasar una semana con unos amigos», cosa que, en el fondo de su corazón, esperaba que resultara ser la pura verdad.

Una hora antes de la puesta del sol, entró en la aldea de T., junto al río Ohio, cansada y con dolor de pies pero aún animada. Primero miró el río, que, como el río Jordán, se interponía entre ella y el Canaán de libertad del otro lado.

Era el principio de la primavera y el río estaba crecido y turbulento; grandes moles de hielo flotaban de un lado a otro en las aguas turbias. A causa de la forma peculiar de la orilla de la parte de Kentucky, donde la tierra forma un gran recodo, había grandes cantidades de hielo acumuladas, y el estrecho canal que rodeaba este recodo se hallaba lleno de placas de hielo amontonadas unas encima de otras, haciendo de barrera temporal para el hielo que flotaba río abajo, que se apilaba creando una gran masa flotante que llenaba todo el río y llegaba casi a la orilla de Kentucky.

Eliza se quedó quieta un momento mirando este aspecto poco favorable de las cosas. Se dio cuenta enseguida de que esa situación debía de impedir que cruzara el transbordador habitual, y se dirigió a una pequeña posada que había en la orilla para hacer averiguaciones.

La posadera, ocupada en diferentes operaciones de freír y estofar encima del fuego, en preparación de la cena, se quedó tenedor en mano cuando la dulce voz lastimera de Eliza la detuvo.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– ¿No hay un transbordador o una barca que lleve a la gente a B.? -preguntó.

– Pues, no -dijo la mujer-; las barcas han dejado de funcionar.

La cara de decepción y consternación de Eliza le llamó la atención y preguntó, solícita:

– ¿Es que quiere usted pasar? ¿Hay alguien enfermo? Parece usted preocupada.

– Tengo un hilo gravemente enfermo -dijo Eliza--. No me enteré hasta anoche y he andado mucho hoy, con la esperanza de coger el transbordador.

– ¡Vaya, qué mala suerte! -dijo la mujer, cuya compasión maternal se había despertado-; la compadezco de veras. ¡Solomon! -gritó desde la ventana en dirección a un pequeño cobertizo en la parte de atrás. En la puerta apareció un hombre con delantal de cuero y las manos muy sucias.

– Oye, Sol -dijo- ¿aquel hombre va a cruzar los barriles esta noche?

– Dijo que lo intentaría, si la prudencia lo permitía -dijo el hombre.

– Hay un hombre que vive cerca de aquí que va a cruzar esta noche con un carretón, si se atreve; vendrá a cenar esta noche, así que siéntese a esperar. Qué niño más mono -añadió la mujer, ofreciéndole un pastel a éste.

Pero el niño, agotado del todo, lloraba de cansancio.

– ¡Pobre criatura! No está acostumbrado a caminar, y le he metido mucha prisa -dijo Eliza.

– Llévelo a este cuarto -dijo la mujer, abriendo un pequeño dormitorio donde se veía una cómoda cama. Eliza tendió al muchacho cansado en ella y le cogió la mano hasta que se quedó dormido del todo. Ella no había de descansar. Como fuego en los huesos, la idea de su perseguidor le infundía prisas por seguir adelante, y miró con ojos anhelantes las aguas turbulentas que se extendían entre ella y la libertad.

En este punto debemos despedimos de ella de momento para seguir los pasos de sus perseguidores.

Aunque la señora Shelby había prometido que la comida iría enseguida a la mesa, pronto se vio, como muchas veces se ha visto, que el hombre propone y Dios dispone. Así que, aunque la orden fue dada en presencia de Haley y transmitida a la tía Chloe por lo menos por media docena de mensajeros juveniles, esta dignataria sólo respondió con algunos resoplidos muy serios y una sacudida de cabeza y se puso a realizar cada operación de una forma inusitadamente pausada y minuciosa.

Por algún motivo extraño, los sirvientes parecían compartir la impresión general de que al ama no le molestaría mucho alguna tardanza; y fue asombroso el número de accidentes que ocurría uno tras otro para retrasar la marcha de las cosas. Una criatura desgraciada logró derramar la salsa, por lo que hubo de prepararla de novo [7], con todo esmero y cuidado, con la tía Chloe vigilándola y removiéndola con tenaz precisión, respondiendo, cada vez que le metían prisa, que «ella no iba a servir una salsa a medio ligar en la mesa a instancias de nadie». Alguien se cayó al llevar el agua, y tuvo que volver a la fuente a por más; otro, en medio del caos, dejó caer la mantequilla; y de vez en cuando llegaban a la cocina, entre risitas, noticias de que «el señor Haley estaba muy inquieto; que no sabía estarse sentado en la silla, sino que paseaba a zancadas hasta las ventanas y por el porche».

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[7] En italiano en el original.